Casi se han apagado los ecos de los viajes de Richard Branson y Jeff Bezos al límite del espacio, pero eso no significa que la incipiente industria del turismo cósmico haya perdido fuerza. Más bien al contrario. La lista de futuros pasajeros sigue creciendo. Y la variedad de destinos, también. Pero ni Branson ni Bezos, ni esos futuros turistas espaciales, han sido los primeros.
El primer civil –no astronauta profesional- en ir al espacio fue un periodista japonés, Toyohiro Akiyama, que en diciembre de 1990 pasó una semana en la estación Mir. Desde allí enviaría sus crónicas en directo a la cadena de televisión Tokio Broadcast System, que era quien había asumido el coste del viaje (unos diez millones de dólares).
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Al principio, las intervenciones de Akiyama hicieron que los índices de audiencia se disparasen. Pero el interés se evaporó rápidamente, en parte porque el público se cansó de ver unas imágenes de terreno y nubes que recordaban a informes meteorológicos. Además, el pobre Akiyama, que no era ningún atleta pese a haber superado un año de entrenamiento previo en la URSS, sufrió continuas náuseas y mareos que le hicieron la estancia a bordo poco agradable.
Los experimentos que debía ilustrar tampoco arrastraron grandes audiencias. El más fascinante consistía observar el comportamiento de media docena de ranas en ingravidez: las más gordas parecían disfrutar de la experiencia mientras que las pequeñas preferían estar quietas en un rincón, añorando sus días junto a una charca a la sombra del Fuji. Entretanto, Akiyama (un fumador de cuatro paquetes diarios) solo parecía soñar en el momento de volver al suelo y poder encender por fin un cigarrillo.
El pobre Akiyama, que no era ningún atleta, sufrió continuas náuseas y mareos que le hicieron la estancia a bordo poco agradable
Poco después de su regreso a tierra, Akiyama dejó la cadena de televisión para dedicarse a la agricultura de subsistencia: arroz y setas, un cambio de vida que le costaría el divorcio. Su familia se quedó en Tokio y él compró una parcela en donde el precio era más asequible: a poca distancia de la central de Fukushima. En 2011, el tsunami y posterior fuga de radiación dieron al traste con su aventura ecológica. Hoy, jubilado pero aún convencido activista antinuclear, da clases en la universidad de Kyoto.
En mayo de 1991 voló a la Mir la química Helen Sharman, bajo auspicios del proyecto Juno, una iniciativa ruso-británica que estuvo a punto de descarrillar por falta de fondos. Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido, ya dejó claro que el gobierno no aportaría ni una libra. Todo se fiaba al patrocinio privado (desde British Aerospace hasta una distribuidora de flores y un fabricante de cintas de casette) en la esperanza de que las cuotas por incluir sus logotipos en el fuselaje del cohete serían suficientes para pagar los diez millones de dólares que costaba la plaza. Apenas se recaudó la mitad. Ante el bochorno internacional que hubiese supuesto la cancelación del proyecto, fue el propio Mijail Gorbachov quien anunció que el país que presidía, la Unión Soviética, costearía el resto.
Akiyama y Sharman (quien, por cierto, resultó la primera astronauta británica) no pueden considerarse turistas espaciales, puesto que sus vuelos los costearon otras organizaciones. El primero que, de verdad, lo pagó de su bolsillo fue el norteamericano Dennis Tito. Su vuelo, organizado por Space Adventures, una empresa dedicada a este tipo de actividades, tuvo lugar en abril de 2001 superando las reticencias de la NASA, que no lo consideraba una actividad “seria”. El precio eran 20 millones de dólares, tan solo un pellizco en su fortuna (estimada hoy en mil millones de dólares) pero una inyección de capital muy bienvenida para la agencia espacial rusa, casi arruinada tras la desintegración de la URSS.
Tito pasó una semana a bordo de la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés). La NASA, todavía resentida, prohibió su entrada en el segmento americano de la estación, aunque esa restricción se aplicó sin mucho rigor.
La mayoría de los turistas que siguieron los pasos de Tito eran millonarios gracias a su actividad en informática o en negocios financieros asociados con Internet. El segundo en visitar la ISS fue el sudafricano Mark Shuttleworth, autor de la distribución Ubuntu de Linux y, más tarde, de un software para gestionar certificados de verificación.
