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El legado de Trump es la profecía de otra guerra civil

El legado de Trump es la profecía de otra guerra civil

Como le sucedió a Al Capone, el menor de los delitos puede destruirle. Sobre Donald Trump pesa una grave sospecha de conspiración sediciosa para evitar la certificación de Joe Biden como vencedor en la elección presidencial. Fue exonerado en 2020 de los delitos de abuso de poder y obstrucción al Congreso gracias a la mayoría republicana en el Senado, que votó contra su condena en el primer proceso de destitución o impeachment. También en 2021 faltaron diez votos para alcanzar los dos tercios necesarios para condenarlo en el segundo impeachment por incitación a la insurrección del 6 de enero de 2021. Pero fue un fiscal especial, Robert Mueller, quien realizó la investigación más minuciosa sobre las interferencias de Moscú para evitar la victoria electoral de Hillary Clinton en 2016 y, en concreto, la coordinación y conspiración del equipo de campaña trumpista con los rusos, aunque la Casa Blanca republicana consiguió bloquear cualquier seguimiento judicial.

Trump se ha escandalizado ante la entrada del FBI en su mansión de Mar-a-Lago la noche del lunes. Nadie le había advertido. No se hacen esas cosas a un expresidente. Es inaudito en la historia de Estados Unidos. Propio de dictaduras tercermundistas como Cuba y Venezuela, según los trumpistas indignados. Pero la novedad histórica es que alguien como Donald Trump haya llegado a la Casa Blanca, se haya apoderado del partido y de los votantes republicanos y aspire todavía a repetir la jugada en 2024, sin que cuenten las sólidas sospechas sobre su colusión con Putin, sus presiones para distorsionar los resultados electorales y sus numerosas obstrucciones a los tribunales y al Congreso.

Lo único que cuenta es el control republicano del Tribunal Supremo, conseguido gracias al nombramiento de tres magistrados vitalicios durante los cuatro años de presidencia trumpista, gracias a los trucos y los bloqueos parlamentarios. Así es como Estados Unidos cuenta con una mayoría insólita de seis jueces conservadores frente a tres progresistas en la institución que arbitra los conflictos constitucionales, en abierta contradicción con las mayorías electorales y sociales. Todo se le puede perdonar a Trump desde las filas conservadoras, incluso sus simpatías y complicidades con déspotas como Putin, puesto que ha conseguido de momento la anulación del derecho a la interrupción del embarazo, el reconocimiento pleno de la posesión de armas como un derecho fundamental y el bloqueo de la capacidad regulatoria sobre medio ambiente de las agencias federales.

De nada de todo esto hay antecedentes. Como no los había de sus 30.000 mentiras presidenciales. Ni de su caótica gestión, que incluía la destrucción, ocultación y sustracción de documentación presidencial, en abierta contravención con la legalidad y el estatuto del presidente, delitos en lo más bajo de la escala entre los muchos que presumiblemente ha cometido. Tampoco hay antecedentes de que tantas sospechas, en vez de destruirle, le puedan servir de escabel electoral, como bien pudiera suceder en las elecciones de mitad de mandato de noviembre y en las presidenciales de 2024.

Si en 2016 quería que Estados Unidos fuera grande otra vez, ahora quiere salvar a su país de un apocalipsis que ya da por empezado. El trumpismo triunfa en las artes de la victimización y la exageración — de las que algo sabemos entre nosotros— con sus denuncias de la judicialización de la política, el deep state (estado profundo) o el estado policial propio de países comunistas. No han tardado las apelaciones a la venganza contra el FBI, el fiscal general y naturalmente la Casa Blanca demócrata. El legado de Trump no es el Tribunal Supremo más reaccionario del último siglo, sino la profecía de otra guerra civil y la destrucción de la democracia.

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