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A Star E. W. le intentaron apagar su luz, pero no lo consiguieron. Por eso se nombra así, porque que dice que sigue brillando, porque sale de las adversidades y a pesar de las amenazas y los abusos –entre ellos un abuso sexual impune– sigue trabajando en pro de los derechos de la comunidad LGBTQIA+ desde el exilio en Costa Rica, coordinando la Mesa de Articulación en el Exilio (MESART). Se define como un cuerpo disidente en transición, activista, afrofeminista y natural de Bluefields, en el Caribe Sur de Nicaragua. Pero, ante todo, se define como una persona que transgrede todo lo heteronormativo, razón por la que tuvo que dejar su país en 2018. “No es fácil ser una persona trans y con todas mis interseccionalidades”, afirma Star mediante videollamada.
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Biológicamente, Star nació con vagina. Relata que culturalmente fue muy duro tratar de ponerse frente a su familia y la comunidad. Desde pequeño sabía que era diferente y que eso era malo, así que se reprimía continuamente. “Vengo de un contexto violento, pero aun así tuve la perseverancia de ser un agente de cambio, por eso decidí cambiar mi estrella y estudiar”. Es así como Star comenzó su carrera y se licenció en 2013 en psicología en contextos multiculturales. Pero la discriminación y los abusos no terminaron. Además, todavía la OMS no había eliminado la transexualidad de la lista de enfermedades mentales. Ahora vive exiliado en Costa Rica.
Sobre celebrar el Día del Orgullo, conmemorado este lunes, Star lo tiene claro: “Seguimos demandando al Estado de Nicaragua las medidas que garanticen la seguridad a las personas LGBTQIA+ en el exilio. No celebramos en tierra ajena. Donde quisiéramos estar gritando es en nuestro país, porque nos pesa y nos duele. La sanación no viene de la noche a la mañana, es un proceso y por eso no hay nada que celebrar, sino mucho que demandar”, lamenta Star.
En la comunidad le decían que era una maldición y que se iba a curar. Y al fallecer su madre, la única a la que le agachaba la cabeza, salió de su entorno, pero lo que encontró fuera fue más de lo mismo. Solo por ser una persona trans había menos oportunidades. “Cuando salimos a la calle nuestro rango de vida es de 17 a 35 años, acompañado de violencia y ejerciendo el sexo por sobrevivencia. Es la única manera que tenemos para vivir porque no hay políticas”.
Cuando salimos a la calle nuestro rango de vida es de 17 a 35 años, acompañado de violencia y ejerciendo el sexo por sobrevivencia. Es la única manera que tenemos para vivir porque no hay políticas
Star E. W., persona trans
Damaso Vargas, también solicitante de refugio en Costa Rica, coincide. Ella es una mujer joven transgénero nicaragüense, activista desde los 14 años por los derechos de las personas LGBTQIA+ que reconoce que son muchas las que se ven obligadas a prostituirse como forma de supervivencia. En su caso nunca tuvo que hacerlo. “Gracias al universo no pasé por eso. Las calles de Nicaragua me dan miedo, no a que te maten, sino a que te violen, te peguen o te traten horrible”, explica por videollamada.
No obstante, desde que asumió su identidad, Vargas dice que nunca la ocultó. “Empecé poniéndome tacones y pintándome los labios, pero fue en el activismo cuando aprendí a defender mi identidad desde una perspectiva política y no desde el ‘yo me siento mujer porque me gustan los tacones y el labial’”. Dejó su casa con 16 porque su madre no supo lidiar con la situación, pero la comprende. “Mi mamá no estaba obligada a entender que era ser trans. Ella es súper católica, nació medio siglo antes que yo y vivió otro montón de violencias familiares. Como para venir yo a amargarle los últimos años de su vida con el tema de mi identidad. En la distancia, mi relación con ella ha mejorado y si logra entenderme algún día, estaré feliz”.
Las calles de Nicaragua me dan miedo, no a que te maten, sino a que te violen, te peguen o te traten horrible
Damaso Vargas, solicitante de refugio en Costa Rica
La realidad de Vargas también fue dura en Nicaragua. Puede contar un sinfín de experiencias que hablan de discriminación: un autobús que casi la atropella, la llamada de atención en Secundaria por ir maquillada o cuando en un hospital la nombraban con el “Don” por delante. Ni hablar de tratar de acceder a una vivienda o trabajo.
La discriminación también se observa en el sistema sanitario, bajo el prejuicio de que todas las personas LGBTQIA+ tienen sida. Y es que el único momento en el que supuestamente Nicaragua se preocupó por la salud de las mujeres trans fue en 2009 con el VIH. “El Ministerio de Salud habló de nosotras como personas vulnerables y dijo que se respetaría nuestra identidad. Lastimosamente, lo que hicieron fue estigmatizar a un segmento poblacional entero porque teníamos el cartel de VIH en la frente”, recuerda Vargas.
Con todo, tanto Vargas como Star llevan el activismo en la sangre desde hace años, desde su vivencia personal. En el caso de Star, a raíz de las protestas de 2018, donde asesinaron a su compatriota el periodista Ángel Gahona en Bluefields, y la violencia hacia su propio cuerpo, tuvo que salir del país. “En ese momento la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) me puso las medidas para que un policía me cuidara, los mismos que me habían acosado y asediado. No podía circular en libertad”. Vargas, por su parte, no quería exiliarse, pero tuvo que hacerlo después de presentar un informe en Costa Rica y Estados Unidos sobre las afectaciones a las personas LGBTIQ+ en el marco de las protestas de 2018, cuando era portavoz de la Mesa Nacional de Nicaragua.
