El Robert (diccionario de la lengua francesa) ha incluido en su versión web el pronombre iel (contracción de il y elle, masculino y femenino) para referirse a las personas no binarias y las fuerzas de la tradición no han tardado en acusar a la venerable editorial de haber caído en las garras del movimiento woke (alerta contra los prejuicios raciales y la discriminación). No sería extraño que alguna acusación similar recaiga en el tan venerable y tradicional Comité Olímpico Internacional (COI), que por primera vez pone por delante el valor de “inclusión” a la hora de afrontar el conflicto entre justicia e igualdad en las competiciones deportivas femeninas y el derecho a competir de mujeres intersexuales (aquellas cuyos rasgos externos o internos son diferentes a las características que tradicionalmente se ha asignado al género femenino) o transgénero (quienes se identifican con un género diferente del que se les asignó al nacer).
O, más breve, para evitar que se vuelvan a producir casos como el de Caster Semenya, atleta sudafricana, campeona mundial y olímpica, a la que la federación internacional de atletismo (WA) prohibió competir en los Juegos de Tokio en su prueba (los 800m) por concluir que por su condición intersexual (su organismo produce más testosterona de la que se considera normal por ser mujer) contaba con una ventaja injusta en la pista, y que por eso ganaba, no por su talento, su trabajo o su sacrificio.
A Semenya, y a varias atletas más, todas africanas, la WA les comunicó que solo les permitiría competir en su prueba si se medicaban con estrógenos para reducir su nivel de testosterona que tanta ventaja les daba. Después de que el Tribunal Arbitral del Deporte (TAS) y el tribunal federal suizo desestimaran sus recursos, Semenya acudió, en febrero pasado, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Antes de que se pronuncie la justicia (no se vislumbra una fecha para la sentencia de Estrasburgo), el COI ha concedido una victoria moral a la atleta sudafricana al hacer público su nuevo pensamiento sobre el asunto, que pasa no por imponer una normativa única, sino por establecer una serie de criterios por los que se deberán regir las respectivas federaciones internacionales a la hora de fijar sus normas de participación. Uno de los presupuestos de los que parte la autoridad olímpica es el de que “no hay consenso científico sobre cómo influye la testosterona en el rendimiento”, por lo que se recomienda que la testosterona no sea el único criterio a la hora de legislar. Y para Sebastian Coe, presidente de la WA, la testosterona ha sido, justamente, el único elemento tomado en cuenta. De hecho, la ley antiSemenya se denomina ley de hiperandrogenia (o exceso de testosterona).
En la misma norma se vieron atrapadas la atleta de Burundi Francis Niyonsaba, quien logró convertirse en atleta de fondo y competir en Tokio, y a gran nivel, en los 5.000m y los 10.000m, y la adolescente namibia Christine Mboma, especialista de 400m, otra distancia vetada para las hiperandrógenas, que se mudó a los 200m, distancia en la que consiguió una medalla de plata en Tokio. Sus casos vocean que no solo son buenas por su nivel de testosterona.
“El documento del COI tiene muy buenas intenciones y se centra mucho en la privacidad que es algo que ha hecho mucho daño a las deportistas”, dice Jonathan Ospina, doctor en Ciencias de la Actividad Física y profesor de la Universidad Europea de Madrid. “El problema es que no es de obligado cumplimiento y las federaciones pueden ir por libre tal como lo hizo la internacional de rugby, que prohíbe taxativamente la participación de jugadoras transgénero. La federación internacional de atletismo no se va sentir presionada. Mucho menos ahora que está por resolver el caso en el tribunal de derechos humanos”.
La verificación de género era una medida obligatoria y controvertida en los Juegos Olímpicos –hasta mediados de siglo pasado se obligaba a desnudarse a las deportistas para comprobar sus atributos, después se recurrió al análisis de cromosomas y, posteriormente, se recurrió al nivel de testosterona—que empezó a ser puesto en entredicho en 2009, justamente cuando en el Mundial de Berlín triunfó una adolescente llamada Caster Semenya. Desde entonces, la evolución del COI ha sido meteórica y clara, hasta llegar a fijar unas normas con más valor moral que legal, pero que reflejan un cambio de enfoque, quizás hasta woke, a un problema de complicada solución, y que se materializa en algunas de las afirmaciones de los cinco especialistas (dos mujeres y tres hombres), que han elaborado los nuevos criterios, y que la misma Semenya suscribiría: “Cualquier política que implique la verificación del sexo de un deportista supone poner en peligro de sufrir abusos a todos los deportistas, y esto afecta a todas las mujeres”; “políticas que obliguen a las mujeres a modificar sus niveles hormonales pueden tener efectos adversos en su salud”.
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