Vivimos tiempos “apocalípticos”, en el sentido literal del término: tiempos que ponen de manifiesto, que dejan ver. (“Apocalipsis” significa, etimológicamente, quitar el velo, descubrir o desvelar). Lo primero que revelan es que el colapso financiero de 2008 abrió un período de rupturas políticas. La alternativa “fascismo o revolución” es asimétrica y desigual: estamos inmersos en una sucesión en apariencia irresistible de “rupturas políticas” ejecutadas por fuerzas neofascistas, sexistas y racistas; y la ruptura revolucionaria resulta ser por el momento una mera hipótesis dictada por la necesidad de reintroducir lo que el neoliberalismo logró borrar de la memoria, de la acción y de la teoría de las fuerzas que luchan contra el capitalismo. Esa ha sido su victoria más importante.
Lo que los tiempos apocalípticos también ponen de manifiesto es que el nuevo fascismo es la otra cara del neoliberalismo. Wendy Brown sostiene con mucha seguridad una verdad de signo opuesto: “Desde el punto de vista de los primeros neoliberales, la galaxia que engloba a Trump, el Brexit, a Orbán, a los nazis en el Parlamento alemán, a los fascistas en el Parlamento italiano convierte al sueño neoliberal en una pesadilla. Hayek, los ordoliberales o incluso la Escuela de Chicago repudiarían la forma actual del neoliberalismo y especialmente su aspecto más reciente”. Esto no solo es erróneo desde el punto de vista de los hechos, sino que también resulta problemático para entender el capital y el ejercicio de su poder. Al borrar la “violencia fundadora” del neoliberalismo, encarnada por las sangrientas dictaduras de América del Sur, cometemos un doble error político y teórico: nos centramos solo en la “violencia conservadora” de la economía, las instituciones, el derecho, la gubernamentalidad –experimentados por primera vez en el Chile de Pinochet– y presentamos al capital como un agente de modernización, como una potencia de innovación. Además, dejamos de lado la revolución mundial y su derrota, que son el origen y la causa de la “mundialización” como respuesta global del capital.
Los nuevos fascismos están reactivando la relación entre violencia e institución. Vivimos una época de hibridación entre estado de derecho y estado de excepción
La concepción del poder que se deriva de ello queda pacificada: acción sobre una acción, gobierno de las conductas (Foucault) y no acción sobre las personas (de las cuales la guerra y la guerra civil son las expresiones más acabadas). El poder estaría incorporado a dispositivos impersonales que ejercen una violencia soft de manera automática. Por el contrario, la lógica de la guerra civil que se encuentra en la base del neoliberalismo no ha sido reabsorbida, eliminada ni reemplazada por el funcionamiento de la economía, el derecho y la democracia.
Los tiempos apocalípticos nos hacen ver que, aunque no haya ningún comunismo amenazando al capitalismo y a la propiedad, los nuevos fascismos están reactivando la relación entre violencia e institución, entre guerra y “gubernamentalidad”. Vivimos una época de indistinción, de hibridación entre estado de derecho y estado de excepción. La hegemonía del neofascismo se mide no solo por la fuerza de sus organizaciones, sino también por su capacidad de odiar al Estado y al sistema político y mediático. Los tiempos apocalípticos revelan que, bajo la fachada democrática, detrás de las “innovaciones” económicas, sociales e institucionales, está siempre el odio de clase y la violencia de la confrontación estratégica. Basta un movimiento de ruptura como el de los chalecos amarillos, que no tiene nada de revolucionario o incluso de prerrevolucionario, para que el “espíritu de Versalles” se despierte y reaparezcan las ganas de disparar contra esa “basura” que amenaza al poder y a la propiedad, aunque no sea más que simbólicamente. Cuando el tiempo del capital se interrumpe, hasta un columnista burgués puede captar la emergencia de algo del orden de lo real: “El imperio actual del odio resucita fronteras de clase y de castas que han sido borrosas desde hace mucho tiempo […]. Y de repente, el ácido del odio corroe la democracia y envuelve súbitamente a una sociedad política descompuesta, desestructurada, inestable, frágil e impredecible. El viejo odio reaparece en la Francia tambaleante del siglo xxi. Debajo de la modernidad, el odio”.
