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Algo pasa en el Caribe y Mesoamérica. Tres de las cuatro últimas temporadas ciclónicas en el Atlántico norte han sido de megahuracanes, con vientos de más de 250 kilómetros por hora. La de 2020 ha batido récords históricos, dejando millones de afectados, ocasionando pérdidas de miles de millones de dólares y debilitando unas comunidades costeras que cada año lo tienen más complicado para levantar cabeza entre las sequías prolongadas, las inundaciones épicas y los vendavales que vienen aumentando desde hace cuatro décadas. Los bosques de manglar, arrecifes coralinos y pastos marinos actúan de barrera natural, protegiendo las costas del oleaje y la subida del nivel del mar, pero se desconoce cómo están reaccionando al aumento en la frecuencia, intensidad y duración de los eventos extremos por el calentamiento global. También se ignora hasta cuándo pueden resistir.
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“En ningún otro lugar del mundo se juntan tantos riesgos climáticos y geológicos en un punto caliente de biodiversidad que, además, está expuesto a fuertes sequías y presiones como el turismo de masas”, afirma la experta en cambio climático y biodiversidad de la Universidad de Wageningen (Holanda), Rosa Maria Román-Cuesta. “La región es un laboratorio natural sobre calentamiento global, como los polos. Si queremos comprender cómo la intensificación de los eventos extremos puede afectar la resiliencia de los ecosistemas y de las sociedades humanas, Centroamérica es el lugar idóneo”, añade.
Responder a esta pregunta urge para salvaguardar sectores económicos clave como la pesca, la agricultura y el turismo; para conservar maravillas naturales como el segundo mayor arrecife coralino del planeta, de 1.000 kilómetros de longitud; y para preservar los servicios que los ecosistemas caribeños ofrecen al mundo de forma gratuita, como el secuestro de carbono azul en los suelos intermareales y bajo el mar. “Los ecosistemas costeros y marinos son vitales para reducir los riesgos asociados al calentamiento global, pero los planes de recuperación económica financiados por grandes donantes suelen pasar por alto la conservación y restauración de estas infraestructuras verdes,” dice Román-Cuesta. Un fenómeno que se ve agravado por la urbanización desordenada y masiva del litoral.
Si queremos comprender cómo la intensificación de los eventos extremos puede afectar la resiliencia de los ecosistemas y de las sociedades humanas, Centroamérica es el lugar idóneo
Rosa Maria Román-Cuesta, experta en cambio climático y biodiversidad
Por ello, la investigadora y el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) se han aliado con socios internacionales como la NASA, la Smithsonian Society y el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (CINVESTAV) de México en el primer estudio en profundidad sobre el impacto de los eventos extremos en los ecosistemas costeros de la región. El objetivo final es apoyar a los Gobiernos en la mejora de sus planes de gestión de riesgos y orientarlos en la creación de espacios protegidos terrestres y marinos. “Es importante que los países tomen decisiones en base a datos científicos y no solo a la intuición”, dice el biogeógrafo Miquel Araújo desde el CSIC-Museo de Historia Natural, que co-lidera este proyecto con participación de ecólogos, oceanógrafos y expertos en clima de seis países y el apoyo de la Fundación BNP Paribas.
El proyecto CORESCAM se apoyará en las bases de datos recabadas durante décadas y de forma independiente por sus socios para estimar la resiliencia de los ecosistemas —o sea, su capacidad de recuperarse y volver a ofrecer servicios como la protección de costas y la provisión de alimentos—. El estudio está explorando el pasado para comprender el presente y, en última instancia, predecir el futuro. El equipo de Araújo, por ejemplo, contribuirá investigando el cambio en la distribución y abundancia de especies en función de variables como el viento, la temperatura y las precipitaciones. “La biogeografía predictiva nació hace solo un par de décadas y es posible gracias a la abundancia de datos a los que tenemos acceso hoy en día”, señala el experto, ilustrando una nueva era de la investigación científica marcada por las herramientas digitales y una mayor colaboración entre países y disciplinas.
La realidad sobre el terreno
La temporada ciclónica 2020 en el Atlántico norte ha cerrado con 30 grandes tormentas frente a un promedio anual de 18. Además de haber aumentado un 77% en apenas cuatro décadas, ahora descargan grandes cantidades de agua, generan vientos más fuertes, se adentran más en la tierra firme y tardan más tiempo en pasar. El investigador del CINVESTAV Jorge Herrera-Silveira, que lleva 20 años estudiando los manglares en México, ya está observando los efectos de los últimos eventos extremos sobre el terreno: “En Yucatán se ha batido el récord de inundación tanto en el nivel como en el tiempo de permanencia del agua. En un primer reconocimiento, ya hemos constatado una mortalidad de manglares superior a la de la temporada de megahuracanes 2017 y todavía quedan por ver los efectos a medio y largo plazo y a escala regional”.
