El desencanto


Toda narración colectiva necesita de una epopeya precisamente para serlo, un punto de partida basado en un suceso real que adopta forma de mito, sobre el que construir una identidad común. La Transición, epopeya de la España democrática, primero se contó como un perfecto acuerdo sin conflicto entre los grandes hombres, a lo que se opuso una crítica sobre el olvido a sus víctimas: amnesia histórica como moneda de cambio para el progreso. El franquismo del búnker, aquel que ni siquiera comprendió su necesaria transformación en algo presentable para la Europa del mercado común, fue el perdedor del proceso. En El Desencanto, el documental de Jaime Chávarri sobre los Panero, se intuía una sentencia decadente: la descendencia del régimen era yerma o le era hostil, una visión optimista que, más de cuatro décadas después, inquieta por su imprecisión. Pensamos que el franquismo había perecido o se había transformado, aun de manera hipócrita, nunca que pudiera volver bajo nuevas formas con los mismos objetivos.

La propia existencia del Gobierno de coalición ha terminado por hacer aflorar a la ultraderecha, silente y agazapada hasta que el aznarismo decidió no solo que su derrota de 2004 se explicaba mediante la conspiración, sino que había que construir un sentimiento de ilegitimidad hacia cualquier victoria electoral que no fuese la suya. La reacción es paciencia y dinero y su estructura, que hasta el otoño rojigualdo de 2017 fue sobre todo mediática, pasó a partir de ahí a lo social: la ira contra los independentistas fue el combustible para ese poderoso sentimiento llamado reconocimiento. Que Vox, pero también Isabel Díaz Ayuso tuvieran condición de posibilidad se explica mediante esta secuencia de acontecimientos. Que desde la investidura de 2020 existan muestras explícitas de regresión en los aparatos del Estado es el fin de la metamorfosis: aquel desencanto fue tan solo paciente espera.

Si la ultraderecha cree que ha llegado su momento es porque recuerda con preocupación el origen de este Gobierno, mejor incluso que sus protagonistas. Las ministras de Unidas Podemos son producto directo de la movilización de la pasada década; el propio Pedro Sánchez, la respuesta de un socialismo que no quería volver a ser señalado desde la calle como el correlato del PP. No se trata de una oposición contra la tímida socialdemocracia del Ejecutivo, sino de crear un clima de temor que elimine las condiciones de efervescencia social que lo hicieron posible, pero también de provocar una atmósfera de falsa emergencia en la que las coordenadas de Ankara y Budapest se posicionen como la única salida. Hay un proyecto de involución en marcha y la trama reaccionaria que lo promueve está imbricada en todos los sectores de poder, públicos y privados, de nuestro país.

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Pese a que la amenaza es seria, la respuesta progresista está siendo tibia, confiando en la virtud de las reglas frente a quien tiene como método adulterarlas, mientras que la conservadora contemporiza tristemente, tanto con lo que hay dentro como fuera del PP. La razón, me temo, es que admitir la potencia del embate sería reconocer que el desarrollo de nuestra democracia ha dejado demasiadas puertas abiertas y espacios de influencia a quienes siempre tuvieron claro que las cesiones franquistas fueron temporales y susceptibles de enmienda. Desequilibrar dramáticamente el conflicto capital-trabajo en estas últimas décadas no fue solo una cuestión económica, sino la percepción correcta de que había que alterar la correlación de fuerzas que hizo posible la Constitución.

La respuesta contrasta, en todo caso, con la extrema hostilidad que se desató contra la izquierda surgida tras el 15-M y sus pulsiones constituyentes para un país que sí vivía un momento de emergencia económica y un descrédito institucional que hoy seguimos pagando. Puede que esa izquierda se equivocara al situarse como alternativa al 78, en primer lugar porque renunció a algo que también era obra suya, distanciándose de lo que fallaba, pero también de lo que había funcionado. Pero sobre todo porque idealizó una posible reconstrucción constitucional frente a las consecuencias de la Gran Recesión, sin tener en cuenta que un proceso de este tipo requiere de cambios sociales que lo hagan insoslayable. La indignación fue tan populosa como pasajera, pero nunca compuso una fuerza comparable a la del movimiento obrero organizado de los setenta, ese actor que no fue retratado para el políptico constitucional.

La mejor respuesta contra el proyecto de involución pasa por desarrollar los aspectos sociales de nuestro ordenamiento, que siempre se han considerado derechos potenciales más que efectivos, siendo la UE en esta ocasión un campo de juego que repensar antes que austeridad innegociable. El problema, en el fondo, no son las fuerzas que la ultraderecha pueda movilizar, ni siquiera cómo movilizar la democracia, sino que la democracia resulte útil en la vida cotidiana de millones de personas que necesitan respuestas en asuntos tan concretos como el trabajo o la vivienda. Si no el desencanto, 40 años después, puede que juegue en nuestra contra.


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