A cinco minutos a pie del Empire State de Nueva York, se puede oír la voz de James Joyce. Está grabada en un disco que se guarda en la Biblioteca Museo Morgan, un fondo creado a principios del siglo XX que incluye dibujos de Alberto Durero, partituras de Mozart o esa grabación de 1924 en la que el dublinés lee parte del séptimo capítulo de Ulises, novela que este 2022 cumple 100 años.
Sean Kelly, el mayor coleccionista del mundo de objetos relacionados con ese libro, donó el disco en 2018. Es una de las copias (hay otra en el Museo de la Palabra de Francia) de las 30 que encargó Sylvia Beach, primera editora del Ulises y propietaria de la librería Shakespeare and Company de París. De las otras 28 no ha sido posible saber nada: “Rastrear ese tipo de material es casi imposible”, explica Carlos Martín Ballester, coleccionista de archivos sonoros, que achaca esa dificultad al poco cuidado que se presta a la conservación de los registros de audio. “Sobre todo si no son musicales”.
Es uno de los motivos por los que la historia de ese disco es poco conocida, a pesar de que todo lo referente a la edición del Ulises ha generado siempre mucha curiosidad. Sobre todo por lo difícil que fue publicarlo: uno de los problemas fue un juicio por obscenidad en Estados Unidos que atemorizó a posibles editores. Fue Beach, una americana en París que a sus 35 años tenía experiencia vendiendo, pero no haciendo libros, quien logró lanzarlo con un plan de negocio casi perfecto.
La mercantilización de ‘Ulises’
Su plan se inspiró en el Bel Esprit Project, con el que Ezra Pound pidió a 30 suscriptores que aportaran 10 libras anuales para financiar el trabajo de T. S. Eliot. Y en el de John Radker, director de The Little Review, que también había querido editar el Ulises sacando una edición privada —para familiares y amigos— con la que esquivar el delito de escándalo público. Beach optó por una edición limitada y de lujo y por suscriptores selectos cuyo nombre fuera un reclamo: Virginia Woolf, Ernest Hemingway o Winston Churchill. También contó con la prensa. Cada semana, la Paris Review publicaba un marcador con el número de suscriptores: “Era como un evento deportivo”, se vanagloriaba. No es extraño que supiera sacar partido de los medios: “En el mundo de Ulises, la publicidad, el periodismo y el cliché lo han invadido todo”, apunta Andreu Jaume en el prólogo de la nueva edición que Lumen publica el 13 de enero.
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Así, antes de imprimirlo, ya había convertido el libro en objeto de culto. La primera reseña en The Observer fue la prueba: provocó 150 suscripciones nuevas y la venta de copias más baratas en pocos días. Esas cifras reforzaron el relato épico del nacimiento del Ulises. Lawrence Rainey, profesor de la Universidad de York experto en literatura modernista que falleció en 2018, le buscó grietas al fijarse en otros números: el 40% de los ejemplares los adquirieron coleccionistas que en pocos días los revendieron a 20 dólares (unos 330 actuales). Cifras que demuestran que la expectación fomentó más la especulación que la lectura, algo que traicionaba el espíritu con el que Beach abrió su librería (también biblioteca): “Por la capacidad civilizadora de los libros”. Para colmo, también se estaba evaporando su admiración por Joyce.
En 1921, Beach usa signos de admiración y onomatopeyas cuando escribe sobre la novela (“Va a hacernos famosas, rah, rah… Ulises significará miles de dólares en publicidad!”), pero más tarde, sus cartas son breves y frías: “Como siempre, he pensado más en tus intereses que en los míos”. Esa acusación suena a culpa por haber alimentado un monstruo al que no le parece suficiente ni el dinero ni la dedicación de su editora, que implicó en el Ulises a su hermana, la actriz de cine mudo Cyprian, o a Mysirne Morchos, asistente de Beach que pasó a serlo de Joyce. Cyprian y Mysirne son solo dos de la larga lista de mujeres que ayudaron a parir Ulises. La primera, sin cobrar un céntimo. La segunda, cobrando poquísimo. De ese abuso Beach se avergonzó en sus diarios.
