El primer ataque con gas de la historia arrasó a las tropas francesas atrincheradas cerca del pequeño pueblo de Ypres, en Bélgica. Al despertar en la madrugada del jueves 22 de abril de 1915, los soldados vieron una enorme nube verdosa que reptaba hacia ellos por la Tierra de Nadie. Dos veces más alta que un hombre y tan densa como la niebla invernal, se estiraba de un lado a otro del horizonte, a lo largo de seis kilómetros. A su paso las hojas de los árboles se marchitaban, las aves caían muertas desde el cielo y el pasto se teñía de un color metálico enfermizo. Un aroma similar a piña y lavandina cosquilleó las gargantas de los soldados cuando el gas reaccionó con la mucosa de sus pulmones, formando ácido clorhídrico. A medida que la nube se empozaba en las trincheras, cientos de hombres se desplomaron convulsionando, ahogándose en sus propias flemas, con mocos amarillos burbujeando en su boca, su piel azulada por la falta de oxígeno. «Los meteorólogos tenían razón. Era un día hermoso, el sol brillaba. Donde había pasto, resplandecía verde. Debiéramos haber estado yendo a un pícnic, no haciendo lo que íbamos a hacer», escribió Willi Siebert, uno de los soldados que abrió parte de los seis mil cilindros de gas cloro que los alemanes derramaron esa mañana en Ypres. «De pronto escuchamos a los franceses gritando. En menos de un minuto comencé a oír la mayor descarga de municiones de rifle y ametralladoras que escuché en mi vida. Cada cañón de artillería, cada rifle, cada ametralladora que tenían los franceses tiene que haber sido disparado. Jamás oí un estruendo similar. La lluvia de balas que pasaba silbando sobre nuestras cabezas era increíble, pero no estaba deteniendo el gas. El viento seguía empujándolo hacia las líneas francesas. Escuchamos a las vacas berrear y los caballos relinchar. Los franceses siguieron disparando. Era imposible que vieran a qué estaban disparando. En unos quince minutos el fuego comenzó a detenerse. Después de media hora, solo disparos ocasionales. Entonces todo volvió a estar tranquilo. En un rato el aire se había despejado y caminamos más allá de las botellas de gas vacías. Lo que vimos fue la muerte total. Nada estaba vivo. Todos los animales habían salido de sus agujeros para morir. Conejos, topos, ratas y ratones muertos en todas partes. El olor del gas aún flotaba en el aire. Colgaba de los pocos arbustos que habían quedado. Cuando llegamos a las líneas francesas, las trincheras estaban vacías, pero a media milla los cuerpos de los soldados franceses estaban esparcidos por todas partes. Fue increíble. Luego vimos que había algunos ingleses. Uno podía ver cómo los hombres se habían arañado la cara y el cuello, tratando de volver a respirar. Algunos se habían disparado a sí mismos. Los caballos, aún en los establos, las vacas, los pollos, todo, todos estaban muertos. Todo, incluso los insectos estaban muertos.»
