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El cuplé sicalíptico fue el reguetón de nuestros abuelos

Al sabio y recto Miguel de Unamuno la nueva moda le tenía atónito. La situación le resultaba francamente obscena, rayando con lo repugnante. Desde el final del XIX, hacía ya unos años, soplaban aires de transformación social: una ventolera llegada de Francia que hacía silbar consignas de liberación. Las mujeres se subían a los escenarios y se bajaban la ropa contoneándose y entonando canciones picantes. El público, rebosante de testosterona, rugía y abarrotaba los salones de variedades que brotaban en el mapa a la velocidad de una plaga. En paralelo, se imprimían con aún mayor fruición novelitas guarras, panfletos libidinosos, postales directamente pornográficas.

Era el momento álgido de la sicalipsis, un neologismo de origen incierto que la RAE define como “malicia sexual, picardía erótica”. En España, el furor que levantó esa tendencia internacional —eran los tiempos de los primeros cabarés— se extendió desde el cambio de siglo hasta el final tajante impuesto por la Guerra Civil. Al adueñarse de sus cuerpos quebrantando las rígidas normas que gobernaban las pulsiones de las mujeres, las cupletistas hicieron pasillo al feminismo moderno.

En su libro Sicalípticas, Gloria G. Durán recuerda cómo aquella “ola verde” que arrasó en un momento en el que proliferaban los estudios sobre el cuerpo, la salud y la sexualidad se movía entre la epilepsia y la sífilis. La primera aludía a la moda de las bailarinas francesas denominadas epilépticas por sus bamboleos salvajes. La segunda se refería literalmente a la enfermedad: un fantasma que espoleaba la inquina de las instituciones y comités que se crearon para poner coto a aquel despendole.

Para 1910 llegaría la que se considera obra cumbre de la sicalipsis: La corte de Faraón, una opereta trasladada décadas después al cine (en 1985) por Ana Belén y Fernando Fernán Gómez. Antes, en 1907, el rector de la Universidad de Salamanca había detectado tal cantidad de impudicia que se vio en la obligación de presentar sendas denuncias en forma de airadas tribunas de prensa. “Mientras una desgraciada cupletista berrea cuatro indecencias enseñando al desnudo cuanto Dios le dio y ella lo vende”, tronó Unamuno, “un público brutal, estúpido y soez brama como una fiera en celo”.

Como objetos y sujetos, reivindicando el propio cuerpo, las cupletistas democratizaron el deseo

Durán no es la única investigadora que ha puesto el ojo en el cuplé sicalíptico como medida de una subversión contra la moral establecida cuyos ecos todavía retumban. Porque aquella tendencia significó más que un género musical en boca de todos y un frenético circuito de intercambio de textos: fue un movimiento cultural de una popularidad enorme y transversal, que proporciona una fotografía de la sociedad en plena metamorfosis. No sería descabellado equipararlo al reguetón, que todos bailan aunque nadie que se tenga por refinado quiera reconocerlo.

Casi a la vez que el libro de Durán han ido apareciendo otras publicaciones que aspiran a vindicar este retazo de la memoria histórica. El periodista Antonio Gómez ha escrito Las picardías de nuestros abuelos, donde recoge letras de canciones organizadas por temáticas (hay capítulos sobre ‘Animalitos indiscretos’, ‘Fantasías hortofrutícolas’…). Paulina Fariza Guttmann ha trazado una biografía de la bailarina y cupletista La Argentinita, vinculada a la Generación del 27. Y, tras el éxito de su podcast ¡Ay, campaneras!, donde departe sobre cuplés, coplas y zarzuelas, Lidia García ha sacado un libro del mismo nombre. Además, el madrileño Teatro del Barrio ha dedicado su programación al “espíritu de la sicalíptica”. “Diez años después del 15-M, conceptos como teatro político o feminista pueden llegar a aburrir, y la sicalipsis me parece una idea inspiradora”, explica Ana Belén Santiago, directora artística del teatro. “Las cupletistas eran mujeres emancipadas, creativas, porveniristas, y esa es la potencialidad de lo político y del feminismo”.

