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El gato y un reportero: historia de una amistad en medio de la destrucción de Vietnam

Una de las múltiples cualidades que Ernest Hemingway reconocía a los gatos es que nunca pierden la honestidad emocional. Mientras animales sociales como el ser humano aprenden desde cachorros a disfrazar sus sentimientos, los gatos desconocen la hipocresía y el disimulo, lo que hace que sus muestras de afecto, por escasas y reticentes que resulten, sean siempre genuinas.

John (Jack) Laurence, periodista estadounidense, aprendió esa verdad elemental, evidente para cualquiera que haya convivido con gatos, en el Vietnam de finales de los sesenta, al que había acudido como corresponsal de guerra de la CBS. Allí conoció a Mèo, un gato vietnamita recién nacido, roñoso y famélico. Acabaría conviviendo con él un total de 13 años, en tres continentes, y dedicándole un libro espléndido, The Cat from Hué: A Vietnam War Story (2002), crónica de un conflicto atroz vivido desde la trinchera periodística, pero también una de las contadas biografías felinas escritas hasta hoy.

Veinte años después otro libro, Filosofía felina: Los gatos y el sentido de la vida, de John Gray, recién publicado en España por Sexto Piso, recupera la historia de Laurence y el singular compañero de viaje vital al que nunca cometió el error de considerar una simple mascota. Para Gray, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Oxford, la coexistencia íntima entre Mèo y Jack ilustra a la perfección la tesis central de su libro: que tenemos mucho que aprender de los gatos, porque viven de manera acorde a su naturaleza y, por tanto, frente a la neurosis y la insatisfacción sempiterna de los seres humanos, no pierden nunca la capacidad de ser felices.

Una sombra diminuta en el quicio de la puerta

Tal y como lo cuenta Gray, Mèo irrumpió en la vida de Jack con pasos cautos y furtivos. Fue un día de febrero de 1968, en la por entonces fronteriza ciudad de Hué, mientras “dos tribus armadas de adolescentes [el ejército regular de Vietnam del Sur, aliado de Estados Unidos, y la guerrilla comunista del Norte] combatían calle por calle en lo que muy pronto se convirtió en un baño de sangre”. Mèo entró en la sala que compartían los corresponsales de guerra y se aproximó a Laurence para husmear en el interior de su lata de conservas, que el periodista acabaría compartiendo con el pequeño intruso.

El corresponsal John Laurence en Vietnam durante una retransmisión televisiva en la CBS en 1968.CBS Photo Archive (CBS via Getty Images)

Laurence recuerda que el Mèo de pocas semanas era una criatura menuda y muy frágil que le cabía en la palma de la mano, cubierta de polvo y hollín, voraz, impaciente y agresiva. Apenas se dejó acariciar y huyó de la estancia sin mirar atrás en cuanto se acabó la comida. Pero volvió al día siguiente, para darse esta vez un auténtico festín con lonchas de ternera precocinada que devoró sin masticar. Jack aprovechó para lavarlo y sacudirle las pulgas con una toalla empapada, descubriendo así que su aparente color negro no era más que el fruto de la superposición de capas de roña que había ido acumulando. Mèo resultó ser blanco con ribetes anaranjados. Concluida la ablución, se lo metió en el bolsillo y así, sin más, en un impulso guiado por la voluntad de “rescatar algo de vida entre tanta muerte”, lo subió al helicóptero que evacuó al personal estadounidense de la Hué en llamas a la mucho más tranquila ciudad costera de Da Nang.

Allí, Mèo se convirtió en huésped semipermanente de los barracones en los que residían los periodistas. Entraba y salía con total libertad, pero sin perderse ninguna de las cuatro o cinco comidas diarias (pienso, restos de carne o raspas de pescado) que le ofrecían los cocineros vietnamitas, los únicos humanos cuya presencia toleraba de buen grado. Jack describe al Mèo preadolescente como “un pequeño cazador blanco, un asesino nato” que sembraba el terror en el jardín trasero cazando y devorando roedores, reptiles, insectos o pequeñas aves. Incluso la misteriosa desaparición de un pavo real se atribuyó al pequeño.

Por entonces, Laurence compartía sus ratos de ocio con el resto de corresponsales de la prensa internacional, tipos curtidos en mil batallas como el británico Tim Page, los hermanos australianos Simon y David Stuart-Fox o el aventurero, actor y fotoperiodista de Los Ángeles Sean Flynn (hijo del actor Errol Flynn). Tres años antes habían adquirido la costumbre de reunirse en el apartamento que el fotógrafo Steve Northup tenía en Saigón para emborracharse, escuchar música y fumar marihuana. De nuevo en Saigón, en primavera de 1968, Mèo fue frecuente convidado de piedra de este “ritual de supervivencia” entre seres humanos traumatizados y neuróticos, incapaces de conciliar el sueño y de procesar los horrores cotidianos en los que estaban inmersos. Él se sentaba en el alfeizar de la ventana, hierático y sereno, escrutando a través de la neblina de los cigarrillos con ojos “profundos y numinosos, como el mar de la China Meridional”.

Para entonces, el gato se había convertido ya en una celebridad local. Jack le había dedicado un par de líneas en una de sus crónicas, describiéndolo como “el pequeño y peludo superviviente de la matanza de Hué”, y eso despertó la curiosidad de periodistas, militares y personal diplomático, que acudían a verlo y hacerle fotos. Mèo se mostraba, en general, distante y hostil, reaccionando con arañazos y bufidos a la mayoría de intentos de acercase a él. Incluso Jack se acostumbró a considerarlo como “un íntimo enemigo”, una criatura salvaje y arisca que despreciaba sus caricias y se escondía de él para reaparecer por sorpresa saltándole sobre el regazo para mordisquearle las manos cuando estaba adormilado o distraído.

