Hasta el atentado del jueves, que marcará de manera indeleble la presidencia de Joe Biden, la Casa Blanca intentaba, contra viento y marea, recuperar y controlar el relato de la retirada de Afganistán. Tras la indefinición de los primeros días, y el mutismo del mandatario durante más de 48 horas, la política de comunicación de la Administración demócrata parecía haber revertido parte de las críticas por el caos reinante en Kabul, glosando el buen ritmo de la evacuación.
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Luz y taquígrafos, apariciones continuas del comandante en jefe, abierto a preguntas de la prensa; un alud de datos y cifras sobre el número de vuelos y de evacuados… mensajes que subrayaban la sobrehumana tarea de sacar, en tiempo récord y circunstancias adversas, a decenas de miles de personas del atolladero afgano: nada menos que 117.000 desde el 14 de agosto hasta este sábado. Trabajando día y noche desde la caída de Kabul, la Administración de Biden creía que tal vez aún podía salir airosa del desastre que la gestión de la retirada había causado.
Pero la épica de una evacuación en la que voces afines a la Casa Blanca ven reminiscencias de la retirada de Dunkerque -un símil destinado a borrar cualquier recuerdo de la huida de Saigón en 1975-, se convirtió en elegía cuando el jueves un terrorista suicida, provisto de un chaleco con 25 libras de explosivos, se inmoló en un control de acceso al aeropuerto de Kabul, llevándose por delante decenas de vidas, entre ellas las de 13 militares estadounidenses.
Políticamente, es tal la consternación reinante que aún no hay derivadas reseñables, salvo el previsible puñado de críticas republicanas instando a Biden a dimitir o a someterle a un impeachment (proceso de destitución); si acaso, muy contadas voces entre familias de militares exigiendo explicaciones, responsabilidades. Pero estos son días de duelo, no de política, recordó el viernes la portavoz de la Casa Blanca, Jen Psaki. Todo eclosionará, probablemente, una vez regresen a casa los féretros de los soldados. La imagen de una docena de ataúdes envueltos en la bandera de las barras y estrellas que Biden nunca imaginó que debería contemplar en esta operación.
Más allá de la urgencia del desastre, se impone mirar a medio y largo plazo: a la sombra que empañará, o cuando menos acompañará, el resto de su presidencia. Con otro frente abierto en casa -el preocupante repunte de la pandemia por la variante delta-, el primer reto es articular un nuevo discurso, centrado en la buena marcha, con matices, de la economía; también reformular las buenas intenciones que le llevaron a la Casa Blanca.
De sus promesas de moderación, consenso y defensa de los derechos humanos en el mundo durante la campaña electoral y los primeros compases de su mandato, Biden pasó el jueves a clamar venganza contra el ISIS, con un mensaje lleno de furia y odio. Cansado, balbuciente a veces, preso de la emoción, el veterano político no podía mostrar debilidad -ese flanco que esperan abrir las críticas republicanas-, pero conciliar la determinación y la derrota se antoja una tarea amarga, tanto para el presidente como para su Gobierno. Ítem más, deberá demostrar a sus votantes -y a sus aliados- que sus promesas no han caído en saco roto y que cualquiera de sus objetivos siguen siendo viables. En el de la apertura al mundo, su apuesta por el multilateralismo tras cuatro años de aislamiento de Trump, parece haber echado el freno, enrocándose ante sus aliados al rechazar la petición de una prórroga en la evacuación formulada por la mayoría de los socios del G7.
La salvaguarda de los derechos humanos es otro de los retos, ante la inquietante coyuntura de los 250.000 afganos que se calcula pueden quedar abandonados a su suerte tras la marcha de EE UU, mientras la Administración gestiona con dificultades el aluvión de solicitudes de visado especial (SIV, en sus siglas inglesas), una modalidad inaugurada en la guerra de Irak para antiguos colaboradores locales.
“Los visados SIV comportan un proceso de 14 pasos, tanto en Washington como en Kabul, que implican la colaboración de seis agencias federales. Alrededor de 20.000 afganos están actualmente esperando un SIV, mientras que hasta 70.000 más, incluidos los solicitantes y sus familiares directos, reúnen los requisitos para postularse”, advierte un reciente informe del Centro para Estudios Estratégicos e Internacionales, que insta a agilizar el procedimiento y recuerda cómo, tras la caída de Saigón -ese precedente innombrable en la Administración de Biden-, Washington fue capaz de sacar de Vietnam a 140.575 refugiados, y de reubicar en EE UU a casi 130.000 de ellos, en menos de un año.
