El apuñalamiento de Julio César, en los Idus de marzo del año 44 antes de nuestra era, es tal vez el magnicidio más famoso de la historia, con permiso del asesinato de John F. Kennedy en Dallas en 1963. Sobre pocos crímenes se ha escrito tanto y especulado de una manera tan intensa. Y pocos acarrean un valor simbólico tan poderoso y, a la vez, contradictorio. Puede leerse como la historia de una traición o como un intento de acabar con la tiranía. Y seguramente las dos versiones sean correctas. Ronald Syme, uno de los grandes historiadores de la Roma antigua, escribió en su libro de referencia La revolución romana (Crítica): “Las tragedias de la historia no surgen del conflicto entre el bien y el mal convencionales. Son más complejas. César y Bruto, los dos, tenían la razón de su parte”.
Lo más sorprendente es que, dos mil años después, todavía pueda ofrecer novedades y puntos de vista inexplorados. Es lo que ha logrado el escritor y periodista británico Peter Stothard en su obra El último asesino. La caza de los hombres que mataron a Julio César (Ático de los Libros, traducción de Luis Noriega). Autor de otros libros en los que mezcla la literatura de viajes con un profundo conocimiento del mundo antiguo, como On the Spartacus Road (Harper Press) o Alexandria. The Last Nights of Cleopatra (Granta), y exdirector del Times y del Times Literary Supplement, Stothard narra en su nuevo ensayo la persecución implacable a la que fueron sometidos los conspiradores y, a través de ella, el final de la República romana en medio de despiadadas guerras civiles.
El complot para asesinar a César fue un éxito, pero sus consecuencias fueron exactamente las contrarias de las que querían los asesinos. Roma nunca recuperó su libertad y el hijo adoptivo del dictador, Octavio, instauró una monarquía imperial bajo el nombre de Augusto. Alcanzó el poder tras asesinar a sus competidores y arrastrar al mundo romano a una serie de conflictos bélicos despiadados.
La muerte de César, escribe Stothard, sumergió a Roma “en un mundo en el que las viejas certezas se habían desvanecido”. La historiadora Mary Beard explica en su libro SPQR (Crítica) que aquellos Idus de marzo —el día 15— fueron la culminación de un periodo durante el que Roma vivió “una progresiva degeneración del proceso político y una sucesión de atrocidades que durante siglos poblaron la imaginación de los romanos”. Toda esa brutalidad se concentra en la caza de los asesinos del dictador.
“El asesinato de Julio César fue un drama mucho antes de que nadie hiciera una obra de teatro, un libro o una película sobre él”, explica Stothard, de 70 años, en una entrevista por correo electrónico. “El magnicidio de los Idus de marzo fue un asesinato político. El dictador murió en público. Los asesinos se mancharon de sangre sus togas blancas y las sandalias que vestían. Sin embargo, Bruto y Cayo Casio Longino, los héroes del Julio César de Shakespeare y de la mayoría de las películas, no vivieron para ver gran parte de las consecuencias de lo que habían hecho. Mi libro, por primera vez, cuenta toda la historia a través de los ojos del casi desconocido último superviviente de los asesinos”, prosigue Stothard en referencia al personaje principal de su ensayo: Casio de Parma (75-30 a. C.).
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El último asesino en ser alcanzado por la venganza imperial fue uno de esos personajes secundarios de la historia. Estuvo presente en muchos momentos cruciales, pero siempre en segunda fila. También fue un escritor y seguidor de Epicuro, un filósofo helenista que ha llegado hasta nosotros sobre todo como apóstol de todos los placeres, aunque en realidad su pensamiento estaba bastante cerca del estoicismo. Sus objetivos eran enseñar a asimilar los reveses de la existencia como parte de la naturaleza y también a vivir retirado buscando la felicidad. Curiosamente, varios asesinos de César compartían esa filosofía, pero se mantuvieron en la primera, y mortal, línea de la política.
“Casio de Parma fue un secundario en uno de los mayores dramas de la historia”, señala Stothard. “Era uno de los senadores que empuñaron las dagas, probablemente en algún lugar del fondo. No era la estrella del espectáculo, ni siquiera la mejor estrella secundaria. Pero, al igual que muchos actores de un coro teatral, vio más del asesinato de Julio César, sus causas y consecuencias, que cualquiera de los nombres más importantes”.
Con una peculiaridad: en todas las guerras civiles romanas que se libraron en el Mediterráneo en los años siguientes al crimen, siempre eligió el bando equivocado. “En 13 dramáticos años de persecución y guerra, normalmente ignorados por los historiadores, Casio luchó en todos los bandos excepto en el vencedor”, señala Stothard en referencia a los conflictos que estallaron tras la muerte de César, que primero enfrentaron a los conspiradores con Octavio y Marco Antonio, quienes a su vez acabaron luchando entre sí por el control de una República que ya solo existía en el nombre.
“Octavio derrotó a Marco Antonio en el último asalto, y quedó libre para convertirse en el primer emperador, Augusto César”, añade el escritor británico. “Aunque su nuevo gobierno era exactamente lo contrario de aquello por lo que Casio y sus compañeros de conspiración habían combatido, Augusto se cuidó siempre de hacer creer, en la medida de lo posible, que nada había cambiado. Las antiguas instituciones del Senado y del Pueblo permanecieron”. Cuando el último asesino enviado por el nuevo emperador localizó a Casio de Parma en Atenas, donde había buscado refugio, le cortó la cabeza y la llevó a Roma para demostrar que la persecución había terminado. Tal vez ese fue el momento en que la vieja República se desvaneció para siempre.
La rabia y el tesón con la que fueron perseguidos los asesinos, la brutalidad con la que fueron ejecutados algunos de los conspiradores en medio de espantosas torturas ―y si algo sabían hacer bien los romanos, aparte de obras públicas, era torturar― se convierten en el símbolo de una época oscura y, a la vez, brillante porque también fue uno de los momentos de esplendor de Roma. Como ocurre con el mismo asesinato de César, es una historia que tiene dos versiones y, de nuevo, las dos son ciertas.
“La caza de los asesinos de Julio César fue la más organizada, el terror más sistemático dirigido hasta ese momento por los romanos contra sus conciudadanos”, asegura Stothard. “En la noche de los Idus de marzo, los asesinos estaban nerviosos pero optimistas. Al actuar juntos en una empresa conjunta, sin encargarlo a un soldado o a un esclavo, aún esperaban ser vistos como valientes héroes del bien común. Rápidamente, quedó claro que la gente en las calles de Roma, que seguía viendo a César como un populista de su lado, no los veía así”.
Al final, detrás del asesinato de César, se alza una de las grandes preguntas políticas: ¿qué hacer? “Se trata de un debate que durante mucho tiempo tuvo eco en el pensamiento político europeo”, explica el autor. “Los asesinos no eran locos ni ilusos. Eran pensadores, muchos de ellos amigos de César, aunque lo veían como una amenaza para el Estado. La tarea de Casio de Parma, y de los participantes en el complot más reflexivos, era conciliar las antiguas lealtades con lo que era correcto hacer”. Al final, visto lo que ocurrió en los años e incluso siglos siguientes a aquel crimen que quiso salvar la República y trajo la dictadura para el resto de la historia romana, la mejor definición de todo lo ocurrido la dio la siempre lúcida intérprete de la antigüedad Mary Beard cuando escribió que “el asesinato de Julio César es un carajal”.
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