El líder del laborismo británico consuma el giro al centro


Keir Starmer, el exfiscal y exabogado que hoy dirige la principal formación de izquierdas del Reino Unido, el Partido Laborista, apenas rebosa carisma, pero ha demostrado maestría de cirujano para rebanar a sus rivales y un control templado de los tiempos políticos. La urgencia de la crisis que vive el país, con las gasolineras desabastecidas y los ciudadanos desesperados, reclamaba una intervención del líder en el congreso anual de la formación, que se celebraba en la localidad costera de Brighton. Y las primeras palabras de su discurso de clausura han ido dirigidas contra Boris Johnson: “Primer ministro, tome de una vez las riendas de la situación, o quítese de en medio y déjenos a nosotros arreglar este desastre”.

Starmer, sin embargo, era consciente de que su intervención ―la primera cara a cara y en directo con los militantes desde que le eligieron hace año y medio― no podía ser desfigurada por la actualidad. Su liderazgo seguía hasta ahora muy cuestionado frente a un Johnson que le supera en carisma e instinto de supervivencia. No podía confundir lo urgente con lo importante. Y lo importante, en primer lugar, era lanzar un doble mensaje: agradecimiento a los votantes que respaldaron al laborismo en 2019, cuando cosechó su peor derrota desde 1935, “por haber salvado a este partido de la desaparición, algo que nunca olvidaremos”; y una clara advertencia a los corbynistas que impulsaron en esas elecciones el programa más extremista de las últimas décadas. “A todos los votantes que nos vieron como antipatriotas, irresponsables o soberbios, les prometo que nunca más, bajo mi liderazgo, nos presentaremos a unas elecciones con un programa que no suponga un serio plan para gobernar”, aseguraba Starmer. Cuando la mayoría de los delegados asistentes al Centro de Convenciones de Brighton se ha levantado para aplaudir esa promesa, quedó claro que Starmer había logrado su mayor victoria contra las corrientes de izquierda que impulsaron a Jeremy Corbyn y se hicieron durante media década con el control de la formación.

Los gritos de algunos asistentes le reprocharon que no hubiera secundado la moción para subir hasta las 15 libras por hora (17,30 euros) el salario mínimo. Era una trampa forjada a espaldas de la dirección del partido, que preparaba una propuesta de 10 libras (11,50 euros), y provocó la tormentosa dimisión, en medio del congreso, de Andy McDonald, el último representante del corbynismo en el equipo de Starmer. Su abandono casi hizo alzar la ceja a muchos militantes, que ignoraban que McDonald siguiera en ese puesto. Y algunas decenas de delegados, entre miles de ellos, aireaban sus cartulinas rojas como muestra de rechazo a Starmer, que en el primer día del congreso logró sacar adelante un cambio de normas internas para frenar el poder de las minorías. “¿Qué preferimos? ¿Gritar eslóganes o cambiar la vida de las personas?”, respondía el político desde la tribuna, mientras los aplausos de la mayoría ahogaban las protestas.

Johnson, el “insignificante”

El primer objetivo de Starmer era saldar cuentas con las corrientes extremas de su partido y consumar su giro al centro. Presentar al laborismo como un partido de Gobierno. La segunda parte de esa tarea consistía en presentarse a sí mismo como una alternativa mejor que lo que ofrece Johnson y el Partido Conservador. El nuevo líder laborista ha tenido tres aciertos que su parroquia ha aplaudido con ganas. En primer lugar, ha combatido al primer ministro con sus mismas armas, y frente al exitoso eslógan Get Brexit Done (Logremos cumplir ya con el Brexit) que llevó a Johnson hasta Downing Street, ha presentado otro igual de pegadizo e hiriente: Make Brexit Work (Haz que el Brexit funcione), para recordar la cadena de desastres que lleva sufriendo el Reino Unido desde que abandonó la UE por falta de planificación. En segundo lugar, a diferencia del insultante desprecio con que algunos laboristas se refieren a Johnson, Starmer ha dado con una definición más sutil y convincente de su rival: “Es fácil reconfortarnos con la idea de que nuestros oponentes son malas personas. Yo no creo que Boris Johnson sea mala persona. Es una persona banal, insignificante [trivial, en el término inglés]. Creo que es un showman al que se le ha agotado el número, un embaucador que ha hecho ya su último truco”.

El mejor acierto de Starmer, sin embargo, a tenor de los aplausos, ha sido echar mano del pasado. Si Johnson ha conseguido convencer a muchos votantes laboristas de la llamada “muralla roja” del norte y centro de Inglaterra con su Brexit, y su promesa de “nivelar hacia arriba” las regiones del país, el líder laborista le recordaba los resultados que a ese respecto cosechó su partido la última vez que gobernó, con Tony Blair al frente. En un solo párrafo, la lista de logros -nuevos médicos y enfermeros, reducción de la pobreza, aumento de las pensiones, salario mínimo- resultaba más arrolladora que nostálgica. Starmer ha recuperado uno a uno los grandes temas del Nuevo Laborismo. “Este partido respalda a los empresarios”, o “la lucha contra el crimen siempre será una causa laborista”.

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La imagen del congreso ha sido la misma que se repite en muchos partidos socialdemócratas europeos. Los delegados cantaban al unísono el Red Flag (Bandera roja). El laborismo no pertenece a la Internacional Socialista, y no canta La Internacional. Algunos, los menos, levantaban el puño. Otros seguían el tono mientras leían la letra del himno, convenientemente repartida una hora antes por la organización. Una mezcla de nostalgia, reivindicación histórica, lucha generacional, pragmatismo y deseo de volver a ganar unas elecciones.

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