El hombre que mató a El Jaro nunca fue juzgado

José Joaquín Sánchez, 'El Jaro' (derecha), sostiene el disco 'Hoy igual que ayer', de Los Chichos, en 1978.
José Joaquín Sánchez, ‘El Jaro’ (derecha), sostiene el disco ‘Hoy igual que ayer’, de Los Chichos, en 1978.

A la leyenda de El Jaro le faltaba el punto final. En 1979, hace ahora 42 años, un escopetazo acabó con la vida de José Joaquín Sánchez Frutos, alias El Jaro. Este joven indómito y montaraz, de 16 años, cayó abatido por el disparo de un vecino de la elitista colonia de El Viso, en Madrid, cuando asaltaba en la calle a un amigo de este. El chico ya había salido mucho en la prensa, pero su mito se acrecentó con la canción que Joaquín Sabina dedicó a este “macarra de ceñido pantalón” y con la película Navajeros, inspirada en él. Pero jamás se conoció cómo fue ese sangriento episodio, ni quién era el atracado, ni quién mató a El Jaro, ni qué pasó con éste. Hasta que hoy, más de cuatro décadas después, EL PAÍS ha logrado saber que ese hombre jamás fue juzgado ni condenado. El caso quedó “archivado provisionalmente”. Punto final a la leyenda.

El dictador Francisco Franco había muerto en 1975 y España intentaba olvidar el pasado y hacer la transición a la democracia entre el terrorismo, el golpismo y la inquietud de millones de ciudadanos. En aquella época hubo un aluvión de personas que llegaron a Madrid en busca de una oportunidad. Gente como Jesús y Cristina, pobres, alcoholizados y desestructurados, que abandonaron Villatobas (Toledo) para ocupar una casucha de la calle de Ofelia Nieto de Madrid con sus cinco churumbeles. Entre ellos, uno al que su madre llamaba “Jarotrasto”, porque era un diablillo rubio-pelirrojo, nacido el 3 de noviembre de 1962.

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Al poco, Jesús regresó a Villatobas y abandonó a su familia, que vivía de la mendicidad. María Pilar, cuatro años mayor que su hermano José Joaquín, lo recordaba así en un reportaje publicado en EL PAÍS el 29 de marzo de 1978: “Íbamos con mi madre los más pequeños, algunas veces desnudos, porque a ella le daban ataques y nos tiraba la ropa a un pozo. Con lo que sacábamos, ella hacía una cazuela de patatas, por ejemplo, y se la comía con dos litros de vino, mientras nosotros mirábamos. Ella nos decía que trabajáramos y nos echaba a la calle”.

El chico pronto se hizo colega de otros míseros como él (El Guille, El Payaso, El Melones…) con los que fumaba porros y cometía pequeños hurtos sin tregua. Formaban una pandilla de quinceañeros que saltaron a las páginas de los periódicos cuando les dio por robar coches y bajar por la noche a los barrios ricos de la capital (Chamartín, Salamanca, Chamberí, Universidad…) para pegar tirones de bolsos a las mujeres. Así saltó a la fama la banda de El Jaro, que se convirtió en una pesadilla para la policía.

El Jaro y sus compinches eran detenidos cada pocos días. Sin embargo, al ser menores, los jueces los dejaban en libertad ante el cabreo del Ministerio del Interior y sus funcionarios. O bien eran enviados a reformatorios de los que tardaban muy poco en escapar. Imposible tener enjaulados a unos adolescentes rebosantes de testosterona, inadaptados y abandonados por sus familias. Con ellos nació lo que se dio en llamar “la inseguridad ciudadana”.

A finales de julio de 1978, El Jaro y otros tres compinches asaltaron un chalé de Somosaguas próximo a la residencia de Leopoldo Calvo-Sotelo, entonces ministro de Relaciones con la Comunidad Económica Europea y más tarde presidente del Gobierno. Alguien alertó a la patrulla de escolta del ministro y uno de los guardias disparó a El Jaro cuando saltaba la tapia con 700.000 pesetas. Uno de los proyectiles le arrancó un testículo. Salvó la vida de milagro.

Poco antes de aquel incidente se había largado del centro Santo Ángel de Rábade (Lugo), donde las autoridades pretendían darle a él y a sus amigos un tratamiento individualizado y continuado. Estando en el hospital escribió una carta al director del centro, Moisés Lozano, en la que decía: “Me arrepiento de no haber vuelto al colegio. Si sigo robando sé que me van a matar, pero antes de que yo muera tengo que matar también. No quiero que me den más tiros y me maten, porque aún soy muy joven y tengo mucha vida por delante”. ¡Cuán equivocado estaba!

Cuatro meses después, José Villa, compañero de correrías de El Jaro, murió por disparos de la Guardia Civil en el barrio de Moratalaz. Ese era el desenlace frecuente de la pugna entre las fuerzas de seguridad y los delincuentes juveniles que asolaban Madrid, Barcelona y otras capitales en aquellos días de una España de sangre y plomo. Era, en muchas ocasiones, una pelea a vida o muerte.

La noche del 24 de febrero de 1979, El Jaro y cuatro amigos salieron de caza en un vehículo Seat 131 robado. Dando vueltas por Madrid llegaron a la calle de Toribio Pollán (hoy Veracruz) donde vieron a un hombre bajarse de un Seat 1430 de color rojo. Era Alfonso H. T., de 52 años, ingeniero agrónomo, funcionario del Senpa (Servicio Nacional de Productos Agrarios), que iba a casa de su amigo Luis R. C. a echar una partida de póker y tomar unas copas.

