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El género apocalíptico


Ken Follett, un escritor lúcidamente comercial (dice, y quizá no le falta razón, que es mucho más divertido tener un Maserati en el garaje que un Nobel de Literatura en la vitrina), ha recuperado en su última novela el asunto de la guerra nuclear. Esa es una catástrofe que ya hemos imaginado muchas veces, aunque no debe de ser casual que Follett y sus editores hayan considerado oportuno el tema.

Estos días se habla mucho también de No mires arriba, una película en la que un cometa gigantesco se dirige hacia nuestro planeta. En este caso, sin embargo, el cometa se limita a proporcionar una excusa para mofarse del trumpismo y de la estupidez de los medios de comunicación. Una estupidez, conviene decirlo, a la que cada uno de nosotros aporta su parte alícuota.

Las armas nucleares y el impacto de un cuerpo celeste contra la Tierra componen el dúo estelar del género apocalíptico. Pero desde hace algunas décadas se abre camino una tercera hipótesis mucho más rica en pliegues argumentales: un virus. No descartemos el riesgo de las bacterias si, como predicen los científicos, los antibióticos van perdiendo fuerza ante ellas. La peste negra del siglo XIV parece tener un origen bacteriano. El virus, en cualquier caso, constituye un viejo compañero de la humanidad, con una capacidad demostrada (recuérdese la llamada gripe española y contemplemos a nuestro alrededor los estragos que causa ahora un coronavirus) para amenazar la existencia del bípedo implume.

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Hemos disputado ya varios asaltos, por ejemplo, con el ébola, un virus identificado en 1967 y transmitido al humano, parece, por los colobos rojos (un pequeño primate del África ecuatorial) a través de los chimpancés. Del VIH, con el que convivimos desde hace cuatro décadas, conocemos dos cepas, una supuestamente transmitida por el mangabey fuliginoso (otro pequeño primate del África ecuatorial) y la otra por el chimpancé. Sobre el origen de la covid-19 sólo disponemos por ahora de hipótesis, aunque resulta razonable sospechar que esta vez los monos no están implicados.

La gracia argumental del apocalipsis vírico es doble. Por un lado, admite la negación: es mucho más fácil negar la existencia de un bichito invisible que negar una explosión nuclear o un cuerpo celeste (aunque también se puede, los humanos somos como somos). Por otro lado, un apocalipsis vírico otorga un papel fundamental a la industria farmacéutica, tan imprescindible como amenazante.

No sé si han leído El imperio del dolor, de Patrick Radden Keefe. Me atrevo a decir que deberían, igual que vale la pena leer No digas nada, la anterior investigación del mismo autor. El imperio del dolor cuenta cómo una empresa farmacéutica originó (de forma plenamente consciente) en Estados Unidos una inmensa adicción a los opiáceos.

La misma industria que inventa vacunas puede también proporcionarnos veneno. Si todo sigue como hasta ahora (cambio climático, superpoblación, desforestación, conexión continua entre todos los puntos del planeta), cabe suponer que en el futuro los virus y la farmacia constituirán una parte muy importante (y no necesariamente cómoda) de nuestras vidas.

Visto el presente ensayo general con la covid, un virus relativamente benigno si se compara con otros, nos esperan un montón de emociones. Feliz 2022.

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