La temporada ciclónica 2020 en el Atlántico norte ha cerrado con 30 grandes tormentas frente a un promedio anual de 18
Esto es preocupante, teniendo en cuenta que, en 2017, estos bosques intermareales sufrieron 30 veces más daños que en las ocho temporadas anteriores. Los manglares son un hábitat de cría para centenares de organismos terrestres y marinos, incluyendo especies de alto valor comercial como la barracuda, el mero gigante y el pez loro guacamayo. El mero gigante se cría en los manglares durante unos seis años y solo se aventura a mar abierto cuando alcanza un metro de longitud. El pez loro guacamayo necesita tanto los manglares como los arrecifes para completar su ciclo de vida y, al comerse las algas, mantiene los corales con vida. Menos manglares significa menos peces y más precariedad para los millares de pescadores artesanales que dependen de las capturas para sobrevivir.
Todo ello se suma a la sobrepesca, el calentamiento del agua del mar y el impacto directo de huracanes como los recientes Iota y Eta que, además de tumbar árboles, arrasan los pastos marinos y los arrecifes. En Cuba, por ejemplo, el 88% de las pesquerías están en estado crítico y a las comunidades costeras cada vez les cuesta más ganarse la vida. “Los peces van a los bajos a comer porque es donde están las algas, el camaroncito, la jaibita [cangrejo]… pero esto ya se ha perdido”, explica un pescador cubano en un estudio reciente sobre los efectos de los huracanes de 2017 en la isla. “Los peces nos dicen ‘¿para qué vamos ahí, si no hay nada?’ Incluso usted coge un pez aquí, lo abre y lo único que tiene dentro es la carnada que usted le puso”. Los pequeños pescadores se encuentran entre las comunidades más vulnerables a los daños ocasionados por los ciclones tropicales, señala la autora principal del estudio e investigadora de la Universidad Rudgers (EE.UU), Victoria Ramezoni.
El crecimiento desmedido de la industria turística ha acabado con grandes extensiones de manglar, disparando la exposición de la costa a riesgos climáticos
La investigadora coincide con Román-Cuesta en incidir sobre el peligro de que los planes de estímulo económico afecten la recuperación de los ecosistemas, de los que, a su vez, dependen la vida, los bienes y el sustento de millones de personas. “Para ser sostenibles y efectivos a largo plazo, los procesos de recuperación económica deben tener en cuenta las sinergias entre el estado de degradación de los ecosistemas, el efecto de los eventos extremos y el impacto de sus propias intervenciones”, dice Ramezoni. “Por ejemplo, los subsidios pueden incentivar la pesca en zonas fragilizadas, dificultando la reconstitución del stock pesquero, mientras que otras actividades pueden afectar la recuperación de los manglares, una barrera imprescindible frente a marejadas y tormentas”.
Un ejemplo es el crecimiento desmedido de la industria turística. La construcción incesante de hoteles, puertos y carreteras en el litoral ha acabado con grandes extensiones de manglar, disparando la exposición de la costa a riesgos climáticos y, en última instancia, volviéndose contra el propio sector, como muestran las inundaciones en la paradisíaca isla mexicana de Holbox en septiembre.
Para que la región salga adelante, los hallazgos científicos deben traducirse en políticas concretas. Y deben hacerlo más rápido. Para Ramezoni, el Caribe y Mesoamérica no son solo laboratorios naturales de cambio climático, sino también espacios de innovación: “Cuba es un claro ejemplo de país que se está posicionando en la vanguardia de temas ambientales; lo que más me sorprende y que no he visto en otros lados es el alto nivel de integración de la ciencia con la gestión”. La isla integra los instrumentos de planeamiento territorial, gestión de riesgos y cambio climático en una plataforma nacional que también tiene en cuenta los recursos naturales.
Reconstrucción verde de Iota y Eta
Diversos países de región han pedido ayuda para la reconstrucción tras el azote de los recientes Iota y Eta, llamando a las puertas de donantes como el Fondo Verde de la ONU, la cooperación estadounidense (USAID), el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE). Para los científicos, ello supone una oportunidad para poner la infraestructura verde en el centro de la recuperación económica, protegiendo y restaurando los manglares, pastos marinos y arrecifes coralinos que llevan miles de años mitigando los embates de las tormentas tropicales. “Las costas verdes protegen las vidas y los intereses económicos de las personas”, remarca Román-Cuesta.
Apostar por los ecosistemas costeros también ayudaría a cumplir una retahíla de iniciativas internacionales: desde el compromiso de países de los cinco continentes con la recuperación verde de la covid-19, hasta la Iniciativa 20×20, que busca restaurar 30 millones de hectáreas de tierras degradadas en América Latina para 2030, pasando por la recién estrenada Década de Restauración de Ecosistemas de la ONU. En mayo, los países también acordarán la nueva hoja de ruta global sobre biodiversidad para la próxima década, que contempla la protección de un 30% de los ecosistemas marinos y terrestres del planeta. Y luego está el acuerdo de París sobre el clima, que todavía es posible cumplir con una apuesta decidida por la economía verde este 2021.
Román-Cuesta lo tiene claro: “Para reflotar los ecosistemas y mitigar el cambio climático necesitamos políticas a largo plazo, que no se vean afectadas por los cambios de Gobierno cada cuatro años, y una apuesta por la ciencia. Solo con estudios a gran escala y a largo plazo podremos comprender como el calentamiento global afecta, y afectará, a la biodiversidad y las sociedades humanas”.
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