— ¡Quieto! Danos todo lo que tengas encima, le ordenó uno de los muchachos, que esgrimían navajas y una llave inglesa para convencerle.

Alfonso empezó a darles el dinero que portaba, las llaves del coche y un cuadernito en el que apuntaba los números de teléfono de amigos, familiares y compañeros de trabajo. Estando en esas, Luis se extrañó de la tardanza de su amigo y, aprovechando que vivía en un bajo a ras de calle, se asomó a ver si venía. Entonces vio a Alfonso rodeado por un grupo de navajeros y no lo dudó: volvió sobre sus pasos, entró en su casa y cargó su escopeta Beretta, del calibre 12, con número G61896.

Luis contaría después a los policías de la comisaría del distrito de Chamartín, ubicada entonces en la calle de Cartagena, que salió a la calle y gritó: “¡Alto!”. Según él, varios de esos chicos se dirigieron hacia él en actitud poco amistosa. Así que se echó el arma a la altura de la cintura y apretó el gatillo con afán de “amedrentar” a los delincuentes. El disparo del cartucho hizo huir a cuatro de los atracadores. El quinto, que estaba al lado del coche de su amigo Alfonso, profirió un grito de dolor y empezó a caminar a trompicones hacia el paseo de La Habana.

Luis fue detrás del herido y se dio cuenta de que estaba desangrándose, por lo que rogó a una vecina que llamara al 091 para pedir auxilio a la policía. El Jaro trastabilló 40 metros agonizante hasta tambalearse y caer exangüe. Al cabo de unos minutos fue recogido por un patrullero de la policía, que lo trasladó al hospital de La Paz, donde ingresó cadáver. Después, los médicos entregaron a los agentes los objetos que el desconocido llevaba encima: 4.500 pesetas, dos manojos de llaves de coche, un anillo de oro con la inscripción E. L. 15-9-51, un reloj de la marca Omega, otro reloj Citizen y un listín de teléfonos de Alfonso H. T. Ese era el magro botín obtenido aquella noche por el chico que ya era una leyenda urbana. Y eso fue lo que le costó la vida, según ha podido saber ahora EL PAÍS.

La prensa intentó entonces conocer detalles de cómo había muerto El Jaro y quién era el que lo había matado. Pero tanto la policía como los vecinos de la zona levantaron un muro de silencio infranqueable. Eso dio pábulo al rumor de que el autor del disparo era un tipo poderoso, tal vez un militar de alta graduación, un ricachón o un preboste ligado al régimen franquista que aún conservaba mucho poderío. La realidad es que el ciudadano que acabó con el legendario delincuente tenía solo 32 años, estaba casado y era un joven empresario que años después emprendió negocios tan diversos como la compraventa de inmuebles y la comercialización de teléfonos móviles o de ropa y menaje, según el Registro Mercantil. Aparentemente, no era un potentado ni nadie con una especial protección política y policial.

La policía tomó una breve declaración a Luis R. C. y más tarde lo llevó a presencia del juez de guardia, que aquel día era el de Instrucción número 18 de Madrid, en la plaza de Castilla, quien abrió el sumario 10/1979 para esclarecer el caso. El presunto homicida de El Jaro quedó en libertad, probablemente porque carecía de antecedentes delictivos, tenía domicilio conocido y no había riesgo de que se fugase.

El secreto que todavía hoy (más de 40 años después) pesa sobre las actuaciones judiciales impide conocer qué ocurrió desde ese momento ni qué indagaciones se hicieron para aclarar los hechos. Sin embargo, El PAÍS ha conocido tras una compleja averiguación que el juzgado de instrucción dictó un auto el 12 de junio de 1980 remitiendo el sumario 10/1979 a la Audiencia Provincial de Madrid al considerar concluidas las pesquisas. Y el 21 de abril de 1981, la Sección Quinta devolvió el sumario al juzgado comunicándole que nueve días antes había dictado un auto “sobreseyendo provisionalmente dicha causa”. Imposible conocer las razones por las que los magistrados entendieron que debían dar carpetazo a la muerte de El Jaro sin enjuiciar al hombre que lo mató. Punto final al mito.

Deprisa, deprisa hasta que llegó la heroína

Entre el tardofranquismo y los albores de la Transición, allá por el año 1976, surgió en España una generación de chicos que vivieron peligrosamente. Vivieron Deprisa, deprisa, como la película de Carlos Saura que narra las frenéticas andanzas de cuatro delincuentes juveniles del extrarradio madrileño. Cabalgaron al ritmo de Los Chunguitos y Los Chichos… hasta que la heroína en vena (o el sida) acabó con ellos.

Chicos bravíos como El Jaro, El Guille, El Melones, El Fitipaldi, El Gasolina, El Clemen y El Vaquilla jugaron a policías y ladrones, y muchos de ellos encontraron la muerte a balazos. Eran muy jóvenes hijos de la inmigración interior. Abandonados por los padres y por el Estado, la pandilla se convirtió en la familia de aquellos adolescentes. Juntos pegaban tirones de bolsos y desvalijaban a transeúntes a punta de navaja. Juntos empezaron a fumar los primeros porros. Juntos conjugaron el verbo amar con las primeras amigas. Y juntos, sin saberlo ellos, dieron origen a una sociedad rebelde y marginada.

Los poderes públicos no supieron cómo afrontar aquel problema. Los reformatorios en los que fueron ingresados esos muchachos no sirvieron para nada. Y, además, ellos entraban por una puerta y salían por otra… en busca de un espejismo.


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