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El hombre que fue la Galerna


Cuando llegamos Ana, el bebé y yo a Madrid, no teníamos aún casa y nos metimos a vivir dos semanas en el piso de unos primos suyos, Sete y Puñe, en el barrio de Chamartín. Frente a ese piso había —hay— una cafetería, Gonluis, a la que Ana iba a desayunar todos los días. Los servicios están en la planta inferior, y ella no podía bajar con la silla, así que siempre dejaba al niño bajo custodia de un cliente habitual, un anciano de unos ochenta años de gafas, bajito y fuertote, muy amable. “Tenemos un canguro en la cafetería”, me anunció. “Es un señor cariñosísimo con Manu, siempre se pone a hacerle monerías, me da hasta pena llevarme al niño”.

Resultó que el hombre vivía en el mismo edificio que nosotros, y un día coincidimos en el portal. Al ver a mi hijo se le puso una sonrisa enorme: “¡Hooombre, Manu!”. Ana me lo presentó: “Mira, Paco, este es el padre de Manu”. Me quedé en blanco delante de él, creo que hasta me hice un poco de pis. Le estiré la mano, rígida y helada, y él me la apretó con un guiño cómplice. Se dio cuenta al instante de que lo había reconocido, y me sentí de repente en una película de espías: no podía desvelar su identidad. El jugador con más Copas de Europa de la historia, una de las leyendas más grandes del fútbol mundial, había rehecho su vida en la clandestinidad como cuidador de un bebé para cuando a su madre le diese por mear.

“Qué te pasa, que te has quedado mudo”, me preguntó Ana al salir del portal. “Sólo espero”, contesté, “que ese canguro no nos cobre”.

Nos fuimos del barrio cuando alquilamos un piso, pero el destino era terco: si íbamos al campo, el bar de las previas era el Gonluis. Por allí paraba también Van Palomaain, que murió jovencísimo en el accidente de tren de Angrois tras dejar en Twitter una frase imperecedera: “No hay Real Madrid de fútbol o de baloncesto, hay Real Madrid. Una camiseta blanca, un escudo redondito y muchas Copas de Europa”. Y allí me llevó Gistau la primera vez que fui al Bernabéu, tan asombrado que no me atrevía a levantarme para ir al baño por si el estadio me empezaba a silbar.

Una de nuestras amigas del grupo, Silvia, trabajaba cerca y empezó a ir al Gonluis a desayunar con aquel señor mayor que le hablaba, cada mañana, de lo divino y lo humano del Real Madrid. Un día Silvia estaba haciendo cola en el Opencor y se lo encontró delante. Madridismo también es ir a comprar el pan y encontrarse en la caja a seis Copas de Europa, una detrás de otra. “Estos de la Juve van a ser difíciles, pero las finales siempre las ganamos nosotros, así que…”, le dijo. Algo sabía de finales: la moda de ganarlas todas la fundó él.

Yo no volví a verlo hasta un año después de irnos de Chamartín. Estaba en el hall de un hotel de Lisboa la mañana de la final de la Champions cuando me fijé en aquel hombre que salía a la calle, daba diez pasos y de repente era rodeado por decenas de aficionados saltando y cantando a su alrededor como caníbales que lo fuesen a devorar. Aturdido y feliz (“pero cómo saben quién soy, si tienen 20 años”) volvió a la carrera a refugiarse en el hotel como si fuese una estrella de rock.

Le escuché este lunes a Míchel la diferencia que él hace entre la fama y la popularidad. Que el famoso lo es por algo concreto y por un tiempo con fecha de caducidad, y el popular pertenece directamente al pueblo, es patrimonio de él, y su recuerdo no se desvanece nunca. Lo tienen en la memoria quienes no lo conocieron; reconocen su cara quienes no la han visto nunca. Por eso un señor que había dejado de jugar al fútbol hacía más de cuarenta años, que apenas daba entrevistas ni salía en televisión, y se dedicaba a hacer cucamonas a un bebé en sus ratos libres, no podía pasar inadvertido en cualquier parte del mundo si había un madridista cerca. Así es y así debe ser siempre. Al fin y al cabo él no había jugado en el Madrid; él, y un puñado como él, lo había construido. Y las huellas sobre cemento fresco no desaparecen nunca.

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