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El engaño de las bebidas 'antiox', con colágeno o para las defensas


Por alguna razón desconocida, parece que beber agua no es suficientemente satisfactorio como para calmar nuestra necesidad de buscar la salud en cada gesto diario. Nos distinguimos poco de nuestros ancestros en su búsqueda de la fuente de la eterna juventud: necesitamos creer en lo extraordinario. Y hace mucho que dejó de parecernos excepcional -aunque siga siéndolo- abrir el grifo de la cocina y que salga agua potable.

Parece que al agua corriente le falta glamour, pero hidratarse a base de zumos o bebidas “refrescantes” tampoco parece una alternativa: no es saludable, y además ya no nos la cuelan con reclamos como “100 % exprimido”, “sin azúcares añadidos” o “zero”, ¿verdad? No hay problema: si cambia la demanda, cambia la oferta. Y no siempre en este orden: también puedes encontrar muchísimos productos que no sabías que necesitabas hasta el momento en que te chocas con ellos en el súper. Cómo has sobrevivido sin ellos hasta entonces es un misterio insondable.

La industria alimentaria se debate entre aprovechar las nuevas tecnologías para facilitarnos la vida, ahorrarnos tiempo y proveernos de variedad de alimentos saludables -no olvidemos que son los artífices de que no tengamos que preocuparnos cada día por cómo vamos a conseguir comida, y eso es absolutamente increíble- y tratar de colocarnos auténticas chorradas diseñadas por las fuerzas del mal; es decir, por departamentos de I+D+I con la creatividad desbordada. Si además es caro de la muerte, nos vamos convencidos de que es la mismísima poción de Panorámix, que si cuesta mucho es porque lo vale.

Refrescos que no lo parecen

En alguna de estas industrias debieron tener una reunión de desarrollo de producto en la que se planteasen hacer una nueva bebida imposible: básicamente agua, pero que no sea agua; con sabor a refresco, pero presentado como su antítesis; con propiedades saludables -seguramente dijeron “healthy”– que le den ventajas sobre el agua (aunque el agua sea lo mejor para hidratarse, alguien ha pensado que siempre puede haber un “más mejor”). Y, sobre todo, que justifique ponerle un precio desorbitado a un producto que sería la versión 2.0 de otra bebida con el importe ya inflado: el agua envasada.

De ese compendio de requisitos imposibles nació el milagro de las bebidas funcionales: placer, salud y estilo en un trago. Un producto que en 2017 movió en el mundo 10.340 milones de dólares y que se prevé que crezca hasta los 18.240 millones en 2025. La cuadratura del círculo.

Legalmente, estas “aguas con cosas” no son más que refrescos, pero se diferencian del resto precisamente en que tienen “cosas” (como los catalanes, que diría un insigne expresidente). El quid de la cuestión es que todas esas “cosas”, ingredientes que las encumbran al Olimpo de los elixires, no se encuentren en aguas con menos ínfulas pero sí en alimentos de lo más simplón. Te aseguro que a tu cuerpo le da exactamente igual que el colágeno venga de un té cuqui que de un guiso de bacalao: lo va a usar igual y, como veremos, es harto improbable que acabe formando parte de la piel de tu rostro para darte la textura de la carita de un bebé. Para rostros, el de quien te lo vende con esa promesa (de hormigón armado, concretamente).

Ingredientes llamativos que no sirven para nada

Ya sé que no hay color entre beber agua del grifo en la botella de cristal que tienes en la nevera y que tiene el dibujo descolorido de una vaca -diseñadores de botellas: el lechero dejó de pasar por aquí el siglo pasado-, y “regenerarte” con una bebida que tiene un envase de formas perfectas, colores relajantes y una foto de una granada sumergiéndose en un líquido de colores tropicales.

Nos encontramos con botellas de diseño en los que se destaca algún beneficio: “reparador”, “regenerador”, “antioxidante”, “energizante”, “relajante”. O el reclamo que directamente me enerva por sus connotaciones en este mundo pandémico: todo lo que incluya “defensas” o “inmune”.

Imprescindible para un mayor efecto es que estén acompañados de reclamos de ingredientes atractivos, a ser posible exóticos, muy sanos o inesperados: té blanco, saúco, flor de azahar, espirulina, uva tinta, caqui, escaramujo, melocotón blanco, pomelo rosa, alcachofa, pepino, colágeno… Ingredientes que nos llevan a pensar que esas propiedades saludables se lo debemos a su magnánima presencia (y no).

Primero, porque en muchos casos están en cantidades tan insignificantes, que parece que se les cayó un trozo de pomelo dentro del depósito y aprovecharon la coyuntura. Aunque fueran ingredientes milagrosos -que no lo son-, en esas concentraciones difícilmente tendrían algún efecto sobre salud. Juzga tú mismo: bebidas con un 2 % de puré de aloe vera, un 0,5 % de granada, un 0,2 % de zanahoria negra, un 0,2 % de té blanco o “menos de un 0,1 %” de flor de azahar. Todos son casos reales.