Los tiempos apocalípticos también ponen de manifiesto la fortaleza y la debilidad de los movimientos políticos que, desde 2011, han estado tratando de desafiar el poder monolítico del capital. Terminé este libro durante el levantamiento de los chalecos amarillos. Adoptar el punto de vista de la “revolución mundial” para leer dicho movimiento (pero también la Primavera Árabe, Occupy Wall Street en Estados Unidos, el 15-M en España, los días de junio de 2013 en Brasil, etc.) bien puede parecer pretencioso o alucinado. Y sin embargo, “pensar en el límite” significa volver a empezar a partir no solo de la derrota histórica sufrida en los años sesenta por la revolución mundial, sino también de las “posibilidades no realizadas” que fueron creadas y levantadas como bandera por las revoluciones, de manera diferente en el Norte que en el Sur, tímidamente movilizadas por los movimientos contemporáneos.
La voluntad de politizar los movimientos posteriores a 2008 impone lo que la revolución de los años sesenta rechazó: el líder (carismático), la “trascendencia” del partido, la delegación de la representación
La forma del proceso revolucionario ya se había transformado en los años sesenta, pero se había encontrado con un obstáculo insuperable: la incapacidad de inventar un modelo diferente al inaugurado en 1917 por la larga sucesión de revoluciones del siglo XX. En el modelo leninista, la revolución todavía tenía la forma de la realización. La clase obrera era el sujeto que ya contenía las condiciones para la abolición del capitalismo y la instalación del comunismo. El pasaje de la “clase en sí” a la “clase para sí” debía ser realizado por medio de la toma de conciencia y la toma del poder, organizadas y dirigidas por el partido que aportaba desde afuera lo que les faltaba a las prácticas “sindicales” de los obreros.
Sin embargo, desde los años sesenta, el proceso revolucionario tomó la forma del acontecimiento: el sujeto político, en lugar de estar ya allí en potencia, es un sujeto “imprevisto” (los chalecos amarillos son un ejemplo paradigmático de esta imprevisibilidad); no encarna la necesidad de la historia, sino la contingencia del conflicto político. Su constitución, su “toma de conciencia”, su programa y su organización están basados en un rechazo (a ser gobernado), una ruptura, un aquí y ahora radical que ninguna promesa de democracia y de justicia por venir es capaz de satisfacer.
Por supuesto, por mucho que le pese a Jacques Rancière, la sublevación tiene sus “razones” y sus “causas”. Los chalecos amarillos son más inteligentes que los filósofos porque han “entendido” que la relación entre “producción” y “circulación” se ha invertido. La circulación –de dinero, bienes, personas e información– prevalece actualmente sobre la “producción”. Ya no ocupan más las fábricas, sino las calles y las plazas de la ciudad, y atacan la circulación de la información (la circulación del dinero es más abstracta: será necesario, para alcanzarla, otro nivel de organización y de acción).
La condición de la emergencia de un proceso político es evidentemente una ruptura con las “razones” y las “causas” que lo generaron. Solo la interrupción del orden existente, solo la salida de la gubernamentalidad puede asegurar la apertura de un nuevo proceso político, porque los “gobernados”, incluso cuando resisten, son el doble del poder, su correlato, su pareja. Al crear nuevos posibles inimaginables antes de su aparición, la ruptura con el tiempo de la dominación constituye las condiciones de la transformación del yo y del mundo. No es necesario recurrir a ninguna mística de la revuelta ni idealismo de la insurrección.
Los procesos de constitución del sujeto político, las formas de organización, la producción de conocimiento para la lucha que la interrupción del tiempo del poder hizo posible se enfrentan inmediatamente con “razones” como el beneficio, la propiedad y la herencia, que la revuelta no hizo desaparecer. Por el contrario, son más agresivos, invocan inmediatamente la restauración del orden, anteponiendo su policía, continuando como si no hubiera pasado nada con la implementación de las “reformas”. Las alternativas son entonces radicales: o bien el nuevo proceso político logra cambiar las “razones” del capital, o bien estas mismas razones terminarán por cambiarlo. La apertura de posibles políticos queda frente a la realidad de un problema doble y formidable: el de la constitución del sujeto político y el del poder del capital, porque el primero solo puede tener lugar en el interior del segundo.
