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El inverosímil precursor Benjamin Day



SI NO HUBIERA EXISTIDO, habría habido que inventarlo —y él feliz, porque dedicó su vida, si es que tuvo una vida, a este tipo de inventos.
Supongamos, a beneficio de inventario, que sí tuvo una. Si Benjamin Henry Day nació, es probable que lo haya hecho en Springfield, Massachusetts, en abril de 1810 —días antes que la República Argentina. Y que su padre haya sido sombrerero y que lo haya mandado, a los 14 años, a aprender un oficio: el de tipógrafo. Imprimir palabras cambia todo: suponemos que lo que está impreso es cierto. Suspendamos entonces dudas y subjuntivos; recordemos, creamos.
Los tipógrafos eran unos trabajadores que se dedicaban a colocar los tipos —las letras— de plomo que armaban palabras en las imprentas de esos tiempos; Ben Day, una vez enseñado, se fue a buscar la vida a Nueva York, la capital ya entonces. Allí consiguió empleo en un Journal of Commerce; en dos años juntó los dineros necesarios para intentar una pequeña imprenta propia.
No funcionaba. Day, a sus 22, estaba a punto de la ruina cuando tuvo una idea. La gente que quería y podía pagar por información a los precios corrientes era poca, así que había que abaratarla. Publicaría una hojita que vendería por un centavo —cuando los diarios se ofrecían por seis—, pero le serviría para publicitar su imprenta moribunda. Su diario tenía mucha información: Day esperaba que salieran los otros y resumía sus noticias. En un par de meses, The Sun vendía 3.000 o 4.000 ejemplares —­un éxito completo— y los demás querían matarlo.
En lugar de asustarse, Day se envalentonó y siguió con sus innovaciones: contrató a otro tipógrafo, un George Wisner, para que se levantara con el alba y fuera a la central de policía a rapiñar historias. La sección, llena de crímenes, incendios y otros cuentos morales, fue un éxito instantáneo; años después dirían que fue el inicio del amarillismo. Faltaba lo mejor.
El 25 de agosto de 1835 The Sun —que ya cumplía dos años— publicó un título prometedor: “Grandes descubrimientos astronómicos hechos últimamente por sir John Herschel en el cabo de Buena Esperanza”. En seis días y seis notas tremebundas, el periódico informó que, gracias a su superteles­copio, sir John —inventor, entre otras cosas, de la palabra “fotografía”— había visto sobre la superficie de la Luna bisontes, chivos, unicornios azules, hombres bajitos con alas de murciélago, sus templos, sus océanos. The Sun subió su circulación a 20.000 ejemplares: más que ningún otro diario del planeta entonces.
La Luna se volvió el gran tema. Competidores denunciaron que las notas no eran ciertas; muchos las defendieron. Edgar Allan Poe se quejó de que le habían plagiado su propio cuento lunar, Hans Pfaall, pero The Sun nunca se retractó, y su circulación siguió creciendo. Sir John, que estaba vivo y bien en Inglaterra, se hartó de que le preguntaran por sus descubrimientos: publicada en varias lenguas, la historia se había desparramado por el mundo.
Mentir no era novedad; la novedad, si acaso, fue disfrazarlo de noticia impresa. Pero el gran aporte de Day no fueron las fake news; fue, sobre todo, la idea de que podía vender su diario cinco veces más barato que la competencia porque no vivía de sus ventas sino de su publicidad —y que esas ventas le servían para conseguir un soporte donde los anunciantes quisieran estar. El inverecundo impostor Benjamin Day fue, antes que nadie, un mercader de audiencia y atención.
Al cabo de unos años se aburrió, vendió The Sun, intentó más inventos. Algunos funcionaron mejor que otros, y Day murió a sus 79 en Nueva York, rico, celebrado. Su legado de papeles duraría hasta hace poco, cuando otros precursores inverosímiles cambiaron los formatos y volvieron a saquear el trabajo ajeno para hacerse con la publicidad. La historia, a veces, simula que se repite para poder engañarnos otra vez.


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