EL PAÍS

El funeral de Benedicto XVI cierra un periodo histórico de la Iglesia

Cuando el reloj de la plaza de San Pedro tocaba las 8.50 de este jueves, víspera del día de la Epifanía, el féretro de Joseph Ratzinger, el papa emérito Benedicto XVI, presidía ya la entrada de la basílica sobre el suelo todavía húmedo por el rocío y la primera niebla. Un sencillo ataúd de ciprés con un Evangelio abierto marcaban el ritual que permitió a los 50.000 fieles que aguardaban fuera del templo rezar el Rosario y despedir al papa difunto. Francisco, el papa reinante, esperaba para presidir una celebración histórica en el altar construido en el exterior del templo. Un acto inédito que dio pie al funeral y entierro del primer papa que renunció al cargo desde 1415, cuando lo hizo Gregorio XII. Ese será su epitafio simbólico, porque en la lápida de su tumba en la cripta de la basílica, que sirvió a Juan Pablo II antes de ser beatificado, quedará solo escrito su nombre y el breve tiempo de su pontificado: siete años, 10 meses y nueve días. Menos incluso de lo que duró su insólito y revolucionario tiempo como papa emérito.

Pocos minutos antes de las 9.30, dos guardias suizos se colocaron junto al féretro de Benedicto XVI. Fue justo antes de que el papa Francisco apareciese en silla de ruedas, empujada por un ayudante, y subiese por una rampa lateral al altar de la plaza, cubierta todavía por la niebla y un frío húmedo. Sus problemas de movilidad, desde hace más de un año debido a los dolores en una rodilla le impiden caminar con normalidad. Por ese motivo, pese a que presidió la celebración, le ayudaba en el altar el cardenal decano del colegio, Giovanni Battista Re, que condujo el rito. Pese a ello, Francisco realizó su homilía, muy religiosa y con pocas referencias directas al difunto. Hasta el momento final: “Benedicto, fiel amigo del Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para siempre su voz”.

Mucho antes de que las campanas a muerto comenzasen a sonar en la plaza de San Pedro, sobre las seis de la mañana, se permitió el acceso a los fieles, que ordenadamente tomaron asiento en las sillas colocadas ante la basílica para dar el último adiós a Benedicto XVI, fallecido el pasado 31 de enero a los 85 años. Esta vez no se repartieron entradas, sino que solo hacía falta ponerse en la fila para entrar en el recinto. La policía de la capital estimó que unos 50.000 fieles acudieron a la ceremonia.

La misa solemne, diseñada en las últimas horas por los maestros de ceremonia del Vaticano, apenas guardó diferencias con la de un papa reinante. Solo algunos detalles, como el hecho de que el cuerpo no fuera con el palio al cuello, el ornamento que indica que el pontífice era reinante en el momento de su muerte, lo distinguen de un funeral y un entierro como el de Juan Pablo II, el último papa que falleció, en abril de 2005, y a cuyo funeral acudieron unas 300.000 personas. Dentro del féretro, un ataúd de tres cajas (ciprés, roble y zinc), se introdujeron los palios utilizados y las monedas del pontificado: siete de oro, según el número de años, 10 de plata, por los meses, y nueve de bronce, indicando los días de su duración.

A las 10.48, un grupo de 12 empleados del Vaticano cogió a hombros el féretro de Benedicto XVI y volvió a llevárselo al interior de la basílica. Francisco se levantó, y en uno de los momentos más solemnes de la celebración, y se colocó en uno de los extremos para bendecirlo antes de que desapareciese de nuevo en el interior de la basílica, mientras se cerraban las cortinas de terciopelo rojo de la entrada y volvían a doblar las campanas. En ese momento, decenas de fieles gritaban “santo subito”, pidiendo la beatificación inmediata del difunto.

Delegaciones invitadas

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La principal novedad es que Francisco presidió una celebración a la que acuden monarcas y presidentes solo a título privado, ya que no se consideraba un funeral de estado. En realidad no era la primera vez que un papa asistía al funeral de su predecesor. En el 18 de febrero 1802, Pío VII acogió los restos mortales de Pío VI, que murió exiliado en Francia en 1799, y cuyo sucesor quiso que regresasen a Roma. Pero fue distinto: habían pasado más de dos años. Y esta vez la solemnidad de la imagen, que quedará para siempre en los archivos, marcará en adelante la manera en que podrán despedirse los pontífices cuando consideren que sus fuerzas ya no les acompañan para llevar su reinado hasta la muerte.

Los últimos días de Benedicto XVI, acosado por los escándalos de corrupción, los casos de pederastia y el robo de documentos personales, fueron particularmente dolorosos. Por eso, la mañana del 11 de febrero, ante un grupo de cardenales, comunicó su histórica decisión. Lo hizo en latín, como gran parte de su funeral ahora, y abrió un camino nuevo en la Iglesia moderna. Los últimos diez años vivió retirado en el monasterio Mater Ecclesiae, en el interior del Vaticano, ya como papa emérito. El secretario personal de Benedicto XVI, monseñor Georg Ganswein, y las cuatro mujeres de instituto Memores Domini que se encargaron de él durante este tiempo, se encontraban en primera fila del funeral, en un lateral del altar mayor.

Las únicas delegaciones invitadas oficialmente fueron la de Italia, por la relación que tiene el Vaticano con el país que lo acoge, y Alemania, por ser el país natal de Ratzinger. El resto acudieron a título personal. En los bancos pudo verse al rey de Bélgica, Felipe; al presidente de Portugal Marcelo Nuno Duarte; el presidente polaco, Andrzej Duda o el ministro del interior francés, Gérald Darmanin. No hubo, sin embargo, representación institucional de la Unión Europea. La reina Sofía, el ministro de la Presidencia española, Félix Bolaños, el presidente de la Conferencia Episcopal Española, Juan José Omella, y la embajadora de España ante la Santa Sede, Isabel Celaá, representaron a España en el palco de invitados.

El funeral de Benedicto XVI culminó sobre las 11.40, cuando su féretro fue enterrado en cripta papal de la basílica. Ese fue el momento en el que la Iglesia católica cerró definitivamente una década histórica en la que dos papas convivieron en un difícil equilibrio y lograron evitar hasta el último día una guerra cultural y de poder entre conservadores y aperturistas. A partir de mañana, Francisco deberá lidiar en soledad con las amenazas que continúan llegando desde el seno de la institución y terminar las grandes reformas que prometió cuando hace diez años sucedió a Joseph Ratzinger.

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