Las divisiones sexuales y raciales estructuran no solo la reproducción del capital, sino también la distribución de las funciones y roles sociales
Las respuestas que las Primaveras Árabes, Occupy Wall Street, junio de 2013 en Brasil, etc., ofrecieron para estas preguntas son muy débiles; los movimientos continúan buscando y experimentando sin encontrar una verdadera estrategia. No hay ninguna chance de que este impasse pueda ser superado por el “populismo de izquierda” practicado por Podemos en España. Su estrategia logró la liquidación de la revolución iniciada en el pos-68 por muchos marxistas cuyo marxismo había fracasado. La democracia como lugar de conflicto y subjetivación reemplaza al capitalismo y a la revolución (Lefort, Laclau, Rancière) en el mismo momento en que la máquina del capital literalmente engulle la “representación democrática”. La afirmación de Claude Lefort –“en una democracia, el lugar del poder es un lugar vacío”– ha sido desmentida desde principios de la década de 1970: este lugar está ocupado por el capital como “soberano” sui generis. Cualquier partido que se instale allí solo puede funcionar como su “apoderado” (muchos se han burlado de la “simplificación” marxiana, que ha sido completamente realizada de manera casi caricaturesca por el actual presidente de Francia, Emmanuel Macron). El populismo de izquierda le da una nueva vida a algo que ya dejó de existir. En el neoliberalismo, la representación y el Parlamento no detentan ningún poder, y el poder está tan concentrado en el Ejecutivo que no obedece las órdenes del “pueblo” o del interés general, sino las del capital y la propiedad.
La voluntad de politizar los movimientos posteriores a 2008 aparece como reaccionaria, ya que impone precisamente lo que la revolución de los años sesenta rechazó y lo que cada movimiento que ha surgido desde entonces rechaza: el líder (carismático), la “trascendencia” del partido, la delegación de la representación, la democracia liberal, el pueblo. El posicionamiento del populismo de izquierda (y su sistematización teórica por parte de Laclau y Mouffe) impide nombrar al enemigo. Sus categorías (la “casta”, “los de arriba” y “los de abajo”) están a un paso de la teoría de la conspiración y a dos pasos de su culminación, la denuncia del “judaísmo internacional” que controlaría el mundo a través de las finanzas. Esta confusión, que los líderes y los teóricos de un inviable populismo de izquierda están interesados en mantener, continúa atravesando los movimientos. En el caso de los chalecos amarillos, la confusión viene de los medios de comunicación y del sistema político, lo cual expresa la vaguedad que aún caracteriza la modalidad de la ruptura. Hay que decir que en el desierto político contemporáneo, labrado por cincuenta años de contrarrevolución, no es fácil orientarse.
Al igual que los límites de todos los movimientos que se han venido dando desde 2011, los límites del movimiento de los chalecos amarillos son evidentes, pero ninguna fuerza “externa”, ningún partido puede hacerse cargo de enseñar “qué hacer” y “cómo”, como lo habían hecho los bolcheviques. Estas indicaciones solo pueden venir desde adentro, de manera inmanente. El interior está constituido, entre otras cosas, por los saberes, la experiencia, los puntos de vista de otros movimientos políticos, porque las luchas de los chalecos amarillos, a diferencia de las de la “clase obrera”, no tienen la capacidad de representar a todo el proletariado, ni de expresar las críticas de todos los dominios que constituyen la máquina del capitalismo.