El hombre que había planificado el ataque con gas en Ypres era el creador de esa nueva forma de hacer la guerra, el químico Fritz Haber. De raíces judías, Haber era un verdadero genio, y tal vez la única persona en ese campo de batalla capaz de comprender las complejas reacciones moleculares que volvieron negra la piel de los mil quinientos soldados muertos en Ypres. El éxito de su misión le valió un ascenso al rango de capitán, una promoción a la jefatura de la sección de Química del Ministerio de Guerra y una cena con el mismísimo káiser Guillermo II. Pero al volver a Berlín Haber fue confrontado por su esposa. Clara Immerwahr –la primera mujer en recibir un doctorado en química de una universidad alemana– no solo había visto el efecto del gas sobre animales en el laboratorio, sino que había estado muy cerca de perder a su marido, cuando el viento cambió de súbito en una de las pruebas de campo. El gas sopló directo hacia la colina desde la cual Haber, montado sobre su caballo, dirigía a sus tropas. Fritz se salvó de milagro, pero uno de sus ayudantes no pudo escapar de la nube tóxica; Clara lo vio morir en el suelo, retorciéndose como si hubiera sido invadido por un ejército de hormigas hambrientas. Cuando Haber regresó victorioso de la masacre de Ypres, Clara lo acusó de haber pervertido la ciencia al crear un método para exterminar humanos a escala industrial, pero Fritz la ignoró por completo: para él, la guerra era la guerra y la muerte era la muerte, fuera cual fuera el medio de infligirla. Aprovechó su permiso de dos días para invitar a todos sus amigos a una fiesta que duró hasta la madrugada, al final de la cual su mujer bajó al jardín, se quitó los zapatos y se disparó en el pecho con el revólver de servicio de su marido. Murió desangrada en los brazos de su hijo de trece años, quien corrió escaleras abajo al escuchar el balazo. Aún en estado de shock, Fritz Haber fue obligado a viajar al día siguiente para supervisar un ataque de gas en el frente oriental. Durante el resto de la guerra continuó refinando métodos para desplegar el veneno con mayor eficacia, acosado por el espectro de su mujer. «Realmente me hace bien, cada tantos días, estar en el frente, donde las balas vuelan. Allí lo único que importa es el instante, y el único deber es hacer lo que uno pueda dentro de los límites de la trinchera. Y luego, de vuelta en el centro de comando, encadenado al teléfono, donde escucho en mi corazón las palabras que la pobre mujer me dijo una vez, y en una visión nacida del agotamiento, veo su cabeza emerger entre los telegramas. Y sufro.»
Luego del armisticio de 1918, Fritz Haber fue declarado criminal de guerra por los aliados, a pesar de que ellos habían utilizado el gas con el mismo fervor que las potencias del Eje. Tuvo que escapar de Alemania y refugiarse en Suiza, donde recibió la noticia de que había obtenido el Premio Nobel de Química por un descubrimiento que había hecho poco antes de la guerra, y que en las décadas siguientes alteraría el destino de la especie humana.
En 1907, Haber fue el primero en extraer nitrógeno –el principal nutriente que las plantas necesitan para crecer– directamente del aire. Con ello, solucionó, del día a la mañana, la escasez de fertilizantes que a principios del siglo XX amenazaba con desencadenar una hambruna global como no se había visto nunca antes; de no haber sido por Haber, cientos de millones de personas que hasta entonces dependían de sustancias naturales como el guano y el salitre para abonar sus cultivos podrían haber muerto por falta de alimentos. En siglos anteriores, la demanda insaciable de Europa había llevado a bandas inglesas a viajar hasta Egipto para saquear las catacumbas de los antiguos faraones no en busca de oro, joyas, o antigüedades, sino del nitrógeno contenido en los huesos de los miles de esclavos con que los reyes del Nilo se habían inhumado para que continuaran sirviéndolos más allá de la muerte. Los ladrones de tumbas ingleses ya habían agotado las reservas de Europa continental; desenterraron más de tres millones de esqueletos, incluyendo las osamentas de cientos de miles de soldados y caballos muertos en las batallas de Austerlitz, Leipzig y Waterloo, para enviarlos en barco al puerto de Hull, en el norte de Inglaterra, donde eran molidos en los trituradores de huesos de Yorkshire para fertilizar los campos verdes de Albión. Al otro lado del Atlántico, los cráneos de más de treinta millones de bisontes masacrados en las praderas norteamericanas eran recogidos uno a uno por campesinos e indios pobres, para venderlos al Sindicato de Huesos de Dakota del Norte, que los amontonaba hasta formar una pila del tamaño de una iglesia antes de transportarlos a la fábrica que los molía para producir fertilizante y «negro-hueso», el pigmento más oscuro que se podía encontrar en esa época. Lo que Haber había logrado en el laboratorio, Carl Bosch, el ingeniero principal del gigante químico alemán BASF, lo convirtió en un proceso industrial capaz de producir cientos de toneladas de nitrógeno en una fábrica del tamaño de una pequeña ciudad, operada por más de cincuenta mil trabajadores. El proceso Haber-Bosch fue el descubrimiento químico más importante del siglo XX: al duplicar la cantidad de nitrógeno disponible, permitió la explosión demográfica que hizo crecer la población humana de 1,6 a 7 mil millones de personas en menos de cien años. Hoy, cerca del cincuenta por ciento de los átomos de nitrógeno de nuestros cuerpos han sido creados de forma artificial, y más de la mitad de la población mundial depende de alimentos fertilizados gracias al invento de Haber. El mundo moderno no podría existir sin el hombre que «extrajo pan del aire», según palabras de la prensa de su época, aunque el uso inmediato de su milagroso hallazgo no fue alimentar a las masas hambrientas, sino proveer a Alemania de la materia prima que necesitaba para seguir fabricando pólvora y explosivos durante la Primera Guerra Mundial, luego de que la flota inglesa cortara su acceso al salitre chileno. Con el nitrógeno de Haber, el conflicto europeo se prolongó dos años más, aumentando las bajas de ambos lados en varios millones de personas.