El reportero de guerra John Laurence encontró al gato Mèo cuando estaba cubriendo la Guerra de Vietnam.Getty Images / Collage: Blanca López

Laurence explica en su libro que sentía “un extraño apego” hacia aquella criatura “cada vez más autosuficiente y libre”, rescatada contra su voluntad del caos y la destrucción, y que le desconcertaba “no ser capaz de ganarse ni su cariño, ni su complicidad ni su simpatía”. Ya en Saigón, uno de los colegas de Laurence, víctima de los feroces ataques del temperamental felino, lo bautizó como “el gato del Vietcong”.

Jack consideró incluso la posibilidad de dejarlo a cargo del personal de su hotel cuando le llegó el momento de volver a Estados Unidos. Pero ese instante de duda coincidió con una de las misteriosas desapariciones de Mèo, que hacia mayo de 1968 había adquirido la costumbre de pasarse días enteros sin pisar el cuarto de su anfitrión. Cuando por fin volvió, magullado y exultante, como de costumbre tras sus largas ausencias, Laurence sintió que aquel gato orgulloso y resiliente le había ayudado a conservar “la humanidad y la cordura” en los peores momentos de su vida y que bajo ningún concepto estaba dispuesto a dejarlo atrás.

Tras superar una serie de complejos trámites burocráticos con la ayuda del personal del parque zoológico de Saigón, Laurence consiguió embarcar a Mèo en un vuelo a Nueva York. 36 horas que el gato vivió como “un cruel suplicio”, pero cuyo recuerdo quedó atrás en cuanto cruzaron la aduana y el animal pudo abandonar su pequeña jaula. En Estados Unidos, el corresponsal sufrió un cuadro no diagnosticado de estrés postraumático. Mèo, como si intuyese su dolor, empezó a prodigarle muestras de afecto cada vez más elocuentes. Dejó atrás el agresivo desdén que había sido la base de su convivencia en Saigón y se acostumbró a acomodarse en su regazo, lamerle las yemas de los dedos o dormir junto a él, con la pezuña apoyada sobre su brazo.

Flores de otro mundo

Tal y como explica Gray, mientras Laurence recuperaba gradualmente el equilibrio emocional, “Mèo se dedicó a su vida de ferocidad y goce. Arrancado de su hogar por la locura humana, floreció allí donde estuvo”. Pasó largas temporadas en Connecticut, en casa de la madre de Jack, una mujer tranquila y paciente con la que estableció una conexión instantánea. Luego acompañó a Jack a su nuevo hogar en Manhattan y convivió allí con su pareja, Joy, a la que también se acostumbró sin esfuerzo. En su periplo estadounidense, el gato del sudeste asiático padeció un atropello que pudo ser mortal, sufrió una neumonía y desapareció en un par de ocasiones, como si su espíritu nómada le exigiese renunciar de vez en cuando a la placidez de la rutina doméstica.

Gato salvaje en Vietnam, parecido al que John Laurence describe cuando habla de Mèo.STR (AFP via Getty Images)

En 1970 acompañó a los Laurence al nuevo destino profesional de Jack, Londres, donde nacerían las dos hijas del matrimonio. Para entrar en el Reino Unido, el animal fue sometido a un periodo de cuarentena de seis meses en un refugio estatal. Jack escribió en su libro que su esposa y él lo visitaban con frecuencia, pero Mèo reaccionaba a sus visitas ignorándolos, tal vez “porque nunca entendió el arbitrario castigo al que le estábamos sometiendo, precisamente ahora que él había aceptado renunciar a su orgullosa independencia para formar parte de nuestra familia”.

Las últimas páginas de la crónica felina se dedican a los años en que Mèo residió en el apartamento londinense del hombre que le rescató, pasando las noches hecho un ovillo junto a la hija mayor Jessica, que desde muy pequeña asumió la tarea de alimentarlo, atiborrarlo de golosinas y jugar con él, pero sin olvidarse nunca de compartir pequeños rituales con su viejo camarada Jack, en cuya falda se instalaba para escuchar la radio hasta que llegaba la hora de acostarse y del que se despedía lamiéndole las gotas de whisky de los dedos.

En 1983, el gato contrajo una segunda neumonía y acabó muriendo. Su agonía fue plácida, según escribe Jack: “Había cubierto ya su cupo de vidas posibles, así que se tomaba cada nuevo día como un regalo”. El periodista siempre se reprochó haber intentado trasplantar una flor tropical a un entorno de inviernos tan crudos como el Reino Unido. Gray concluye que la guerra de Vietnam dejó un saldo espantoso: alrededor de dos millones de civiles muertos, 58.000 soldados estadounidenses caídos en combate. Fue una suprema insensatez causada por razones que un gato nunca alcanzaría a comprender. Pero incluso una abominación de tal calibre deja a su paso alguna que otra bella historia. Y entre tanta destrucción, en el preciso instante en que los vientos de la historia se desataban como una feroz galerna contra la ciudad de Hué reduciéndola a escombros, una pequeña criatura, hermosa e impávida, entraba de puntillas en la vida de Jack Laurence para dejar una profunda huella.

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