El disfraz inimaginable: un Brasil sin Carnaval


Es Carnaval, pero la sede de la Escuela de Samba de Mangueira está desierta, desangelada, desconocida. Cualquier otro año, este local de ensayo ubicado en la favela homónima de Río de Janeiro estaría en efervescencia, atestado de sambistas desbordando alegría y nervios. La abanderada, Squel Jorgea Ferreira Vieira, de 38 años, estaría recluida en un hotel, concentrada junto al resto de los artistas que lideran la comparsa. Los 4.000 sambistas de Mangueira —la campeona de 2019— estarían recogiendo los sofisticados disfraces —una explosión de colores, lentejuelas y plumas— y los zapatos para el desfile en el sambódromo, una competición feroz cuyas imágenes dan la vuelta al mundo. Río y todo Brasil se han quedado sin Carnaval, sin uno de los momentos más esperados del año.

Por culpa de la pandemia, la pasarela diseñada por Óscar Niemeyer para mayor gloria “del samba” no acoge bailarines ni carrozas, sino que recibe a octogenarios que son vacunados contra el coronavirus sin bajarse del coche. Este 2021 sin Carnaval entrará en la historia porque aunque en 1892 y 1912 ya fue suspendido, lograron celebrarlo meses después. Esta vez no cabe esa opción.

“Nadie imaginó nunca Río de Janeiro sin Carnaval”, explica Ferreira Vieira en la escuela. Nieta de un histórico de la fiesta, desfila en el sambódromo desde los nueve años. “Es como si estuviese en medio del mar ahogándome, intentando respirar. Estoy desesperada, con una tristeza muy grande”, añade. Es la época de olvidar las penurias del resto del año, de pintar la casa para recibir amigos, de comprarse ropa íntima especial. Los cariocas saben que cada Carnaval es distinto —hubo años de crisis, bonanza, represión, criminales envalentonados, pocos turistas o muchos—, pero nadie osó anticipar el escenario de desolación que brinda la pandemia.

La noticia del primer caso de contagio, un empresario que visitó Italia, se conoció el miércoles de ceniza de 2020. Ahora las neveras portátiles ya no llevan cerveza, sino vacunas llegadas de China como la inyectada a la señora Rosa Nina Coelho, de 85 años. Es una carioca que, cosas de la vida, nunca había pisado el sambódromo.

Los alcaldes de Río, Salvador de Bahía, São Paulo, Recife u Olinda asumieron meses atrás que la gran fiesta del año, que reúne a millones de personas en impresionantes fiestas callejeras o en sambódromos, atrae a turistas de todo el mundo y da trabajo a cientos de miles, era inviable con el virus circulando a toda velocidad. En medio de un repunte de casos, la fiesta fue anulada. Brasil suma casi 240.000 fallecidos y casi 10 millones de contagios, según los datos oficiales. Río ya descarta oficialmente atrasar la celebración del desenfreno a julio.

Cuando a finales del XIX la celebración del Carnaval oficial fue suspendido, Joaquim Maria Machado de Assis, uno de los grandes autores brasileños, escribió una frase con la que sus compatriotas se han sentido muy identificados en este siglo: “Creo que el día que el rey Momo (un personaje central de la fiesta) sea totalmente exiliado de este mundo, el mundo se acabará”.

Las calles de Río están desiertas. Y tristes. Ni un cuerpo decorado con purpurina, ni una guirnalda, ni un disfraz. El alcalde, Eduardo Paes, gran aficionado a esta celebración, pide sentido común mientras despliega a la policía a la caza de reuniones clandestinas y aglomeraciones. Algunas fiestas fueron desmanteladas. El ambiente es depresivo, nada que ver con la alegría que exudan los cariocas. El año pasado, las calles y el paseo marítimo de Ipanema estaban atestados de locales y foráneos disfrazados con lo mínimo para soportar el pegajoso calor veraniego.

El Carnaval estructura la vida de Squel Jorgea desde hace dos décadas. “Es mi profesión, lo que sostiene a mi familia, lo que me ha dado una vida digna y sabiduría”, dice la abanderada, que no deja de recibir mensajes cariñosos en tono de pésame. Recalca que aunque la gente cree que son cuatro días, detrás del mayor espectáculo del mundo –así les gusta considerarlo a los brasileños– hay una industria inmensa. Son los cruceros, hoteles, bares, restaurantes. “Pero también es el ambulante que vende cerveza o palomitas de maíz los días de ensayo. La que vende flores para completar sus ingresos. Las costureras, los zapateros…”. Todos, parados. La cancelación ha supuesto pérdidas de 8.000 millones de reales (1.200 millones de euros, 1.500 millones de dólares), según la patronal del comercio, la mitad en Río. Tampoco se han creado 25.000 empleos temporales. Cada turista se gastó el año pasado unos 100 euros diarios.

Sin Nochevieja ni Carnaval, este va a ser un año terrible para Paulo Souza, de 52 años, que vende pinchos de carne en Ipanema. La clientela es tan escasa que solo recogerá el carro y la silla dentro de muchas horas, cuando amanezca.

Para paliar la nostalgia, Globo emite los momentos estelares de desfiles antiguos, proliferan las actuaciones de artistas en YouTube e iniciativas para zambullirse en el Carnaval sin celebrarlo como la que el Museo de Arte Moderno de Río (el MAM), que recientemente estrenó una dirección artística bicéfala, organizó con Mangueira. Una serie de conferencias y talleres que brindó a Squel Jorgea un momento inolvidable: “Nunca imaginé que sería invitada a un museo, que entraría por la puerta principal para dar una clase, que personas que quieren entender mi arte agotarían las entradas”. El samba (así, en masculino) es un género musical y un baile nacido en las barriadas pobres y negras que, para disgusto de esta estrella de Mangueira, no tiene el valor del cine, la televisión o el ballet a ojos de otros brasileños. “Me irrita que la gente no entienda nuestro dolor”. Cuentan que los sambistas llamaron escuela a sus agrupaciones para que la alta cultura dejara de menospreciarlos.

Aunque todos en Brasil son conscientes del negocio que supone, la celebración del Carnaval también tiene sus detractores. Un virus microscópico ha hecho realidad uno de los sueños de las Iglesias evangélicas más extremistas y de los fieles cristianos más ultras. Para ellos, es encarnación del mal. J. P. I., de 64 años, y su esposa, M. R. T, de 60, están encantados. Católicos, sospechan que el Carnaval del año pasado fue un caldo idóneo donde los contagios se multiplicaron. “Es una fiesta diabólica, que separa parejas, de vándalos que destruyen el patrimonio”, explica él en el quiosco que regentan. Están orgullosos de que sus hijos también den la espalda a la fiesta.

Los brasileños sueñan con que la vacunación masiva les permita regresar a la normalidad y les devuelva su gran celebración anual. Pero la abanderada de Mangueira, que sabe bien que una comparsa requiere meses de investigación académica y planificación de cada detalle, está preocupada. “Si no avanzan rápido las cosas, será otro año muy difícil. Porque para tener Carnaval en febrero de 2022, ya en junio o julio hay que empezar a preparar los trajes, las carrozas…”. Un segundo año sin Carnaval sería una desilusión inmensa. Por ahora, el 2,3% de los brasileños ha sido vacunado, pero asoman los problemas. Río ha anunciado este lunes que suspende las inyecciones por falta de dosis.

Fe de errores

La abanderada de la Escuela de samba Mangueira se apellida Ferreira Vieira y no Da Silva como afirmaba una versión anterior de este reportaje.


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