Raquel Meller, auténtica diva de la época, fue intérprete de temas imperecederos como ‘La violetera’. James E. Abbe (ullstein bild / Getty Images)

Todos esos proyectos, como subraya Julia de Castro, líder de la desaparecida formación De la Puríssima, se sumergen en la historia de las cupletistas desde el punto de vista de “lo académico”, un terreno que tiene como referente el libro de Serge Salaün El cuplé, publicado en 1990. No es que el estilo vuelva a triunfar en los music halls, pero la aproximación teórica a aquel periodo efervescente supone “un muy buen primer paso para reubicar el género fuera de la dictadura y darle el lugar cultural que se merece”, defiende De Castro, que ha puesto voz al audiolibro de Antonio Gómez.

A partir del inesperado bombazo que supuso el estreno en 1957 de El último cuplé, filme protagonizado por una Sara Montiel arrebatadora, el género experimentó un resurgir bajo el franquismo. La censura deslavazó el tono de las composiciones, despojándolas de su pátina gamberra, pero aquella hornada de artistas —de Marujita Díaz a Lina Morgan— acabó definiendo la imagen que prevalece. Sin embargo, las pioneras fueron otras: La Chelito, La Fornarina, Raquel Meller, La Polaire, La Bella Otero, Tórtola Valencia, La Goya, La Cachavera, Amalia de Isaura… Igual que Rosalía cuando declama eso de “Te quiero ride / como mi bike”, que tanta polvareda ha levantado (¡más de cien años después!), aquellas cancionistas epataban y fascinaban a partes iguales. Y, sobre todo, eran inmensas estrellas, pesara a quien le pesara.

Tras el bombazo de ‘El último cuplé’, con Sara Montiel, el género revivió en la dictadura, pero censurado

Sin apenas pulso al término del siglo XX, el cuplé recibió una descarga en el corazón entrados los años dos mil. Con el mismo ímpetu de transgresión, el dúo De la Puríssima lo revivió trasladando su esencia a la modernidad. No era casualidad que lo fusionaran con el jazz, música que se introdujo en España a través del cuplé. Y sus shows eran incendiarios. Hubo hasta lanzacuchillos y Julia de Castro protagonizó desnudos como en su día La Fornarina, la primera en quitarse la ropa ante el público. “Los hombres viajaban de todo el país para verla elevada sobre una bandeja enorme”, recuerda De Castro, que ensalza de las cupletistas esa “explícita reivindicación del cuerpo sobre las tablas”.

Con una cualidad dual como objetos y sujetos, agrega Pepa Anastasio, profesora de Literatura y Estudios Culturales en la Universidad Hofstra de Nueva York, ellas “democratizaron el deseo sexual”. La centralidad que otorgaron al cuerpo, enarbolado como arma política y feminista, fue un testigo que quiso recoger De Castro: “El escenario se convirtió en una batalla carnal entre lo que yo había asimilado que era incorrecto en mi educación y lo que deseaba mostrar con orgullo, era una catarsis”, explica la artista, consciente del cambio de mentalidad: “Ahora hay porno, aplicaciones… el cuplé es demasiado ingenuo para el lenguaje erótico de hoy”.

La Bella Chelito, en una imagen sin datar.

Con el mismo afán de experimentar desde la tradición han ido brotando creadores inspirados por el cuplé y otras antiguas músicas españolas: Rodrigo Cuevas, la banda Le Croupier, Glòria Ribera… “En el siglo XXI regresa un nuevo arte de la peor doble intención”, dice el libro Sicalípticas. “Un arte eminentemente urbano y contestatario, reivindicativo, feminista, activista, queer, performativo, muy carnavalesco y guasón”.

Esos adjetivos le calzan como un guante a Glòria Ribera, “cupletista” —que no actriz ni cantante— que transporta el descaro con el que sus antecesoras trataban los asuntos de actualidad a la palestra contemporánea. “Yo también quiero ser una estrella inconformista, pero muy querida por el público”, se ríe. En su último espectáculo, Parné, Ribera, que se inspira en el repertorio tanto en catalán como en castellano, retoma viejas composiciones de alto voltaje contestatario. En algunas cambia la letra para adaptarla a los acontecimientos presentes. Otras veces no le hace falta. “Las cupletistas eran futuristas, iban siglos por delante”, reivindica. “La sociedad está anestesiada, y es necesario rescatar lo que decían”.