Uno de los que sufrió debido a la extensión de la guerra fue un joven cadete de veinticinco años; aspirante a artista, había rehuido el servicio militar obligatorio de todas las formas posibles, hasta que la policía llegó a buscarlo al número 34 de la calle Schleissheimer, en Múnich, en enero de 1914. Bajo amenaza de prisión, se presentó al examen médico en Salzburgo, pero lo declararon «no apto, demasiado débil e incapaz de portar armas». En agosto de ese año –cuando miles de hombres se inscribían voluntariamente en las fuer- , sin poder contener sus ganas de participar en la guerra venidera–, el joven pintor tuvo un súbito cambio de actitud: le escribió una petición personal al rey Luis III de Baviera para poder servir como austriaco en el ejército bávaro. El permiso llegó al día siguiente.
Adi, como lo llamaban cariñosamente sus compañeros del Regimiento List, fue enviado directamente a la batalla que en Alemania llegó a ser conocida como Kindermord bei Ypern, la matanza de los inocentes, ya que cuarenta mil jóvenes recién enlistados murieron en solo veinte días. De los doscientos cincuenta hombres que formaban su compañía, solo cuarenta lograron sobrevivir; Adi fue uno de ellos. Recibió la Cruz de Hierro, fue promovido a cabo y nombrado mensajero de la Sede de su Regimiento, por lo que pasó los siguientes años a una cómoda distancia del frente, leyendo libros de política y jugando con un fox terrier que adoptó y llamó Fuchsl, zorrito. Ocupaba sus tiempos muertos pintando acuarelas azuladas y haciendo bocetos a carboncillo de su mascota y de la vida en las barracas. El 15 octubre de 1918, mientras languidecía esperando nuevas órdenes, fue momentáneamente cegado por un ataque con gas mostaza lanzado por los ingleses, y pasó las últimas semanas de la guerra convaleciendo en un hospital del pequeño pueblo de Pasewalk, en Pomerania, sintiendo que sus ojos se habían convertido en dos carbones al rojo vivo. Cuando supo las noticias de la derrota de Alemania y la abdicación firmada por el káiser Guillermo II sufrió un segundo ataque de ceguera, muy distinto al que le había causado el gas: «Todo se volvió negro ante mis ojos. Volví al pabellón a tientas y tambaleando, me lancé en mi litera, y hundí mi cabeza ardiendo en mi almohada», recordó años después, en una celda de la prisión de Landsberg, acusado de traición por dirigir un fallido golpe de Estado. Allí pasó nueve meses consumido por el odio, aún humillado por las condiciones impuestas a su país de adopción por las potencias vencedoras, y por la cobardía de los generales, que se habían rendido en vez de pelear hasta el último hombre. Desde la cárcel planeó su venganza: escribió un libro sobre su lucha personal y detalló un plan para alzar a Alemania sobre todas las naciones del mundo, algo que estaba dispuesto a hacer con sus propias manos si llegase a ser necesario. En el periodo de entreguerras, mientras Adi escalaba hasta la cima del Partido Nacionalsocialista Obrero, gritando las arengas del discurso racista y antisemita que lo acabaría coronando como el Führer de toda Alemania, Fritz Haber hacía sus propios esfuerzos por recomponer la gloria perdida de su patria.