En Nicaragua no existe una ley de identidad de género, ni está reconocido el matrimonio igualitario, las familias diversas y la ley de adopción
Braulio Abarca
Y es que, en la Nicaragua de Daniel Ortega, ser una persona gay, trans o lesbiana se convirtió en todo un suplicio al que se suma la influyente iglesia católica en la vida pública del país en temas como el aborto o la educación sexual. El movimiento feminista y LGBTQIA+ llevan tiempo confrontándolos, pero muchas personas defensoras de la diversidad sexual y de género acabaron pagando su osadía y se vieron obligadas a exiliarse en Costa Rica, especialmente desde abril de 2018, a raíz de la contundente represión del Estado al estallido social contra la reforma del sistema de seguridad social. Lo hicieron engrosando la lista de las más de 108.000 personas nicaragüenses que, según ACNUR, abandonaron el país, 85.000 de las cuales buscaron protección en el país vecino.
De hecho, a partir de este momento se hizo latente la persecución a personas defensoras de los derechos humanos. Entre ellas, muchas de las que integraban el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH) , como Braulio Abarca, que lleva ya casi dos años y medio en Costa Rica. Desde San José, Abarca actualmente es defensor del Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca Más, una organización fundada hace dos años por defensores y defensoras procedentes del CENIDH.
Abarca tiene 30 años y estuvo atrapado en el armario hasta los 21, cuando su familia descubrió una foto con otro chico que ahora está exiliado en España. “El nivel de discriminación es muy duro en Nicaragua. Hasta 2008 estaba ratificado y reconocido el delito de sodomía”, recuerda por videollamada. El activista habla de lo dura que es la violencia en el colegio, especialmente en aquellos de origen religioso, donde el propio profesorado definía a las personas del colectivo como diablos. “Por eso estudié Derecho en la universidad; para alzar la voz y defender los derechos humanos en mi país”. Porque, además, como matiza Abarca, estos crímenes contra la población LGBTQIA+ no son considerados de odio.
Especialmente, son las personas trans las que más sufren este y otros tratos discriminatorios. El defensor cuenta el caso de mujeres trans detenidas arbitrariamente, víctimas de tratos inhumanos, tortura, violencia sexual, desnudez forzada, aislamiento y encierro, sin ser reconocida su identidad de género y encerradas en cárceles de hombres. “A la fecha en Nicaragua no existe una ley de identidad de género, ni está reconocido el matrimonio igualitario, las familias diversas y la ley de adopción”, critica Abarca.
La vida en Costa Rica
Star no quería exiliarse, jamás pensó en ello y en los costos tan altos que tendría para su salud psicológica y emocional. Vive cada día con el miedo de una nueva discriminación, como subir al autobús y que nadie se siente a su lado. O que vuelva a suicidarse alguna compañera de la comunidad LGBTQIA+. Cuanto aterrizó en Costa Rica, llegó a una casa de acogida, pero siguió siendo violentado y decidió vivir con personas en su misma situación, así fuera en hacinamiento, para apoyarse mutuamente. “No tenemos el respaldo de las comunidades diversas nacionales porque existe un celo político. Vivimos con la xenofobia y el racismo día a día”. Y con la pandemia todo se dificultó, perdió su trabajo y sus títulos universitarios de Nicaragua no son reconocidos, en parte, porque tienen el nombre que le pusieron sus padres al nacer. Quiere volver a su país y seguir formándose, ser docente de educación formal y multigrado, la segunda carrera que tuvo que dejar cuando el exilio. “La semilla del cambio está en las nuevas generaciones”, resalta Star.
Por otra parte, Abarca afirma que, aunque en Costa Rica hay menos violencia en contra del colectivo, también hay actos de discriminación. “Es un país de puertas abiertas, pero es mentira que exista una completa protección de los derechos humanos a las personas LGBTQIA+ exiliadas. Se dan actos violentos contra ellas; son golpeadas, violentadas sexualmente y la policía se burla. Lamentablemente, no hay política de Estado para evitar este tipo de acciones”. Vargas también considera que la discriminación existe en Costa Rica, aunque aparentemente pueda haber algunos derechos reconocidos para el colectivo. “No en todas las calles te tratan mal, pero te mueves un poquito de barrio y ya te empiezan a mirar igual de feo que en Nicaragua. Además, en Costa Rica existe el matrimonio igualitario, pero es una apuesta del capitalismo rosa, no es un tema de derechos. Lo que quieren es que las parejas diversas europeas vengan a gastarse el dinero, eso es todo”.
Al igual que Star, Abarca también quiere volver a Nicaragua. “Regresar a mis raíces, a la tierra que me vio nacer, ese es mi sueño. Como lo es tener un país libre, estar con mi familia, con la gente que me apoya. Y seguir defendiendo los derechos humanos, alzar la voz por las personas que no pueden, que han sido silenciadas”.
Vargas, en cambio, no desea regresar ni morir en Nicaragua si el país al que volviese es el mismo que dejó, al que califica de totalmente “tóxico”. En realidad, le gustaría irse de Latinoamérica. “Llevo 28 años sobreviviendo: con mi mamá que lavaba ropa para mantenernos, a un papa que bebía cada vez que podía, a la violencia machista y estatal, al exilio, a la desigualdad en un país ajeno. Estoy harta”.
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