Una bala perdida en una reyerta entre clanes en el centro de Nápoles había alcanzado pocos días antes a una niña de cuatro años mientras tomaba algo en una terraza con su abuela. La historia de Noemi, la pequeña que terminó en coma por culpa de las heridas en los pulmones que le provocó la munición de guerra utilizada, había dado la vuelta al mundo. Antonio vio la noticia en el telediario justo cuando ya no sabía cómo canalizar el malestar acumulado durante toda una vida de omertà (silencio). Al día siguiente, el 5 de mayo de 2019, decidió acudir a la manifestación convocada en contra de Camorra con tres amigos. Sin plan, solo para acompañar a aquella gente. Pero cuando escuchó que todos los hijos de mafiosos eran iguales, pidió el megáfono.
—Me llamo Antonio Piccirillo. Soy hijo de Rosario Piccirillo, que en su vida cometió muchos errores y fue un camorrista. Amad siempre a vuestros padres, pero disociaos de su estilo de vida, porque no conduce a nada y solo provoca sufrimiento. La mala vida siempre ha sido un asco. Hoy y hace 150 años.
La gente se quedó helada. Picirillo, el capo del clan que gobernó durante décadas el barrio de la Torretta en Nápoles, las callejuelas con olor a salitre y pizza frita que se entrecruzan entre Chiaia y Santa Lucía, era una leyenda del crimen organizado. Su familia se había abierto camino en los años sesenta con el contrabando de cigarrillos. Y así vivieron siempre, sin grandes conflictos. Hasta que Raffaelle Cutolo, histórico líder de la mafia napolitana, creó a finales de los setenta la Nueva Camorra Organizada: un sistema articulado sobre el territorio de forma metódica y jerárquica. La idea era competir con la potente Cosa Nostra. Pero Cutolo quería tajada de todo; y tasó cada cartón de tabaco que se movía en Nápoles. Fue un error. Los contrabandistas eran gente con la piel dura. Y Picirillo y muchos otros no tragaron. Se asociaron con las familias de Secondigliano, el barrio del norte de la ciudad, e ingresaron de pleno derecho en la Camorra para comenzar una guerra sin cuartel.
La ley del silencio
El padre de Antonio, apodado O’biondo (el rubio) y hoy en la cárcel, es hijo de aquel contexto histórico y tomó el relevo de una generación de mafiosos hoy ya casi extinta. Elegante, guapo, siempre bien vestido y discreto. Nada de ruido, siempre buenas palabras. El prototipo del viejo estilo. Entró y salió de prisión durante años. Nunca delató a nadie y mantuvo su imagen. Y lo último que uno espera en este tipo de familias, donde el silencio es la ley, es que un hijo salga públicamente denunciando ese tipo de vida con un megáfono en la mano.
Antonio, 27 años, rubio, ojos verdes, está sentado el martes al mediodía en la mesa de una pequeña taberna del mercado de Santa Lucía. Creció en una familia de la Camorra. Y eso, sustancialmente, dice enseguida, implica tener pocos recuerdos. “Mi padre estuvo muchos años entrando y saliendo. Nos veíamos por breves periodos. No tengo apenas fotos con él. Fue una infancia, digamos, de ausencias. Pero parecía todo normal. No éramos la típica familia de camorristas, en casa se fingía una normalidad. Así que nos contaban todo el día mentiras para esconder lo que pasaba. Las madres mentirosas, como las llamo yo. Mentiras de buena fe, claro, para no hacernos sufrir. Me decían que mi padre era arquitecto, abogado… y esas mentiras se las cuentas luego a tus amigos, a conocidos”.
Únete para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete
El relato era parecido al que escucharon tantos otros hijos, todavía niños, de capos encarcelados. El padre es constructor; y la cárcel —donde toca ir de vez en cuando a charlar en una pequeña estancia sentado en sillas de hierro— era uno de los edificios en los que estaba trabajando. Sucedió así bastante tiempo. Hasta que un día, como cuando los reyes pasan a ser los padres, recuerda, alguien le abrió los ojos. Su mejor amiga, hija de una familia enfrentada a la suya por el control de la zona, le trajo un periódico. En la portada aparecía el padre de Antonio y las palabras “usura”, “extorsión” y “cárcel”. A eso se dedica tu padre, le soltó ella.
Al principio fue duro. Lloró y no entendió nada. Pero pronto ató cabos. “Siempre había gente subiendo y bajando de casa. Se escondían cuando la policía tocaba el timbre porque mi padre estaba en arresto domiciliario y no podía recibir visitas”, recuerda. Poco a poco se acostumbró. E incluso empezó a gustarle. “Los mafiosos viejo estilo, como mi padre, despiertan una cierta fascinación. Siniestra, pero muy magnética. Siempre bien vestidos, muy educados. Saben hablar, moverse… eran muy atentos. Y yo crecí con esa idea de mi padre. Además, nunca tuve la idea clara de por qué algunos me trataban tan bien aquí. Soy un chico muy educado y respetuoso. Pero siempre parecía que merecía más que mis amigos. Veía que si le daba un pelotazo a un cristal o a un puesto en el mercado, a mí no me reñía el propietario, pero a mis amigos sí. Y eso a ellos les impresionaba. Caminar por el barrio con el hijo del boss tenía privilegios”.
Esa idea del privilegio de sangre domina hoy la épica del relato mafioso entre los hijos de los capos. Las series como Gomorra han marcado también el ideario estético y la manera de vivir su condición de familiares de camorristas. Coches, ropa cara, tatuajes. Y una exposición permanente en redes. En Nápoles, pero también en Sicilia o Calabria, donde los lazos de sangre son todavía más fuertes en estas organizaciones. A casi todos les gusta al principio. Pero la decisión de Antonio ha indicado el camino a otros. Como Giosuè, primogénito de uno de los clanes de la ‘Ndrangheta en el municipio calabrés de Rosarno, que también renegó de su familia después de unos primeros escarceos.
Ahí, justamente, un juez comenzó hace unos años a implantar una polémica medida para alejar a los hijos de los mafiosos de sus padres. Roberto Di Bella, presidente del tribunal de menores de Reggio Calabria, diseñó el proyecto Libres para elegir y comenzó a retirar la custodia a un gran número de familias de la ‘Ndrangheta. Una medida dura, algo brutal y muy polémica, que produjo frutos. Y una película.
Antonio no necesitó a nadie. Se hartó solo de todo aquello. Se volcó en el teatro, la música, el mar y la literatura. Pero el día que levantó la voz en la plaza se hizo el silencio en torno a él. En el barrio tuvo algunos problemas. Malas caras, amenazas, escupitajos. Entró en depresión, tuvo trastornos obsesivos. Un mes después fue a ver a su padre a la cárcel de máxima seguridad donde se encontraba. “Me dijo: ‘Si piensas que me has traicionado o me has hecho daño, te equivocas. Sufro por ti, tengo miedo que no logres aguantar esta presión’. Muchos creían que yo también era un camorrista y que me estaba arrepintiendo y colaborando con la justicia. Pusieron mi foto en el periódico al lado de Giuseppe Misso, un tipo que mató a mucha gente y que terminó arrepintiéndose. ¿Yo de qué me tengo que arrepentir? Solo de no haberlo hecho antes”.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.