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El escritor feliz en la Puerta del Sol

Javier Reverte, en 2016.© Carlos Rosillo

Fue nuestro hombre en África, el que nos llevó a muchos por primera vez al continente negro de la mano de los grandes clásicos, y nunca se lo agradeceremos bastante. En las páginas de sus libros, especialmente en el iniciático El sueño de África (1996), aprendimos nombres que resbalaban exóticos en la boca, como Bula Matari o Lobengula; conocimos a Selous, a Meinertzhagen, a Ionis, y descubrimos que la obra imprescindible sobre las guerras zulúes era The Washing of Spears de Donald R. Morris o que en el lago Victoria un cocodrilo hacía de juez: le arrojaban los acusados y los que no se comía eran inocentes.

Ha fallecido a los 76 años de un cáncer de hígado el escritor y periodista madrileño Javier Reverte, decano de nuestros viajeros literarios, que parecía tan indestructible con sus pies llenos del polvo de mil caminos, su nariz de patata de secundario de películas de safaris de Hollywood, su humor (decía que el ronroneo del león es como el jadeo de un hombre en el coito) y su enorme y generoso corazón. El viaje y la aventura están de luto. La noticia correrá por las selvas y sabanas apesadumbradas viajando en el sonido de los tambores –esos tambores cuyo toque mgalumtwe, nos enseñó él, significa “un hombre ha sido devorado por un león”–, se recogerán silenciosos los caníbales niam-niam y lanzarán al aire en señal de luto sus flechas envenenadas los yarbari.

Siempre fiel al lema suajili “panapo nia, pana njia” (donde hay un corazón hay un camino), Reverte, gran mitómano, acuñó de niño su amor por el viaje y África en los 11 tomos de las aventuras de Tarzán de los monos (al acabarlos los volvió a leer una y otra vez, hasta que su padre le dijo: “Hay otros libros, Javier”, y llegaron entonces, en la estela del targamani, Jack London, Melville, Hemingway, Dinesen).

Reverte, 30 años de corresponsal y enviado especial, más de media vida viajando, referente fundamental de la literatura del género y pionero del mismo en nuestro país, escribió también novelas (decía que el secreto de sus libros de viajes era aplicar técnicas narrativas en ellos) como El tiempo de los héroes y Banderas en la noche, y también poesía. Fue miembro fundador de la Sociedad Geográfica Española y miembro de honor de la misma. Ha sido para una enorme cantidad de lectores en España el intermediario entre la gran tradición de los viajeros y nuestras vidas cotidianas, un incitador de lecturas y viajes.

Aunque vivió peripecias asombrosas y peligros (no el menor de ellos, la ocasión en la que en un niño soldado le apuntó con su AK-47 a la barriga, decidiendo si lo mataba o no), no era en absoluto un aventurero sin más; cargaba lecturas como Allan Quatermain llevaba colmillos de elefante. Sus lecturas eran la brújula esencial de sus viajes, el motivo mismo de que los hiciera. Así, recorrió África siguiendo los relatos de los exploradores y cazadores clásicos, dando un difícil rodeo para visitar una tumba olvidada o encontrar el rastro del corazón de Livingstone, apartándose del camino para recoger un testimonio sobre Finch Hatton o Bror Blixen, conocer a un hijo adoptivo samburu de Thesiger o ver en Kalenga el cráneo del rey de los wahehe, decapitado por un sargento alemán llamado Merkel.

Fundía como nadie viaje e historia, la experiencia personal y la de los grandes exploradores y escritores. Recorrió el río Congo bajo la advocación de Joseph Conrad, para ver el paisaje que inspiró El corazón de las tinieblas, y de ahí salió otro de sus libros más conocidos, Vagabundo en África. “Allí el paisaje sigue igual que cuando Kurtz perdió su alma”, dijo al presentar el libro en 1998 en la librería Altaïr, que era como su casa, junto a Jordi Esteva. Cumplió muchos sueños, y en eso solo podemos envidiarle: como embarcar en el lago Tanganika en el antiguo barco de guerra alemán Liemba, convertido en ferry. La felicidad que le provocaban esas cosas era contagiosa en sus libros, como lo era su vitalidad y la alegría de gran vividor. Decía que no había nada comparable a caminar por África donde “todo huele a aventura”, un ejercicio de sensualidad desbocada.

Por supuesto, sus viajes no eran solo historia, se relacionaba mucho con la gente de los lugares que visitaba, en la tradición de los grandes viajeros. Ya fuera una mujer ranger (Fabiana, que, por cierto, le tiraba los tejos) o Ernest, un jefe de camelleros que había matado un león de un lanzazo. África, aunque central en su vida –le fascinaba ese paisaje en claroscuro en el que, decía, te encontrabas los lugares más hermosos del mundo y la muerte más atroz, la mezcla de la felicidad de la vida y la vecindad del horror–, no fue lo único, ni mucho menos. Tenía el viaje “metido en vena” y los pasos le llevaron a lugares muy distintos. Al Ártico, sin ir más lejos (!) donde rastreó la memoria de los exploradores del frío y la Expedición de Franklin. A Centroamérica. O a Grecia, de donde se trajo otro libro precioso, lleno de luz y belleza, Corazón de Ulises, y donde se codeó con otros grandes viajeros clásicos, Byron, Lawrence Durrell o Henry Miller, y cumplió otro de sus sueños de niño: visitar Troya. En Suite italiana viajó a Venecia, Trieste y Sicilia con Thomas Mann, Joyce y Lampedusa en el equipaje.

“Hay que viajar como sea”, decía, “la gente que viaja aprende tolerancia”. Y citaba a Aldous Huxley: “Viajar es descubrir que todo el mundo se equivoca”. Cuando en Babelia le pedimos que escogiera su libro de viajes favorito sorprendió con Guía para viajeros inocentes, de Mark Twain, un periplo del escritor por Europa y Tierra Santa del que destacó su capacidad descriptiva del entorno y su agudo sentido del humor. Un libro del género, apuntó, ha de hacer reflexionar, soñar con viajes y divertir, “una difícil mezcla solo al alcance de los genios”, remachó. Y señaló una frase de Twain: “El Arno en Florencia sería un río agradable si se le añadiera agua”. Otra frase que le encantaba, cuando se le preguntaba qué hay que llevar cuando se viaja era de John Huston: “Ya no meto en el equipaje nada que no se pueda beber”.

Siempre se preció de tener muchas lectoras. “Las mujeres son más románticas, y disfrutan mucho con mis libros”, subrayaba, y recordaba que fue su madre la que le inicio en la literatura de aventuras africanas.

Hombre de grandes amigos, amante de la vida, conversador inigualable, Javier Reverte, hermano del también escritor y columnista de EL PAÍS Jorge M. Reverte, tenía un lado de una ingenuidad que desarmaba. Parecía llevar dentro a ese niño que lo condujo por esos mundos de Dios: “Empecé a viajar por los libros que había leído de niño, era un compromiso infantil con mis libros”. Uno de los viajes que nunca podrá ya hacer es el que planeaba con su amigo editor de Ediciones del Viento, Eduardo Riestra, y en el que figuraba como porteador y aprendiz de escopetero, quien firma estas líneas, a la India del Norte tras las huellas de Jim Corbett, el valiente que libró al mundo del leopardo devorador de hombres de Rudraprayag y otros felinos funestos. Nunca iremos a Kumaón juntos, Javier, pero tú ya tienes para ti todo el indomeñable Reino de Opar, donde te recibirán, con el honor que mereces, los grandes viajeros y aventureros que nos regalaste.


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