Hay décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas. Estas últimas serán recordadas por enmarcar una ruptura histórica en la política exterior alemana. Tras los horrores del Tercer Reich, el país se comprometió a una acción exterior no beligerante, rechazando no solo intervenciones militares (como, por ejemplo, la intervención de la OTAN en Libia en 2011), sino además la exportación de armas a zonas de conflicto. Este compromiso, que muchos daban por integrado en el ADN del país, ha sido desechado por el canciller Olaf Scholz en su discurso del pasado domingo 27 de febrero. En un histórico discurso anunció el envío de armas a Ucrania, que alcanzaría el objetivo de la OTAN de inversión en defensa del 2% en los próximos meses, y una partida extraordinaria de 100.000 millones de euros para modernizar el ejército alemán. Un compromiso que ha exhortado a todos los partidos políticos a incorporarlo a su Constitución.
Hasta la toma de esta decisión, numerosas voces han atacado a la Administración de Scholz, incluyendo los gobiernos de países aliados de Alemania, que han llegado a describir su relación con Rusia como “inmoral”. De hecho, Alemania prohibió enviar armas a Ucrania incluso después de la invasión rusa, aunque demostró no tener los mismos reparos para exportar armas a países como Egipto o Arabia Saudí, implicados en abusos contra los derechos humanos y en conflictos como la guerra civil de Yemen. Es más, este problema fue más allá de sus fronteras debido a que una importante proporción de armamento y equipamiento producida en Europa se realiza en proyectos francoalemanes, sujetos por tanto a este bloqueo. En un contexto de crisis internacional, parecía que Alemania había decidido desmarcarse del conflicto tanto como pudiera. El discurso de Scholz no solo ha puesto fin a esta dinámica, sino también a años de ambivalencia respecto a Rusia y décadas de rechazo a una política exterior estratégica.
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Llama la atención no solo la trascendencia de esta ruptura, sino también su improbabilidad: Scholz ha roto no solo con un rasgo crucial de la identidad nacional alemana, sino también con el merkelianismo del que procede y cuyo legado prometió preservar en la campaña con la que ganó las presidenciales de 2021, así como con las tradiciones de dos de los tres partidos en la coalición de gobierno: el SPD y Los Verdes. En primer lugar, respecto al merkelianismo debe recordarse que, pese al prestigio del que ahora goza entre algunos sectores, la acción exterior alemana con Merkel se caracterizó por priorizar la política comercial sobre los derechos humanos, convirtiéndose en uno de los países occidentales más cercanos a potencias autoritarias como Rusia o China. Además de derivarse de la obsesión germana por el superávit comercial, que desangró a sus socios europeos durante los peores años de la crisis de 2008, este coqueteo de Merkel con la Rusia de Putin es consecuencia de unas relaciones exteriores herederas de la Ostpolitik de la Guerra Fría y de dos errores cometidos por la entonces canciller: el apagón nuclear de 2011 tras el accidente de Fukushima, que hizo depender a Alemania de la importación de gas, y la decisión de exacerbar la dependencia energética de Rusia con la construcción del gasoducto Nord Stream 2. Tras semanas de incómodo silencio sobre qué sucedería con este plan, que Merkel siempre defendió como un proyecto “estrictamente comercial”, Scholz anunció que se suspendería como consecuencia de la invasión. Esto supone el primer alejamiento sustantivo del continuismo que el nuevo canciller prometió en su campaña electoral, incluso tratándose el gasoducto de un proyecto popular entre los votantes alemanes. El mensaje a Moscú es, por tanto, más duro si cabe por su improbabilidad.
Este giro en la política exterior alemana se realiza a contracorriente de las tradiciones de dos de los tres partidos de la coalición de gobierno. Por una parte, invierte la visión histórica del SPD de Alemania como mediadora entre EE UU y Rusia, legado de la Guerra Fría. Por otra parte, se opone a algunos de los principios fundacionales de Los Verdes, que desde los años ochenta se han opuesto a la remilitarización alemana, en la línea de los movimientos ecologistas. Los líderes de estos partidos, el canciller Scholz y la ministra de Asuntos Exteriores, Annalena Baerbock, han considerado que este es un punto de inflexión histórico que requiere romper con las inercias que sus partidos arrastraban, una postura que ha sido aplaudida por todos los partidos del Bundestag, en el Gobierno y en la oposición.
Los análisis que describían a Vladímir Putin como un genio de la geopolítica parecen haber errado. El dictador ruso ha logrado lo que décadas de esfuerzo comunitario fracasaron en alcanzar: las condiciones para una Unión Europea con autonomía estratégica. Durante años, uno de los mayores obstáculos para la construcción de un ejército europeo ha sido la política pacifista de Alemania. El compromiso de inversión del 2% del PIB y la partida extraordinaria de 100.000 millones de euros, conjugados con la sensación de urgencia por la arbitrariedad de la invasión rusa, parecen indicar un cambio de paradigma a escala no solo alemana, sino también comunitaria. En este sentido, cabe destacar que esta será la primera vez que se utilicen fondos comunitarios para el envío de armamento. Este resucitar estratégico tiene también importantes implicaciones para nuestro país, tan acostumbrado al seguidismo en cuestiones de política exterior. Tras unas semanas de relativa ambivalencia respecto al envío de armas, análoga a la alemana, nuestro país tiene ahora la responsabilidad (y la presión pública) de apoyar con armamento la resistencia ucrania.
Por último, la maniobra de Putin ha despertado a los líderes europeos de su letargo respecto a la urgencia de llevar a cabo la transición ecológica hacia energías renovables como queda patente tras el anuncio de Scholz de la neutralidad de carbono antes de 2045. La suspensión del Nord Stream 2 y las exhaustivas sanciones anunciadas la pasada semana servirán como terapia de choque para desengancharse del gas ruso. Pese a que es pronto para comprender en todos sus aspectos las implicaciones del giro estratégico alemán, pocos dudan de que la invasión de Ucrania ha inaugurado una nueva era.
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