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Navegando por el espacio virtual cualquier idiota puede sentirse un héroe intergaláctico. Con la suprema voluntad concentrada en la yema de un solo dedo, más caprichoso y fulminante que el de Nerón, este idiota con un simple click desde el sofá puede aniquilar al amo del imperio, al Papa de Roma, a todos los monarcas y presidentes de Gobierno, a plutócratas y banqueros, a cualquier pavo real que asome la jeta por alguna pantalla. Se podrá pensar que no se trata de un poder efectivo, sino de un simple juego virtual, pero el hecho de que con su dedo pueda borrar del mapa a cualquier poderoso que aparezca en imagen sirve para compensar la frustración de este ser humillado por la vida, que después de un día de trabajo llega derrotado a casa. Por otra parte, las redes le permiten a este idiota y a otros cientos de millones como él ejercer de jueces de la horca con poder para emitir juicios sumarísimos viscerales contra todo aquel que se atreva a emitir una opinión. De hecho, estos idiotas han acabado estableciendo un régimen de terror en el espacio. Pero no todos los que campan por las redes son tan frustrados. Los hay capaces de encontrar un intersticio en la telaraña y apagar con el dedo un país entero, desmantelar todo el sistema bancario, poner patas arriba desde el Vaticano al Pentágono. Estos hackers son como viejos raqueros de Chicago, que exigían un rescate a cambio de protección. La sociedad moderna cuanto más compleja se ha hecho más vulnerable y si fuera cierto que todo tiende a la unidad platónica, llegará un momento en que todas las redes de la informática, que envuelven el mundo, cada vez más tupidas, se concentrarán en un solo fusible. Ha nacido ya esa criatura que encontrará ese fusible esencial y con un simple click, jugando a ser dios con el dedo, podrá provocar un colapso planetario y dejar a la humanidad sin memoria en plena Edad Media.
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