Sin una crítica de las divisiones raciales y sexuales, un movimiento social queda expuesto a todas las recuperaciones posibles desde la derecha y la extrema derecha
Constituido sobre la división Norte/Sur, el movimiento de los “colonizados internos” que reproduce un “tercer mundo” en el seno de los países centrales implica necesariamente, además de la crítica de la segregación interna, una crítica de la dominación internacional del capital, la explotación global de la fuerza de trabajo y los recursos del planeta. Algo que está ausente en los chalecos amarillos. Privado de este componente “racial” e internacional del capitalismo, el movimiento ofrece a veces la imagen de un nacionalismo “franchute”. Pero no es posible ilusionarse con un espacio nacional: el Estado-nación, en el siglo XIX, debió su existencia a la dimensión global del capitalismo colonialista, y el estado de bienestar a la revolución mundial y a la escala planetaria de la confrontación estratégica de la Guerra Fría.
La fractura racial sufrida por los “colonizados” dividió no solo la organización mundial del trabajo, sino también la revolución de los años sesenta. Hoy, las condiciones para la posibilidad de una revolución mundial radican, por una parte, en la invención de un nuevo internacionalismo que los movimientos de neocolonizados (inmigrantes, en primer lugar) incorporan casi físicamente y que los movimientos de mujeres, gracias a sus redes alrededor del mundo, movilizan de manera casi exclusiva; y, por otro lado, en la crítica de las jerarquías capitalistas, que no deben limitarse a la esfera del trabajo. Las divisiones sexuales y raciales estructuran no solo la reproducción del capital, sino también la distribución de las funciones y los roles sociales.
Hoy en día, un movimiento centrado en la “cuestión social” no puede ser espontáneamente socialista como en los siglos XIX y XX por el hecho de que la revolución mundial y social (que implica el conjunto de las relaciones de poder) haya pasado por allí. Sin una crítica de las divisiones raciales y sexuales, el movimiento queda expuesto a todas las recuperaciones posibles (desde la derecha y la extrema derecha), a las que hasta aquí, a pesar de todo, ha podido resistirse. Si las subjetividades que encarnan las luchas contra estas diferentes formas de dominación no pueden ser reducidas a la unidad del “significante vacío” del pueblo, como desearía el populismo de izquierda, el doble problema de la acción política común y el poder del capital permanece intacto. La incapacidad de pensar en el capital como una máquina global y social, cuya explotación y dominación no se limitan al “trabajo”, es una de las causas fundamentales de la derrota de la década de 1960. Desde este punto de vista, la estrategia no ha cambiado: hoy como ayer, estamos lejos de tener una.
Desde 2011, los movimientos son “revolucionarios” en cuanto a sus formas de movilización (inventiva en la elección del espacio y el tiempo de la lucha, democracia radical y gran flexibilidad en las modalidades de organización, rechazo de la representación y del líder, sustracción a la centralización y totalización por parte de un partido, etc.) y “reformistas” en cuanto a sus reivindicaciones y a la definición del enemigo (nos “liberamos” de Mubarak, pero no tocamos su sistema de poder, de la misma manera que las críticas se concentran en Macron cuando él simplemente es, sin ninguna duda, un componente de la máquina del capital). La ruptura no produce cambios notables en la organización del poder y la propiedad, sino en la subjetividad de los insurgentes. Y si, a corto plazo, los movimientos son derrotados, los cambios subjetivos seguramente continuarán produciendo efectos políticos. A condición de no caer en la ilusión de que una “revolución social” pueda producirse sin “revolución política”, es decir, sin superación del capitalismo. El pos-68 ha demostrado que cuando la revolución social se separa de la revolución política, puede integrarse a la máquina capitalista sin ninguna dificultad como un nuevo recurso para la acumulación de capital. El “devenir revolucionario” inaugurado por estas transformaciones subjetivas no puede separarse de la “revolución”, bajo pena de convertirse en un componente del capital, por lo tanto de su poder de destrucción y autodestrucción, que se manifiesta hoy en el neofascismo.
Maurizio Lazzarato, filósofo y sociólogo italiano, es investigador en el CNRS y miembro del Colegio Internacional de Filosofía de París. Entre sus libros destacan Políticas del acontecimiento (2006), Por una política menor (2006), La fábrica del hombre endeudado (2013) y Gobernar a través de la deuda (2015). Su nuevo ensayo, El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución (Eterna Cadencia), se publica el 29 de junio.
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