En El Hierro se vive mirando hacia dentro, de espaldas al mar. No hay playas, más allá de algunas calas de negra piedra volcánica envueltas a menudo en la bruma de los alisios, que empapa y enfría sus perfiles abruptos. Incluso Valverde, la capital, es la única de las siete capitales canarias que no está junto al mar, sino a 800 metros de altitud.
En cierto sentido, El Hierro es una isla de interior. Con paisajes sacados del Averno, como el lajial de La Restinga, donde las coladas de lava incandescente trenzaron lianas de piedra hasta formar uno de los espacios más hermosos y enigmáticos del archipiélago, o los riscos de Tibataje, en Frontera, donde unos pastores descubrieron en 1975 varios ejemplares del lagarto gigante de El Hierro, una especie autóctona de hasta 60 centímetros de longitud dada por desaparecida muchos años atrás. Hoy se crían en cautividad para repoblar la isla en el lagartario del poblado de Guinea, a los pies de estos enormes riscos que cierran el valle del Golfo.
Por increíble que parezca, los pastores herreños se movían por estos abismos con la misma soltura con que la el resto de los mortales lo hacemos por un paseo enlosado. Se ayudaban con el “palo”, una pértiga de madera con la que se apoyaban, saltaban y vadeaban abismos con la soltura de un trapecista.
En la parte alta de la isla, en un paraje conocido como la Dehesa, el rocío que desprenden las nubes del Atlántico ha permitido la supervivencia de un sorprendente bosque de sabinas, árbol hermoso y de madera dura que pobló buena parte del El Hierro y cuya tala indiscriminada redujo el número a estos magníficos ejemplares retorcidos por el viento, como esculturas de Münch. Entre el espectral bosque de sabinas de El Hierro despuntan las paredes encaladas de la ermita de la Virgen de los Reyes a la que cada cuatro años los herreños acuden en romería con la imagen de la patrona en volandas. La procesión se conoce como la Bajada, discurre por una vereda que cruza todos y cada uno de los pueblos de la isla; es uno de los ritos más ancestrales y multitudinarios de un archipiélago.
Vista de la ermita de la Virgen de los Reyes, en El Hierro (Canarias). Alain KUBACSI Getty
Desde la ermita de la Virgen de los Reyes una pista de tierra desciende hasta el faro de Orchilla, el extremo occidental de la isla, la última tierra conocida que veían los descubridores del Renacimiento y la primera que observaban los que llegaban de América en barco. Llegar a Orchilla es como llegar a Marte. El faro automático es lo único que despunta en el horizonte de una tonalidad diferente al rojo fuego de las lavas que se hunden directamente en el océano. Un reino pétreo y desolado donde la grandeza del escenario empequeñece el ánimo. Por aquí pasaba la raya del Meridiano, esa que después de muchas disputas y vaivenes se llevaron los ingleses en el siglo XIX a Greenwich, desde donde sigue partiendo el mundo en Este y Oeste. Que la pérfida Albión se saliera con la suya fue un mal trago para los herreños. Saben que no era más que un símbolo, una línea imaginaria, pero ¡qué diantres! era su raya. El alboroto para que vuelva no llegará a más porque por nada del mundo quisieran que la popularidad o la fama acabara con el sosiego y la fuerte personalidad de su isla.
Una isla de la que la escritora cubana Dulce María Loynaz escribió: “Es la más occidental de su galaxia, la signada por Ptolomeo como primer meridiano del mundo, cuando el mundo era plano y cuatro ángeles lo sostenían por las esquinas”.
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