En el siglo XXI regresa un arte de la peor doble intención: urbano, contestatario, reivindicativo y guasón

Si hay un mito del cuplé sicalíptico, ese sería La pulga. El tema fue pasando de cupletista en cupletista, desde Augusta Berges (ella lo estrenó en 1893) a Pilar Cohen y Sara Montiel, que lo interpretó con la letra retocada. En su versión original recitaba: “Rápida salta y se esconde / ya me ha picado yo no sé dónde”. No era, ni de lejos, la más explícita. Aquí un verso de Guisando, guisando: “Con la almeja hago primores, con el conejo también / y lo que hago con los huevos, no lo quiera usted saber”.

Compuestas con unas pocas notas, aquellas canciones breves, de las que se conservan escasos registros sonoros, concentraban su gracia en la mezcla del mensaje picante y la picardía de quien lo declamaba. En los años veinte, el cuplé pasó de ser un producto para públicos masculinos lascivos y vociferantes a encumbrarse como un auténtico entretenimiento de masas que dinamitó las fronteras nacionales, viajando de Europa a Latinoamérica, donde cosechó sus mayores éxitos, e incluso a EE UU, país en que se hizo leyenda La Argentinita. Entonces se incorporaron temas de toda estofa: la vanguardia, la violencia doméstica, los hombres objeto, las drogas, la homosexualidad, la revolución… Así surgen títulos como Si las mujeres mandasen, que Ribera versiona para clamar: “Si las mujeres mandasen / no habría ultraderecha” o “Si las mujeres mandasen / no habría aceite de palma”.

Prácticamente un desconocido para los jóvenes, antes de su moderna reinvención el cuplé se dio por muerto como representación. Si mantuvo un hilo de vida fue gracias a los mayores que lo seguían tarareando. Que de pronto surja un repunte del interés por aquella moda tiene que ver, para Durán, con el deseo de repensar y aportar interpretaciones divergentes a la historia. “Siempre nos han contado la cultura desde la perspectiva de un circuito elitista minoritario, que no era lo que practicaba la gente”, explica. O lo que es lo mismo: “La vanguardia eran cuatro”.

Julia de Castro, cantante de De la Puríssima. Esta imagen, de 2010, fue tomada por Cristina del Barco, cronista visual de Madrid, y la dirigió artísticamente Jonathan Sánchez, inspirándose en una antigua fotografía de La Cachavera. Cristina del Barco

De ese modo, el cuplé contribuye a generar una revisión de la teoría del arte “desde las bases”. Y proporciona un bocado del “potaje cultural” que se cocinó en aquellos años: “Trata de cómo se construye la ciudad, de la sociabilidad, de los modos de vestir, de comer, de beber”, ilustra Durán. De ahí que su peso en la opinión pública fuera determinante. “El papel de una cupletista como Carmen Flores en el despertar de la conciencia feminista fue mucho mayor que el de las escritoras de la época”, asegura Anastasio, que plantea un paralelismo con Rocío Jurado. “No se trata tanto de lo que ella declarara”, apunta, “sino de que miles de personas hayan coreado una canción como Lo siento, mi amor, que habla de una mujer que no está satisfecha sexualmente”.

En un éxodo hacia una de las escasísimas vías de escape al papel de ama de casa, miles de aspirantes a vedettes enfilaron a las ciudades. El cuplé resultaba sumamente atractivo porque las funciones eran fáciles de montar, ofrecían una posibilidad real de ganar dinero y, más que talento artístico, lo que demandaban era desparpajo. “Fueron mujeres que llegaron con una mano delante y otra detrás, que alternaban y que bordearon la prostitución”, ilustra Rodrigo Cuevas, cantante y agitador folclórico. “Si escaparon al estigma fue por su calidad de artistas”.

