El gran reemplazo

Manifestación de migrantes en París, este pasado 21 de agosto.
Manifestación de migrantes en París, este pasado 21 de agosto.Vincent Koebel / NurPhoto via Getty Images

Hay ideas que no sirven para nada pero valen para todo. Como, por ejemplo, las que fomentan la paranoia colectiva. En este subgénero de la ficción política, la idea que mejor se vende es la referida a los inmigrantes como causa de muchos males presentes y de horribles desastres futuros. Pasan los años, pasan los siglos, los anunciados desastres futuros no ocurren (los que ocurren tienen otras causas), pero el otro, el supuestamente distinto, siempre es culpable.

El espantajo del “gran reemplazo” será sin duda uno de los temas en la campaña presidencial francesa del año próximo. La familia Le Pen es (ahora junto a Donald Trump) una de las grandes fuentes de inspiración de las ultraderechas del mundo y suele ir un paso por delante. Mientras los de Vox, en España, siguen apegados a la cosa de que los inmigrantes nos roban el trabajo y los subsidios y se dedican intensivamente al crimen (a la pobre gente, entre la jornada laboral, la burocrática y la delictiva, no debe de quedarle tiempo para nada), en Francia ya van por la casilla de que los inmigrantes roban la patria.

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Habrán oído hablar del “gran reemplazo”. Consiste en que las élites, sean quienes sean esas personas, favorecen la inmigración masiva para disponer de una ciudadanía sin arraigo ni voluntad. Entretanto, cambia el color de la piel de la gente, desaparecen los campanarios, se estropea el paisaje y nuestro pequeño mundo se va al garete.

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Lo gracioso del caso consiste en que lo del “gran reemplazo” viene de antiguo, de cuando en Francia no había apenas musulmanes, ni africanos, y había que achacar los males (la “destrucción de la nación” y demás mandangas) a, digamos, los italianos.

Maurice Barrès (1862-1923), finísimo escritor, extravagante ideólogo y figura totémica del nacionalismo francés, empleó a fondo el recurso del rechazo al “otro”. Durante el famoso caso Dreyfus, en el que se acusó falsamente de espionaje a un militar de origen judío, Barrès proclamó que ni él ni nadie podían creer la versión de Dreyfus precisamente porque era judío. La animadversión hacia los judíos es un vicio tradicional en las derechas nacionalistas europeas; el antisemitismo de cierta izquierda es más moderno e igualmente estrambótico.

Barrès, sin embargo, no se quedó ahí. Y lanzó contra el escritor parisiense Émile Zola, uno de los principales defensores de Dreyfus, una deliciosa acusación: “¿Quién es el tal Émile Zola? Miro sus raíces: ese hombre no es francés”. Luego seguía diciendo que entre él y Zola había una frontera: “Los Alpes”. Disfruten del remate: “Porque su padre y la serie de sus ancestros son venecianos, Émile Zola piensa naturalmente como un veneciano desarraigado”.

Quizá Barrès padecía ese problema con “los otros” (venecianos incluidos) porque en el colegio él, canijo y renegrido entre robustos chavales rubios, fue siempre “el otro”, el destino de todas las burlas. A saber. Lo esencial aquí consiste en que el tiempo ha reducido al absurdo las teorías racistas del escritor francés y la gran animadversión que a finales del siglo XIX existía en Francia hacia los inmigrantes italianos. Siempre hubo inmigración y nunca hubo otro “gran reemplazo” que el consignado en las partidas de nacimiento y las actas de defunción.

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