Ya se sabe, es una mera ceremonia. Vacía, para el gusto de muchos. Ociosa, incluso. Bastaría con un tuit, señalan algunos, para que el presidente diera por cumplida su obligación constitucional de dar periódicamente información al Congreso sobre el estado de la Unión.
Todo pautado, como siempre. El discurso, escrito. Los aplausos, programados. El esfuerzo, concentrado en una buena lectura sobre los dos atriles transparentes. Mayor en este caso, por la edad y por su ligero pero bien perceptible tartamudeo.
Quedaba la incógnita del comportamiento republicano. Con la mayoría en la Cámara, el control de su presidencia y el gamberrismo habitual de un trumpismo muy bien representado, podía esperarse cualquier cosa. Nada significativo.
Aun siendo previsible, no había que despreciar el contenido, cuidadosamente preparado por los equipos de la Casa Blanca para vender el balance de los dos años de una presidencia que ha ido a mejor desde el enorme tropiezo sufrido en Afganistán, especialmente en sus capítulos económicos. Y señalar, claro está, cómo seguir en los dos que restan de presidencia y la eventual repetición de candidatura a la Casa Blanca, con la guerra y el desafío chino en mitad del camino.
Si se presenta de nuevo con 82 años y gana, será el presidente de mayor edad de la historia del país y un emblema de la dificultad para fabricar candidatos, pero de ningún modo un caso único. Konrad Adenauer, canciller fundador de Alemania Federal desde 1949 hasta 1963 llegó con 73 años y dejó el Gobierno a los 87. Dos presidentes italianos dignificaron el cargo en la edad más provecta: Sandro Pertini fue el inquilino del Quirinal durante siete años hasta cumplir los 89 y Giorgio Napolitano durante nueve hasta alcanzar los 90. Ancianos magníficos todos ellos.
Este discurso era la reválida a la que Biden se sometía ante el país, su opinión pública, su partido y sobre todo él mismo, su cuerpo, su mente y sus limitadas capacidades de expresión. Pudo ganar sobradamente en 2020 porque tenía a Trump enfrente, pero no es seguro que pueda y llegue en 2024, incluso teniendo a Trump enfrente. Además, le falla el ticket: no ha cuajado la figura de la vicepresidenta, Kamala Harris, que tantas expectativas levantó al principio. Poco aporta por el momento quien es constitucionalmente su relevo en caso de fallecimiento y electoralmente debiera perpetuar la ambición demócrata de mantenerse en la Casa Blanca en el siguiente envite. Pasada sin mayores consecuencias, ahora solo falta el anuncio formal de su candidatura.
El factor determinante de cualquier presidencia suele ser el más inesperado. En el caso de Biden es la guerra, incertidumbre toda ella, la que tiene mejores cartas para jugar este papel. Su duración, su desenlace, sus costes, el papel asumido por Estados Unidos en su desarrollo y luego en la paz, serán factores cruciales para despejar la niebla que acompaña a esta presidencia otoñal y envuelve el incierto destino del anciano comandante en jefe.
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