El asturiano se atreve con estilos desde la muñeira hasta la zarzuela y su primer espectáculo, de 2012, fue precisamente Electrocuplé. En 2019 unió fuerzas con Lilián de Celis, cupletista del periodo de la dictadura, en un concierto en la Universidad de Oviedo organizado como parte de una cátedra que analizaba los vínculos entre cuplé y modernidad. “Puede ser un género de difícil acercamiento”, reconoce Cuevas, “porque la idea de lo que está mal y bien visto ha ido cambiando con el tiempo”.

Cercadas por una competencia feroz, las artistas que consiguieron despuntar agotaban los boletos en “rincones de perdición” como el Trianón-Palace y el Salón Chantecler de Madrid y el legendario Molino de la avenida del Paralelo de Barcelona. Del descubrimiento del fascinante universo que alumbraron aquellas aceras, donde empresarios, militares y prostitutas se cruzaban con toda suerte de artistas, anarquistas, bohemios, tarotistas y hasta domadores de cacatúas, surgió el espectáculo de cuplés Esperança Dinamita, que Le Croupier giró por Cataluña entre 2014 y 2016. “En Barcelona abundaban las academias de cupletistas donde, a cambio de una peseta y un huevo frito, les escribían canciones a medida”, cuenta Carles Cors, que para su décimo aniversario, en 2024, espera recuperar aquel show, el más exitoso del grupo. “El público nos daba las gracias por haberles descubierto este episodio de nuestra historia musical y social”, recuerda.

El músico y agitador folclórico Rodrigo Cuevas. LACOSTA STUDIO

Detrás de aquellas grandes mujeres también hubo grandes hombres: los autores de unas canciones empachadas de ironía y dobles sentidos que engatusaron lo mismo al pueblo llano que a más de un erudito. Entre los propios letristas asomó alguna que otra figura literaria, muy especialmente los hermanos Álvarez Quintero. Algunos, como el prolífico Álvaro Retana, apenas tardaban unos minutos en finiquitar los versos, que las cupletistas interpretaban cada una con su estilo, dotándolos de una presencia escénica única. Por eso los llamaban “creaciones”. Híbridos de teatro y música, hicieron performances antes de la performance.

Como las intérpretes, los autores encarnaron el paradigma de la modernidad, como una suerte de aliados de un feminismo que no se limitaba a la capacidad de decisión sobre el propio cuerpo. Las cupletistas declararon su independencia en el sentido económico, afectivo y moral. Fueron mujeres, escribe Durán, “de otra manera”. “Es alucinante que no haya un museo del cuplé o que no esté presente en el Reina Sofía”, lamenta la autora, quien, durante su investigación, “no daba crédito” a la fertilidad de este campo apenas investigado.

En todo salto temporal se abre una grieta, pero, al preguntar, el nombre de Rosalía se repite como un posible equivalente de las sicalípticas en la actualidad. Hay más: cantantes de trap como La Zowi y Bad Gyal; ídolos latinos de Bad Bunny a Karol G; disc ­jockeys como Honey Dijon, DJ Koze y Charlotte de Witte; la artista Samantha Hudson y referentes trans como Paul B. Preciado. Todo esto tomado, como remarca Julia de Castro, “con toda la distancia del contexto que nos rodea”. Aunque quizá las comparaciones resulten efectivamente odiosas y no haya necesidad de buscar, como dice Glòria Ribera, “sucedáneos” del producto original. “Quiero pensar que no los hay”, exclama. Pero ¿si los hubiera? “Entonces sería yo”.

Lecturas

Sicalípticas. El gran libro del cuplé y la sicalipsis. Gloria G. Durán  La Felguera, 2021. 546 páginas, 24,90 euros. 

Las picardías de nuestros abuelos. La pulga y otros cuplés sicalípticos. Antonio Gómez. Serie Gong, 2021. 240 páginas, 17 euros.

La vida encontrada de Encarnación López, La Argentinita. Paulina Fariza Guttmann. Bala Perdida, 2020. 230 páginas, 19 euros.

¡Ay, campaneras! Canciones para seguir adelante. Lidia García. Plan B, 2022. 272 páginas, 17,90 euros. Basado en el podcast ¡Ay, campaneras!, de Podium Podcast. 

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