Un micrófono en el cerebro
El disco llega en el inicio de ese desencanto y el relato de su gestación es muy distinto al que Beach hizo del libro. En el texto donde lo cuenta ya no hay excitación, pero tampoco listas de gastos (lo pagó de su bolsillo sin decir la cantidad); regaló las copias a amigos del autor (“No lo hice con ningún objetivo comercial”) y no pidió ni hizo ningún favor para editarlo.
Se registró en los estudios parisinos de His Master’s Voice, donde su amigo Piero Coppola, que estaba al frente de las grabaciones, intentó disuadirla: un escritor leyendo interesaba tan poco, que el sello ni siquiera incluiría el título en su catálogo. Beach no abandonó y convenció fácilmente a Joyce: músico y melómano, él mismo eligió las dos páginas que leyó. Lo hizo subiendo y bajando el tono bruscamente, deteniéndose de golpe, para seguir luego a toda velocidad y sin respiro.
A pesar de los problemas de visión que le obligaron a hacer fotos ampliadas de los folios para poder ver la letra, con su voz de tenor sonorizó perfectamente ese Ulises que el escritor y editor Gonzalo Torné describe así: “Joyce fue el primero en sumergir un micrófono en un cerebro humano. Así consiguió captar el sonido de la mente, su lenguaje cambiante y quebrado”. A eso precisamente suenan esos cinco minutos: a alguien pensando en voz alta. Por eso añade Torné que “con Ulises, Joyce dio carta de paso a la gran literatura, a todas nuestras ilusiones, deseos, miedos y mezquindades cotidianas, arrebatadoramente humanas”.
Esos cinco minutos electrizantes donde un Joyce impetuoso subraya todas las aliteraciones no ayudan a entender el libro, pero dan sentido a este consejo: “Dejarse llevar por el poderío musical y ambiental de su palabra”. Lo escribió el traductor José María Valverde en la edición de Lumen de 1976 para animar a los lectores temerosos ante una obra de la que tantas veces se ha dicho que es un sinsentido.
Beach también vio su dimensión sonora: “Joyce tiene una sensibilidad auditiva fuera de lo normal”. Sobre la grabación escribió: “Fue más que mera oratoria”. No son ya elogios encendidos, pero aún se rinde a los talentos de su todavía autor: “Fue una interpretación maravillosa. Nunca puedo escucharlo sin sentirme profundamente conmovida”.
Dos discos y una traición
A esas alturas, ese tono extasiado no está ya en sus escritos privados: “Joyce ve la Shakespeare and Company como algo que Dios ha creado para él, pero para mí tiene más caras que la joyceana. Y felizmente para él, ese es el motivo por el que mi pequeña empresa ha podido serle útil”. Joyce se entusiasma tanto con la grabación que quiere crear su propia discográfica. Beach no le sigue en ese empeño. Con ese disco alineado en fondo y forma con su autor y con Ulises; breve y desinteresado, ya tiene el proyecto que buscaba: uno que no necesita un marcador deportivo.
Después, aparte de negociar sus traducciones y otras gestiones, solo hicieron juntos un librito de poemas también en edición de lujo. Cuando en 1934 Joyce logró publicar Ulises en EE UU, no le ofreció a Beach ni un centavo y todo lo que le quedó de él fueron dos copias de aquel disco.
¿Cuánto valdrían? Martín Ballester afirma que es difícil de tasar por no ser un material muy buscado, pero que en esos casos a veces hay sorpresas y siempre depende de lo que el comprador esté dispuesto a pagar. Sean Kelly, desde Nueva York, prefiere no decir cuánto pujó por el suyo. La única referencia la dejó Sylvia Beach: “Los vendí cuando estuve en dificultades y obtuve un precio muy alto”, explicó sobre la vez en que la voz de Joyce salvó la Shakespeare and Company.
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