Arma de doble filo
A la salvaguarda de los derechos humanos de la que Biden hizo bandera en su día, no ayuda el hecho de que los responsables de la evacuación hayan proporcionado a los talibanes listas, con nombres y apellidos, de los afganos con visado, teóricamente para que los barbudos que vigilan el perímetro del aeropuerto les franqueasen el acceso al recinto. Las críticas por esa información, equivalente a ponerles una diana a los refugiados, se han cebado en la presunta bisoñez de la Administración, paradójica por otra parte, ya que buena parte está en manos de funcionarios bregados durante el mandato de Obama.
“Las debilidades que han rodeado la respuesta afgana de Biden también se pueden ver en su manejo de otros temas. Si estos hábitos no cambian, habrá más debacles en el futuro del país”, advertía esta semana el conservador Karl Rove, en su día vicejefe de gabinete del presidente George W. Bush, el que embarcó a EE UU en la guerra afgana. Una probable debilidad estructural, que en opinión de muchos podría explicar deslices como la entrega de la que muchos denominan ya lista de la muerte a los talibanes.
A vueltas con la historia, de Saigón a Irak, a Biden le comparan con Jimmy Carter, el bienintencionado y campechano demócrata que llegó a la Casa Blanca prometiendo hacer de los derechos humanos la bandera de su política exterior. El fracaso estratégico en Irán, por la revolución islámica de 1979 y la crisis de los rehenes, agudizó su imagen de debilidad, si bien fue la economía -las ondas de choque de la crisis energética de 1973, además de la inflación- la que le costó la reelección en 1980 (un año después de la crisis iraní). Aunque por edad (78 años) una repetición del mandato de Biden resulte improbable, el actual presidente se la jugará dentro de un año, en las elecciones legislativas de noviembre de 2022 -que se dan a medio mandato-, ante las cuales demócratas y republicanos ya calientan motores.
Los estragos del desastre afgano en la imagen de Biden ya eran perceptibles antes del atentado. Aunque la abrumadora mayoría de los estadounidenses cree que no vale la pena empeñarse en la guerra afgana, el presidente solo obtenía esta semana una aprobación del 41%, con el 55% de rechazo, según un sondeo de la Universidad de Suffolk para USA Today hecho público el martes. Únicamente el 26% aprobaba su gestión de la retirada.
Pero puede que más preocupante que una merma de popularidad sea el escaso respaldo a su gestión económica. Solo el 39% de los encuestados aprueban su desempeño, según esta encuesta, cuando se presentan curvas en septiembre: el revés del Tribunal Supremo, al cancelar la moratoria antidesahucios, que deja al borde de la calle a cientos de miles de familias. O los casi siete millones de estadounidenses que pueden quedarse sin ayudas de desempleo a partir del 6 septiembre, cuando expira el bono especial del plan de rescate pandémico. El riesgo de una inflación rampante complica un panorama en principio venturoso: pese a las diferencias internas entre moderados y progresistas, los demócratas están logrando sacar adelante en el Congreso los dos grandes planes de infraestructuras (el de infraestructuras físicas y el de las sociales) que constituyen la espina dorsal del mandato de Biden.
“No creo que haya consecuencias políticas del caos de la retirada”, sostenía, días antes del atentado de Kabul, la analista Vanda Gelbab-Brown, del centro de estudios Brookings Institution. “La política exterior nunca ha tenido rédito electoral en EE UU, y a los votantes no les preocupa lo que vaya a suceder en Afganistán [tras la retirada]. Serán mucho más determinantes las cuestiones internas, sobre todo las económicas”, añadía. Otros analistas comparten su opinión: que cuando el fragor del desastre afgano se vaya silenciando, las aguas volverán, más o menos turbias, a su cauce. Puede que, incluso, tan pronto como caiga la última paletada de tierra sobre la sepultura de los soldados muertos en una guerra lejana y, ya, ajena.
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