Charles Simony, antiguo colaborador de Bill Gates y el cerebro detrás de la creación de Word y Excel, estuvo quince días en la estación en 2007 y la experiencia le gustó tanto que repitió al cabo de dos años. Por su primer viaje pagó 25 millones de dólares; en el segundo, el precio había aumentado hasta 35.
El exclusivo club de turistas orbitales también incluye una mujer, Anousheh Ansari, nacida en Teherán pero de nacionalidad estadounidense. Fue una decidida promotora de la explotación comercial del espacio, hasta el punto de crear el premio que lleva su nombre: 10 millones de dólares para la primera nave capaz de ir y volver del espacio dos veces con un intervalo máximo de quince días. Lo ganó Scaled Composites, la misma empresa que luego aplicaría esa experiencia para construir el Spaceship 2 en el que voló Richard Branson. Pero, salvo por la publicidad, no fue un buen negocio: el desarrollo del prototipo había costado diez veces más.
Completan la lista de visitantes a la estación espacial otros tres millonarios de procedencias tan diversas como Gregory Olsen, fabricante de equipos electrónicos utilizados en la industria aeroespacial; Guy Laliberté, fundador del Cirque du Soleil; y Richard Garriott, diseñador de videojuegos y astronauta en segunda generación: Su padre formó parte de la tripulación del Skylab, en 1973.
Todos esos vuelos tuvieron lugar hace unos veinte años, aprovechando que Rusia ofrecía plazas en sus Soyuz a cambio de ingresos en divisas fuertes. Con la retirada del transbordador espacial, la NASA se convirtió en cliente de Roskosmos, la agencia espacial rusa, reservando todas las plazas disponibles para que sus astronautas pudiesen acceder a la ISS. Ahora, con la entrada en servicio de cápsulas privadas como las Dragon de SpaceX, la industria del turismo espacial vuelve a florecer.
La lista sigue creciendo
El nombre del próximo viajero espacial ya está decidido: será Jared Isaacman, otro millonario estadounidense que a los 37 años ya ha acumulado una fortuna de 2.500 millones de dólares… sin haber llegado a terminar los estudios secundarios.
A diferencia de sus predecesores, Isaacman no ha comprado un simple billete para él. Ha fletado una cápsula entera con la intención de llevar con él a tres invitados, todos relacionados de una u otra forma con un hospital de Memphis al cual ha hecho numerosos donativos.
Estarán en órbita tres días, aunque sin aproximarse a la estación internacional. Pilotará el propio Isaacman, que tiene experiencia en el manejo de reactores, incluyendo algunos modelos militares. Se trata, pues, de un verdadero vuelo turístico, en el que el principal aliciente es contemplar el paisaje que desfila bajo ellos. Como las ventanillas de cápsula Crew Dragon son pequeñas, la empresa de Elon Musk ha aceptado sustituir el mecanismo de amarre de proa, inútil en esta misión, por una burbuja de plástico transparente que permita a los pasajeros una mejor vista del panorama. Si no hay retrasos, la misión Inspiration 4, volará a mediados del próximo septiembre.
Rusia ha vuelto a abrir lo que parece un floreciente negocio con sus venerables cápsulas Soyuz. En octubre despegará una con un astronauta profesional y dos pasajeros de pago: el director de cine Klim Shipenko y la actriz Yulia Peresild. El objetivo es grabar unas escenas a bordo de la estación espacial para Reto, la que sería la primera película espacial en todo el sentido de la palabra. Con permiso de Tom Cruise, quien hace un año anunció un proyecto similar, pero que por el momento no tiene fecha.
Los siguientes en cola son dos japoneses: el multimillonario Yusaku Maezawa (que paga los dos billetes) y el productor de cine, Yozo Hirano. Volarán en un Soyuz que debería despegar en diciembre. Maezawa, empresario del textil y coleccionista de arte, tiene contratadas también varias plazas en una cápsula de Space X, solo que esta vez el viaje será más lejos: dar una vuelta a la Luna y regreso a la Tierra. Pero para eso faltan por lo menos tres o cuatro años. Con suerte.
Rafael Clemente es ingeniero industrial y fue el fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona (actual CosmoCaixa). Es autor de Un pequeño paso para [un] hombre (Libros Cúpula).
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