El lenguaje corporal rara vez engaña. Uno puede intentar maquillar su estado de ánimo, su predisposición a acometer la tarea que se le encomiende, pero su cuerpo, inconscientemente, se va e encargar de emitir las señales que radiografían a la perfección el verdadero estado de la cuestión. En el caso de la Real, el de un equipo rendido. No por agotamiento, sino vencido de antemano, como si fueran conscientes de que algo no va bien en su organismo como para afrontar el reto que tenían por delante. En este caso, 11 partidos para tratar de certificar un puesto en competiciones europeas la próxima temporada.
No sonríe la Real. Al contrario. Ha pasado a ser una muchachada con los brazos caídos, en la que el lamento se impone al ánimo. En la que casi hay más lugar para el reproche, o al menos para el desconcierto, que para la palmada en el hombro. Porque no se ocupan los espacios como se debe, porque no se entrega el balón a la velocidad adecuada, porque no se tiene la arrogancia para derribar el muro, mental y futbolístico, que se interpone entre lo que fue y lo que es. Porque nada fluye.
No hay alegría en la Real
No hay alegría en la Real. Ha pasado de ser el reino de la felicidad y del disfrute a una deprimente estampa colectiva en la que su fútbol se revela a todas luces insuficiente e ineficaz para terminar de conquistar aquello que ellos mismos construyeron con un libreto tan antagónico al actual que en ocasiones es legítimo dudar sobre si son los mismos protagonistas.
Unos se miran a otros pero donde antes encontraban complicidad, ahora hay hombros encogidos. Donde antes había continuidad, ahora hay interrupción. Donde antes había velocidad, ahora hay una frustrante lentitud. Donde antes había agresividad, ahora hay impotencia porque no se llega. No porque no se quiera, sino porque algo falla. Y los rostros, los brazos, los cuerpos en general, lo transmiten. Nadie parece creer.
Y por eso, la convincente puesta en escena inicial dura 13 minutos, en los que ni siquiera nada viene de cara. Pero poco a poco se impone la cruda realidad, esa procesión que va por dentro y que no tarda en aflorar. El fútbol sin precisión, la presión blanda y poco acompasada que impide robar más arriba, la lentitud en la circulación del esférico, los duelos perdidos. Y se adueña de la Real esa impotencia desconocida en esta temporada de rosas sin vino. Y el desastre lo remata otro penalti del fútbol actual, en el que los jugadores están más preocupados de convertir en penalti o expulsión cualquier mínimo contacto, conscientes de que el VAR, y los árbitros, que colaboran pitando cuestiones absolutamente menores, serán cómplices de sus maniobras actorales que para la Real se convierten en una montaña imposible de escalar. Porque en el interior, ahora, saben que no tienen los recursos para remontar un gol. Así de duro, así de triste.
Source link