ABRÍ MI primera cuenta de correo electrónico en 1998. Por esos días el fenómeno era todavía reciente, pero ya mi tardanza había comenzado a parecer un acto de escepticismo y aun de terquedad. De manera que 12 años después, cuando empecé a sugerir en público que las redes sociales eran una pérdida de tiempo, que en ellas predominaban el narcisismo risible y el exhibicionismo pueril, y que además estaban estropeando la conversación política, tuve que aceptar la posibilidad de estar equivocándome otra vez: la posibilidad de que me encontrara arrepintiéndome de mis recelos a la vuelta de unos meses y abriendo, yo también, mi cuenta de Twitter, mi página de Facebook. Nunca lo hice, y ahora tengo una certeza: ha sido una de las decisiones más clarividentes que he tomado jamás. Pero pocas veces me ha parecido tan triste tener razón.
Lo pienso ahora que he comenzado a ver por todas partes la resaca de las redes sociales. No es que su popularidad haya decaído, ni su influencia; pero en el último año han aparecido resmas de páginas que prueban, con estudios sociológicos y datos concretos, lo que algunos nos atrevíamos a sugerir sin ellos hace poco menos de una década.
Jaron Lanier publicó el año pasado un libro-panfleto que lo dice con palabras suficientes: Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato. Lanier es un habitante de Silicon Valley: es uno de los inventores de la realidad virtual, por ejemplo, y en su momento hizo tanto como cualquiera por convertir Internet en un fenómeno ubicuo. Es por eso por lo que sus alegatos contra las redes sociales escuecen tanto entre los cautivos. Es alguien que habla desde dentro.
Lanier cree, por ejemplo, que las redes sociales nos están convirtiendo en cabrones (la palabra que usa es assholes, y en la traducción española pone “idiota”. Creo que se queda corta). Lo que quiere decir es que las redes son un ecosistema donde gana quien más atención reciba; y debido a una compleja relación entre los algoritmos y la naturaleza humana, quien más atención recibe es siempre quien insulta, quien agrede, quien matonea o calumnia. Esto sucede, en parte, por la facilidad que dan las redes al trol que todos llevamos dentro, pero también por la manera misteriosa en que las redes minan la empatía: los algoritmos diseñan una realidad a la medida del usuario, fabricada para cada uno de nosotros con nuestros prejuicios y aun nuestros odios; de manera que cada uno va perdiendo con el tiempo la capacidad para entender la realidad de los demás y va ganando, en cambio, cierta facilidad para considerar que todos los demás son sus enemigos. Y en esas condiciones, por supuesto, el ejercicio de la política, en algo imposible, pues las redes están diseñadas para dar un protagonismo inusitado a la paranoia y a la mentira: la verdad no da clics.
¿Cómo responder? Cerrando las redes. Lanier reconoce, por supuesto, las revoluciones pequeñas y grandes que sin las redes no habrían ocurrido. Por eso no dice que las eliminemos de nuestro futuro, sino que nos rebelemos contra las que existen, contra un modelo de negocio montado enteramente sobre la adicción y la manipulación, sobre la explotación económica de nuestros lados más deplorables. Es la única forma, dice, de forzar la invención de un mejor sistema. Lo único que lamento de no tener redes sociales es no darme el gusto, después de leer a Lanier, de cerrarlas para siempre.
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