Segundo, porque las propiedades saludables no están autorizadas para estos ingredientes reclamo, sino para sustancias más de andar por casa, siempre que se encuentren en ciertas cantidades. Si tiene vitamina C puede presumir de antioxidante, si contiene magnesio te contarán que contribuye al “equilibrio electrolítico” o que “reduce el cansancio y la fatiga” y si hay vitamina B8 asegurará que “ayuda al mantenimiento de la piel y el pelo”. Las posibilidades son infinitas.

El timo del colágeno, un caso de estudio

La bebida funcional que se presenta como el milagro nutricosmético para alimentar y regenerar tu piel desde dentro porque tiene colágeno, no debe su acción prodigiosa al colágeno. De hecho, en la Unión Europea no está autorizada ninguna alegación de propiedades saludables atribuibles al colágeno, porque no hay evidencia científica que avale que ingerirlo tenga un efecto beneficioso sobre la estructura y elasticidad de la piel (ni, por cierto, para el mantenimiento de las articulaciones).

Sí, la piel tiene colágeno y esta proteína es responsable de buena parte de las características de la piel. Pero pensar que comiendo colágeno vas a tener una piel radiante es como pensar que por zamparte unos sesos vas a ser más inteligente o que si comes criadillas… dejemos los ejemplos aquí. De nuevo recurro a Juan Revenga, que explicó en este artículo por qué el colágeno ingerido no tiene memoria para ir directo a donde a ti te apetece que se coloque.

Pero quieres vender esa bebida y destacar que tiene colágeno (no lo neguemos, suena genial y aparenta veracidad), ¿cómo puedes ponerla en el mercado y decir, legalmente, que cuida tu piel? Incluyendo otro nutriente para el que sí se reconozca esa acción beneficiosa, por ejemplo: yodo, vitamina B3, vitamina B2, vitamina B8 o zinc.

En la siguiente vuelta de tuerca, nos encontraremos con que esas vitaminas o minerales que sostienen las propiedades saludables ni siquiera proceden del ingrediente estrella: no están naturalmente presentes en él, sino que se añaden como un ingrediente más, en cantidad suficiente para poder hacer la declaración. Como último argumento, te contaré un secreto: si tan fascinante te parece un agua con un 0,5 % de granada, vas a alucinar cuando descubras que una pieza entera de granada es 100 % granada.

¿Cuánto estás pagando?

Ya sabes que no van a aportarte beneficios, pero es posible que hayas encontrado una bebida con un sabor que te encanta, ¿merece la pena? Los precios son muy variables, oscilan entre los tres euros y los casi siete por litro. Más o menos lo mismo que un litro de agua de lluvia de Tasmania, y más que el agua del Pirineo embotellada en luna llena, puestos a pagar caprichos.

¿No es más provechoso, saludable y nutritivo invertir los tres euros directamente en los caquis, pomelos, melocotones de los que presumen estas bebidas? Puedes acompañarlos de un delicioso y económico vaso -o varios- de agua del grifo: si lo pones en una botella bonita, el efecto será exactamente el mismo (agua en una botella bonita, pero muchísimo más barata).

¿Funcionales o chindogus?

El concepto de “alimento funcional” nació en Japón a mediados de 1980. En Europa, la industria -a pesar de su nombre científico el International Life Sciences está constituido por la industria- los describió en 1999 como “aquellos que, incorporados de forma habitual a la dieta, tienen un efecto positivo sobre alguna función o reducen el riesgo de enfermedad, más allá de su aporte de nutrientes”. Mi compañero Juan Revenga prefiere llamarlos chindogus, inventos que parecen la solución a un problema y resultan ser todo lo contrario; y no puedo más que darle la razón.

Aunque “bebida funcional” suene a pura tecnología al servicio de nuestra alimentación, el término “funcional” no está recogido en la legislación. ¿Sabes lo que son para nuestra normativa la mayoría de estas bebidas? Bebidas analcohólicas, carbonatadas o no, preparadas con agua de consumo humano, aguas preparadas, agua mineral natural o de manantial, que contienen uno o más de los siguientes ingredientes: anhídrido carbónico, azúcares, zumos, purés, disgregados de frutas y/o vegetales, extractos vegetales, vitaminas y minerales, aromas, aditivos autorizados u otros ingredientes alimenticios. Es decir, refrescos: en un paradójico giro de los acontecimientos, su clasificación legal es justo esa de la que pretenden diferenciarse.

¿Puede un refresco decir que ayuda a nuestra piel, que mejora nuestra energía o que tiene propiedades antioxidantes? Sí, con matices. No te negaré que la legislación europea es muy mejorable en ese aspecto, pero no todo vale. Tenemos un reglamento que limita las alegaciones saludables que se pueden hacer en los alimentos, permitiendo solo las que tienen evidencia científica validada por la EFSA y siempre previa autorización de la Comisión Europea. Pero la mayoría de la declaraciones aceptadas se hacen en base a nutrientes, no al alimento completo: así que si un refresco -o cualquier otro producto comestible- tiene cierta cantidad de un compuesto, puede usar cualquiera de los reclamos permitidos para ese compuesto. Aunque el producto en conjunto sea aguachirri (o, incluso, insano).


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