Richard Williams acudió en 2015 al festival de Sitges a presentar una copia de trabajo de The Thief and the Cobbler, la legendaria película a la que dedicó media vida y que nunca vio la luz. Al menos en la forma en que el reverenciado maestro de la animación había querido. Y explicó que, tras proyectar esa misma copia un par de años antes en la sede de Pixar, los animadores del estudio, atónitos, le preguntaron cómo lo había hecho, cómo había conseguido esos movimientos. “Pues dibujándolos. Lo piensas y luego lo dibujas”, les explicó el viejo artesano a los reyes de la animación digital.
The Thief and the Cobbler es un proyecto que Williams pergeñó en los sesenta, mientras cimentaba su prestigio diseñando animadísimos títulos de crédito hoy icónicos como los de ¿Qué tal, Pussycat? o La última carga. Una ambiciosa fantasía oriental repleta de diseños deslumbrantes y arabescos progresivamente sofisticados que se fue agigantando y complicando hasta descarrilar. En el ínterin, a Williams le propusieron la que acabaría siendo considerada su obra magna, esta sí acabada y triunfal: ¿Quién engañó a Roger Rabbit? Luego, el animador retomaría su viejo sueño, pero acabó perdiendo el control del material ya filmado y la película fue completada a sus espaldas para ser distribuida como un exploit de Aladdín. Que, de hecho, copiaba ideas del trabajo de Williams.
El caso ilustra a la perfección la a menudo espinosa encrucijada en la que respira el cine de animación, donde confluyen su enorme potencial comercial de cara a un público familiar y sus infinitas posibilidades en el campo de la experimentación visual. En esa tensión abunda Jordi Sánchez-Navarro, el anfitrión de Williams en Sitges, donde desde hace 15 años es el responsable de Anima’t, la sección de animación del festival, en La imaginación tangible (Editorial UOC), una panorámica ágil y didáctica de un género (si se le puede llamar así) tan versátil que por sí mismo permite trazar, defiende Sánchez-Navarro, una “historia paralela del cine” transcurrida a menudo en los márgenes y que, precisamente por ello, ha alcanzado niveles de osadía y libertad creativa con frecuencia mucho mayores que los del cine de carne y hueso. De ahí que el libro tome su título de las dos citas con las que se abre: si el cine, en palabras del pionero de la stop-motion Ladislas Starewitch, “hace visibles los sueños de la imaginación”, la animación, Spielberg dixit, es el ámbito fílmico más aventajado a la hora de “hacer de la imaginación algo tangible”.
La animación, dice el autor, ha sido “un medio privilegiado para el puro entretenimiento, para la expresión plástica de vanguardia, para el desarrollo de una genuina cultura pop y para la creación de auténticos fenómenos de culto”. En consecuencia, la propuesta, constreñida por el formato de la colección Filmografías esenciales, dirigida por el propio Sánchez-Navarro y cuyos títulos siempre se estructuran a modo de listas de 50 películas consideradas “esenciales” de una determinada temática, prioriza a creadores y films referenciales pero a menudo pasto de connaisseurs antes que a hits hiperpublicitados de los que todos tenemos sobrada noticia. La selección, lejos de proponer un canon, es un vehículo para recorrer épocas, países, autores y técnicas, de los dibujos animados de toda la vida a la animación de recortes, muñecos o plastilina; de la rotoscopia inventada por los hermanos Fleischer o el collage a la animación por ordenador, el 3D y la captura de movimientos.
Así, el libro despacha la ingente producción del gigante Disney en cuatro entradas –además de las reservadas a Pesadilla antes de Navidad, catedral timburtoniana levantada a contrapié y en los arrabales del imperio de Mickey Mouse, y a Roger Rabbit, esta dedicada, tan o más que al film en cuestión, a la trayectoria de Williams y a The Thief and the Cobbler– y obvia a su principal competidor en las últimas dos décadas, la Dreamworks de Shrek. A cambio, evoca a grandes maestros –los checos Karel Zeman o Jiří Trnka; el italiano Bruno Bozzetto; los estadunidenses Ralph Bakshi o Don Bluth; los japoneses Hayao Miyazaki, Isao Takahata o Mamoru Oshii; los franceses Michel Ocelot o Sylvain Chomet; el brasileño Ale Abreu…- e incluso apunta nuevos nombres que seguir, como el esloveno Mirolad Krstic (Ruben Brandt coleccionista) o el español Raul García, artífice de Extraordinary Tales, deliciosa colección de miniaturas basadas en relatos de Poe.
Además, un poco a la manera de algunos de los cineastas que convoca, Sánchez-Navarro hace del libro una especie de gabinete de curiosidades, donde descubrir, por ejemplo, otra historia parecida a la de The Thief and the Cobbler, pero con final feliz: la de Le Roi et l’oiseau, que Paul Grimault empezó en los cuarenta y no consiguió estrenar hasta 1980. O que la alemana Lotte Reiniger y su equipo, además de adelantarse a Disney en completar, 11 años antes de Blancanieves y los siete enanitos, el primer largometraje animado, Las aventuras del príncipe Achmed, también fueron quienes inventaron la cámara multiplano que después perfeccionaría la compañía norteamericana para registrar el movimiento en capas independientes y conseguir sensación de profundidad. O que el primer largo británico de dibujos animados, la adaptación que John Halas y Joy Batchelor hicieron en 1954 de Rebelión en la granja, fue auspiciado por la CIA. Este último, uno de los numerosos ejemplos con los que se apuntalan dos de las tesis, indisociables, en las que pone el acento Sánchez-Navarro: que el cine de animación nunca fue cosa de niños y que, en tanto que exigentísima disciplina artística, siempre ha sido rico en vínculos además de con el cómic, con la literatura, la música o, sobre todo, la pintura. Ya lo aventuró también Richard Williams en Sitges: “Si Goya viviera hoy, querría hacer animación”.
La imaginación tangible. Una historia esencial del cine de animación. Jordi Sánchez-Navarro. Editorial UOC. 2020. 230 páginas. 23 euros.
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