Envalentonado por el éxito que había tenido con el nitrógeno, Haber se propuso reconstruir la República de Weimar y pagar las reparaciones de guerra que estrangulaban su economía mediante un proceso tan prodigioso como el que le había valido el Nobel: cosechar oro de las olas del mar. Viajando con una identidad falsa para no levantar sospechas, recolectó cinco mil muestras de agua de diversos mares del mundo, trozos de hielo del Polo Norte y témpanos de la Antártida. Estaba convencido de que podía minar el oro disuelto en los océanos, pero luego de años de arduo trabajo tuvo que aceptar que su cálculo original había sobrestimado el contenido de este metal precioso en varias órdenes de magnitud. Volvió a su país con las manos vacías.
En Alemania se refugió en su trabajo como director del Instituto Kaiser Wilhelm de Química-Física y Electroquímica mientras el antisemitismo iba creciendo a su alrededor. Momentáneamente protegido en el oasis académico, Haber y su equipo produjeron múltiples nuevas sustancias; una de ellas usaba el cianuro para formar un pesticida en gas cuya acción era tan violenta que lo bautizaron Zyklon, la palabra alemana que designa los vientos de un huracán. La efectividad radical del compuesto asombró a los entomólogos que lo utilizaron por primera vez, para despiojar un barco que cubría la ruta entre Hamburgo y Nueva York, quienes le escribieron directamente a Haber para elogiar «la extremada elegancia del proceso de erradicación». Haber fundó el Comisionado Nacional para el Control de Pestes; desde allí organizó la matanza de chinches y pulgas en los submarinos de la armada y ratas y cucarachas en las barracas del ejército. Luchó contra una verdadera legión de polillas que atacaba la harina que el gobierno acumulaba en silos repartidos a lo largo de todo el territorio nacional, y que Haber describió a sus superiores como «una plaga bíblica que amenazaba el bienestar del espacio vital germano», sin saber que ellos habían comenzado a implementar la persecución de todos los que compartían las raíces judías de Haber.
Fritz se había convertido al cristianismo a los veinticinco años. Estaba tan identificado con su país y sus costumbres que sus hijos solo se enteraron de su ascendencia cuando él les dijo que debían escapar de Alemania. Haber huyó después de ellos y pidió asilo en Inglaterra, pero fue violentamente repudiado por sus colegas británicos, quienes conocían el rol que había jugado en la guerra química. Tuvo que abandonar la isla poco después de llegar. Desde allí se escabulló de un país a otro, intentando alcanzar Palestina, con el pecho apretado por el dolor, ya que sus vasos sanguíneos no eran capaces de llevar suficiente sangre a su corazón. Murió en Basel, en 1934, abrazado al cilindro con el que dilataba sus arterias coronarias, sin saber que pocos años más tarde el pesticida que él había ayudado a crear sería utilizado por los nazis en sus cámaras de gas para asesinar a su media hermana, a su cuñado, a sus sobrinos, y a tantos otros judíos que murieron en cuclillas, con los músculos agarrotados y la piel cubierta de manchas rojas y verdes, sangrando por los oídos, echando espuma por la boca, con los más jóvenes aplastando a los niños y a los ancianos en su intento por escalar la pila de cuerpos desnudos y poder respirar unos minutos más, unos segundos más, ya que el Zyklon B se empozaba cerca del suelo luego de ser vertido por ranuras en el techo. Una vez que la niebla de cianuro era disipada por ventiladores, los cadáveres eran arrastrados a enormes hornos e incinerados. Sus cenizas fueron enterradas en fosas comunes, vertidas en ríos y estanques o esparcidas como abono en los campos de los alrededores.
Entre las pocas cosas que Fritz Haber tenía consigo al morir hallaron una carta escrita a su mujer. En ella, Haber le confiesa que siente una culpa insoportable; pero no por el rol que jugó en la muerte de tantos seres humanos, directa o indirectamente, sino porque su método para extraer nitrógeno del aire había alterado de tal forma el equilibrio natural del planeta que él temía que el futuro de este mundo no pertenecería al ser humano sino a las plantas, ya que bastaría que la población mundial disminuyera a un nivel premoderno durante tan solo un par de décadas para que ellas fueran libres de crecer sin freno, aprovechando el exceso de nutrientes que la humanidad les había legado para esparcirse sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo, ahogando todas las formas de vida bajo un verdor terrible.
‘Un verdor terrible’
Autor: Benjamín Labatut
Editorial: Anagrama
Formato: Tapa blando o bolsillo. 224 páginas
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