Hace casi exactamente un año que Donald Trump declaró “soy un hombre de aranceles”. Por una vez, decía la verdad.
A estas alturas, he perdido la cuenta de cuántas veces se han recuperado los mercados al creer que Trump estaba relajando su guerra comercial para, a continuación, enfrentarse al anuncio de que el esperado acuerdo no iba a producirse. La pasada semana volvió a ocurrir: los mercados apostaron por la llegada de la paz comercial entre Estados Unidos y China, pero poco después recibieron el mazazo de la declaración de Trump de que podría no haber acuerdo antes de las elecciones y de la imposición de nuevos aranceles a Brasil y Argentina. De modo que Trump es realmente un hombre de aranceles. ¿Pero, por qué? Después de todo, los resultados de su guerra comercial han sido sistemáticamente malos, tanto desde el punto de vista económico como desde el político.
Les daré una respuesta breve. Pero, primero, hablemos de lo que ha conseguido de hecho la guerra comercial de Trump.
Un aspecto peculiar de la economía de Trump es que, si bien el crecimiento en conjunto ha sido sólido, las áreas de debilidad coinciden precisamente con aquello que el presidente deseaba estimular. Recuerden que el único gran logro legislativo de Trump ha sido un enorme recorte fiscal para las grandes empresas que debía conducir a un repunte de la inversión. En lugar de eso, esas grandes empresas se embolsaron el dinero y la inversión empresarial ha caído.
Por otra parte, se suponía que su guerra comercial iba a disminuir el déficit comercial y a revitalizar la producción estadounidense. Pero el déficit comercial ha crecido, y la producción industrial está debilitándose. Lo cierto es que incluso a los economistas que se oponían a los recortes fiscales y a los aranceles de Trump les sorprende lo mal que estos están funcionando. La explicación más común que se da a estos malos resultados es que la política arancelaria trumpiana está creando mucha incertidumbre, y eso está dando a las empresas un fuerte incentivo para posponer cualquier plan que pudieran tener de construir nuevas fábricas y crear puestos de trabajo.
Sin embargo, en ese caso, ¿por qué no hace Trump lo que los mercados siguen equivocadamente esperando que haga y se olvida del tema? Su continua obsesión con los aranceles parece particularmente extraña teniendo en cuenta que cada vez hay más pruebas de que le está perjudicando en el plano político.
Es importante comprender que el proteccionismo trumpiano no ha sido una respuesta a una corriente de opinión pública. Lo que puedo decirles después de la interminable serie de conversaciones en restaurantes con tipos blancos (que son, como todos sabemos, los únicos estadounidenses que importan), estos votantes se guían más por la animosidad hacia los inmigrantes y la sensación de que los estirados progresistas los miran por encima del hombro que por la política comercial.
Y la opinión pública parece haberse vuelto mucho menos proteccionista a medida que Trump ha ido aumentando los aranceles, y el porcentaje de estadounidenses que opinan que los tratados de libre comercio son buenos es más alto que nunca.
De modo que la guerra comercial de Trump está perdiendo apoyo, no ganándolo. Y un análisis reciente concluye que fue un factor que perjudicó a los republicanos en las elecciones de mitad de mandato de 2018, y les hizo perder un número significativo de escaños en el Congreso.
No obstante, Trump persiste. ¿Por qué lo hace? Una respuesta es que Trump tiene desde hace mucho una fijación con la idea de que los aranceles son la respuesta a los problemas de Estados Unidos, y no es el tipo de hombre que reconsidere sus prejuicios a la luz de las pruebas. Pero hay algo más: el derecho comercial estadounidense le ofrece más libertad de acción —más capacidad para hacer lo que quiera— que cualquier otra área política.
La historia básica es que hace mucho —de hecho, tras la desastrosa ley arancelaria de Smoot-Hawley aprobada en 1930— el Congreso limitó deliberadamente su intervención en la política comercial. A cambio, le dio al presidente la capacidad de negociar con otros países acuerdos comerciales que después serían sometidos a votaciones de aprobación o rechazo sin enmiendas.
Sin embargo, siempre estuvo claro que este sistema requería cierta flexibilidad para responder a los acontecimientos. De modo que se daba al poder ejecutivo la capacidad de imponer aranceles temporales en determinadas situaciones: aumento excesivo de las importaciones, amenazas a la seguridad nacional o prácticas desleales de gobiernos extranjeros. La idea era que unos expertos independientes determinasen si estas condiciones se daban y en qué momento, y el presidente decidiese entonces si actuar o no.
Este sistema funcionó bien durante muchos años. Sin embargo, ha resultado ser extremadamente vulnerable ante alguien como Trump, para quien todo es partidista y para quien “experto” es un insulto. Las justificaciones que Trump ha hecho de los aranceles han sido a menudo claramente absurdas. En serio, ¿quién piensa que las importaciones de acero canadiense hacen peligrar la seguridad nacional? Pero no hay una forma clara de impedirle que imponga aranceles siempre que le apetezca.
Y tampoco hay una forma clara de impedir que sus funcionarios concedan a determinadas empresas exenciones arancelarias supuestamente basadas en criterios económicos, pero que en realidad son una recompensa a su respaldo político.
Así que esta es la razón de que Trump sea un hombre de aranceles: le permiten ejercer un poder sin restricciones para recompensar a sus amigos y castigar a sus enemigos. Cualquiera que piense que va a cambiar de estilo y empezar a comportarse de manera responsable vive en un mundo imaginario.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2019. Traducción de News Clips
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