Volvíamos a Madrid del Festival Literario Cuéntalo, en Logroño, con la sonrisa puesta porque en la charla habíamos estado ingeniosos y se nos había recompensado con aplausos, buen vino y una comida a la altura de Logroño, que ya es. Conducía Luis Landero y nuestro GPS respondía al nombre de Mercedes, una señorita que se reveló tan amable como retorcida, porque a la primera de cambio nos desvió de la ruta y nos vimos perdidos por carreteras inhóspitas de una España bastante vacía, tan vacía estaba que cabe pensar que no hubo en el pasado ni un solo día en que estuviera llena. Fue una hora la que anduvimos perdidos por carreterillas de antaño, con un horizonte abierto y pintado a acuarela, como de John Ford. La tal Mercedes, robot con mala fe, quiso hacernos protagonistas de uno de esos argumentos distópicos que tanto abundan en Netflix. A mí se me subió a la cabeza el verso de Machado, “Yo voy soñando caminos”. Y sí, iba soñando caminos, soñaba con otra vida posible: la de haber tenido a Landero de profesor de literatura en la Escuela de Arte Dramático. Eso significaría que ahora sería cómica, más joven, y que regresaría a casa tras un bolo teatral.
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De todo hablamos. Hay cosas que se quedarán para siempre en aquella burbuja sobre ruedas y otras que se pueden contar. Charlamos, por ejemplo, sobre los clubes de lectura, esos vigorosos encuentros que se han convertido en células de aprendizaje. Lo que se siente, cuando eres invitada a uno de ellos, es que entras en un club privado y selecto en donde antes de tu presencia se ha celebrado un acercamiento inusual a la literatura. Habitualmente los conforman mujeres: ellas compran los libros, ellas hacen por reunirse, ellas los comentan. De vez en cuando, uno o dos hombres se unen a eso que Casado llamaría aquelarre, pero es algo excepcional. Las mujeres leen de todo, no se guían por el sexo de quien escribe; los hombres tienen una reticencia, no sé si inconsciente, a entregarse a argumentos que consideran femeninos, desconfían. Por eso me pareció tramposa la polémica sobre la tal Carmen Mola, pseudónimo que escondía a tres hombres, porque en realidad la gracia de sus novelas consiste en pretender que de una mente femenina pueden salir argumentos tan sangrientos como de la de un varón. Conseguir la igualdad a través del gore es sin duda un avance, limitado.
Esta misma semana leía sobre un libro, Wonderworks, del neurólogo Agnus Fletcher, que ha analizado de qué manera 25 argumentos de la literatura de todos los tiempos, de Homero a Elena Ferrante, afectan a nuestra forma de pensar, no solo a través de la pura identificación con personajes que se nos parecen sino al generar empatía con quienes nos resultan ajenos. Los cambios que se producen en nuestro cerebro al ser sometido a la experiencia artística se habían estudiado en la música y la pintura. Toca el turno a la literatura. Aceptando que la ficción flexibiliza nuestras conexiones neuronales, ¿cómo no pensar que los hombres y las mujeres nos acercaríamos más, en este momento de relaciones conflictivas, si ellos confiaran en la literatura escrita por una mujer? Si además de eso, compartieran su opinión con otras personas, si se dieran cuenta de que es una buena forma de relacionarse y de autoconocimiento, tal vez vencerían esa rigidez. Decía Martin Scorsese que jamás tuvo con su padre conversaciones íntimas, pero que a través de los argumentos de las películas de los que ambos eran devotos consiguieron decirse muchas cosas que la vergüenza les impedía compartir.
Cuando escribes un artículo de opinión política acuden los hombres a las redes, excitados por un buen anzuelo, opinando con pasión y a veces sentando cátedra, como si se movieran por un planeta del que conocen su orografía y en el que tú eres una extranjera. Cuando el asunto es cultural, ay, muchos de ellos se desvanecen y entran las mujeres en tromba para tomar nota de nuevas lecturas, para añadir otras, ficción literaria, series, cine. Aviso, no hay ningún resentimiento en lo que digo, al contrario, me pregunto por qué esta inercia no cambia, por qué resiste ese desdén dieciochesco hacia las mujeres y sus novelitas. Puede que nos hagan falta más Landeros en las aulas, hombres que se acerquen a las mujeres sin reticencia y con curiosidad. Cuando las mujeres identificamos un ejemplar así, un hombre abierto a escucharnos, es lógico que lo veneremos.
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