La respuesta de Harold Macmillan, el primer ministro conservador del Reino unido de 1957 a 1963, ya forma parte del manual de instrucciones de cualquier Gobierno. Cuando le preguntaron cuál era el mayor desafío para un dirigente político, dijo aquello de “los acontecimientos, querido joven, los acontecimientos” (Events, dear boy, events). Boris Johnson llegó a Downing Street con una visión extremadamente ideologizada de lo que quería para su país, y los acontecimientos le han torcido el brazo. En primer lugar, la pandemia. En segundo lugar, las consecuencias de un Brexit que nunca se midió con criterios pragmáticos; y ahora una crisis mundial de abastecimiento energético que no solo infla las facturas de los consumidores de electricidad o gas, sino que amenaza con agravar el desabastecimiento de alimentos.
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Dos de las principales plantas de fertilizantes del Reino Unido, la de Billingham y la de Ince, suspendieron el pasado jueves su producción. La propietaria estadounidense, CF Industries, atribuye su decisión a la espectacular subida del precio del gas en el mercado mayorista, y ha sido incapaz de dar una pista sobre la fecha de reanudación de la actividad. Las dos plantas, que producen cerca de un millón de toneladas al año de fertilizantes, son además las productoras del 60% del dióxido de carbono, un derivado de los fertilizantes, que consume el Reino Unido. Esa ha sido la causa de que el ministro británico de Comercio, Kwasi Kwarteng, haya reunido a la “unidad de resistencia energética” del departamento, y haya convocado contactos de urgencia con los representantes de las industrias energética y alimentaria del país.
El dióxido de carbono se utiliza para adormecer a los animales en los mataderos de las industrias cárnica y avícola; es fundamental para la elaboración de algunos productos de bollería; elemento indispensable para las bebidas carbonatadas o la cerveza; se utiliza para la fabricación del hielo con el que se transportan muchos alimentos perecederos y es un gas muy necesario para prolongar la conservación de muchos alimentos envasados que acaban en las estanterías de los supermercados.
La enorme subida del gas se ha convertido en el cisne negro que definió el estadista Nassim Nicholas Taleb: el acontecimiento altamente improbable, la sorpresa, que altera las previsiones. La previsión de Johnson cuando culminó el Brexit era que el Reino Unido prosperara como nuevo actor solitario en el comercio internacional; la previsión de Johnson era salir de la pandemia con una economía fuerte y pujante. Lo que no se podía imaginar era que las estanterías de los supermercados acabaran desoladas y vacías por falta de camioneros -se calcula en 100.000 los necesarios para superar la situación-, y que las industrias agrícolas, ganaderas o de procesado de alimentos no tuvieran suficiente mano de obra para remontar. La Ley de Inmigración que el Gobierno conservador se apresuró en aprobar en cuanto salió de la UE restringe la llegada de inmigrantes comunitarios. Gran parte del millón y trescientas mil personas que regresaron a sus países durante la pandemia se han quedado en sus países, bien por el escaso atractivo del mercado británico, bien porque no fueron capaces de regularizar previamente su situación y ahora la vuelta es complicada.
“Todo esto [el precio del gas] puede ser la gota que colme el vaso. Se trata de un inmenso desafío potencial para la industria alimentaria, que ya estaba experimentando un montón de problemas”, ha dicho Nick Allen, el director ejecutivo de la Asociación de Productores Cárnicos Británicos.
El cierre de las plantas de fertilizantes afectará también a la industria agrícola, por la previsible subida de los precios y la dificultad añadida de asegurarse suministros. Problemas que, a medio plazo, pueden agravar la cadena de suministro a supermercados y comercios minoristas.
“Estamos controlando minuciosamente la situación, y mantenemos contactos habituales con las organizaciones de las industrias alimentarias y agrícolas, para ayudarles a gestionar los problemas actuales”, ha dicho un portavoz del Gobierno británico. Más allá de posibles ayudas económicas, el Ejecutivo de Johnson no quiere dar su brazo a torcer en su política de visados laborales, algo que serviría en parte para aliviar la tensión actual.
La factura eléctrica se dispara
Los consumidores británicos están aún relativamente protegidos frente a una escalada mundial de los precios energéticos. Durante el Gobierno conservador de Theresa May se introdujo el llamado energy price cap (límite del precio de la energía). Desde enero de 2019, el organismo regulador, la Oficina de los Mercados del Gas y la Electricidad (OFGEM, en sus siglas en inglés), establece dos veces al año el límite de la factura anual que cualquier consumidor dual de gas y electricidad ―que no haya contratado una tarifa fija― puede llegar a pagar. El cambio tiene lugar a partir de abril o de octubre, y se anuncia con tiempo suficiente de antelación. El pasado agosto ya se advirtió de una fuerte subida para finales de año.
A partir del 1 de octubre, los consumidores británicos tendrán un tope de 1.495 euros anuales, es decir, unos 124 euros mensuales. Es una subida del 12% respecto a la cifra anterior, pero el problema radica en que la próxima revisión, según vaticinan los expertos, será muy superior en porcentaje. Al menos una docena de pequeños intermediarios que operan en el mercado energético británico han tenido que cerrar el negocio, incapaces de asumir el límite del precio impuesto por el Gobierno. Las grandes empresas han tenido que asumir el servicio de todos estos cientos de miles de consumidores que se han quedado repentinamente sin proveedor. Son ya muchas las voces en la industria que reclaman una revisión cada dos meses, y no bianual, del precio que pueden transmitir a sus clientes, para intentar afrontar una situación descontrolada.
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