El glotón Cavendish no se cansa de ganar en el Tour de Francia

Cavendish levanta los brazos tras ganar en Valence.
Cavendish levanta los brazos tras ganar en Valence.GUILLAUME HORCAJUELO / EFE

El martes por la mañana, el Tour de Francia desciende en coche de la montaña al valle. Al salir de Tignes, una recua de asnos se agarra al borde de un precipicio que roza la carretera. Media docena de animales desdeñan el vértigo hermoso de los valles alpinos, y sus lagos, luminosos por fin, les ofrecen sus cuartos traseros. Asoman sus cabezotas a la carretera, en esa curva cubierta por un paraavalanchas, y con placer, eso parece, las orejas bien tiesas, en trance, respiran profundo los humos tóxicos y los olores que emiten los vehículos por sus tubos de escape, y se quedan suspendidos. Se colocan los pollinos con los vapores del diésel como se colocan los sabios del Tour con los datos, que, dicen, lo dicen todo, y dan la espalda a la belleza del gesto, al valor, al coraje, al instinto competitivo que cada uno lleva en sus genes y no se enseña en las escuelas.

Los hay que todo lo miden, y desde las medidas ven la vida, y no solo las victorias al sprint del Tour de Mark Cavendish, que con la de Valence, en las orillas del Ródano caudaloso, el río que los lleva arrullados por las cigarras cantarinas hasta el Mont Ventoux, el miércoles, ya son 33 en su vida, a una del récord de Eddy Merckx, quien desdeña el dato, como los burros desdeñan el paisaje, porque sabe que la historia no se escribe con números, pero, por si acaso, cuenta los suyos: “Eso no es nada… No creo que Cavendish pueda igualar mis cinco Tours [récord compartido con Anquetil, Hinault e Indurain] ni mis 111 etapas en maillot amarillo [casi el doble que el segundo, Indurain, 60 días]…”

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Es el tercer sprint que gana este Tour el Obús de Man, que corre contra nadie. A tanta velocidad le lanzan los cracks de su Deceuninck –Asgren, de 1.600 a 650m; Ballerini, hasta los 200 y Morkov, casi como el que le colocaba los salmones al dictador en el anzuelo, hasta los 100 últimos metros—que más que la ceremonia de su sprint parecía eso la cuenta atrás para un cohete de la NASA, para desesperación de Van Aert (segundo) y Philipsen (tercero).

Cavendish mide la tersura de sus músculos, y la proclama mínima: “Parecen compota de manzana”, dice, “un puré. Y así está todo el pelotón”. Lo oyen los de los datos, y se ríen, qué exagerados, dicen. Y qué exagerados los que dicen que Pogacar es un monstruo, un caníbal, un enigma de otro mundo, los que hacen épica con su Colombière, los que sospechan de sus acciones…

El Tour bautizado salvaje, cruel rompecorazones y rompeesperanzas es, no más, un paseíto dominical. Merckx es el único caníbal vivo. La única crónica verdadera, dicen, es la que se escribe sabiendo que en su razzia de la Colombière el sábado pasado –en 32 kilómetros rodando solo, adelantando fugados hasta Le Grand Bornand, Pogacar sacó 3m 20s a todos los que luchan por ser segundos– el esloveno movió menos vatios (alcanzó menos potencia) que los que logra en cualquier entrenamiento, prácticamente en su umbral láctico (el nivel al que se puede rodar sin que se dispare la fatiga), sin sobrepasarlo. Lo que significa, añaden, que los que tan lejos quedaron, y tanto se asustaron, rodaron en el fondo en muchos menos vatios, sin llegar a seis por kilo, el nivel mínimo que exige llegar al WorldTour, de lo que suelen hacer.

“No corrió mucho Tadej, corrieron poco los otros. Tadej aún no ha alcanzado el nivel del Tour pasado. Es lo que dicen los datos”, explica desde Colorado Íñigo San Millán, el preparador de Pogacar, que recibe diariamente el contenido de la caja negra del ordenador de la bicicleta del niño esloveno. “De hecho, pese a que haya parecido lo contrario, la primera semana del Tour ha sido de menor velocidad que todas las carreras de una semana que se han corrido. Por eso, por este análisis que mostraba que el pelotón no estaba bien preparado para el Tour, quizás porque algunos equipos no han medido bien los entrenamientos en altura, se decidió en el equipo que Tadej, el más fuerte metabólicamente, como demostró en la contrarreloj, debería atacar de lejos el sábado, y así lo hizo”.

Pogacar no teme que le caiga el cielo sobre la cabeza (ama las nubes bajas que lamen las cumbres, el frío, la lluvia), pero sí el calor y el viento. Los abanicos y el Ventoux, el monte en el que el viento se lleva consigo el oxígeno y en el que habitualmente se rompen los termómetros, que el miércoles ascienden dos veces, y el pelotón derrotado, y sus caras ya olvidadas, tan arrugadas y empapadas como la ropa recién sacada de la centrifugadora, respira con esperanza. Para alentarla, llegando a Valence, los Jumbo de Van Aert y Vingegaard y los Deceuninck del juguetón Alaphilippe, amagaron una par de cunetas. Sobresaltaron a las cigarras y le dieron un susto a Pogacar, quien en persona tuvo que cerrar un hueco abierto a menos de 15 kilómetros. Fue un aviso que el viento de cara dejó en nada.

El viento deja de soplar cuando termina la etapa. Una tormenta comienza a empapar de agua las tierras y las carreteras, rayos y truenos. Las temperaturas bajan. Los amores de Pogacar le son fieles.

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