El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, y su homólogo estadounidense, Joe Biden, esta semana en Washington.KEVIN LAMARQUE (REUTERS)
Apenas un par de días después de la reunión del presidente Andrés Manuel López Obrador en Washington con su homólogo estadounidense, Joe Biden, el límite de la estrategia de “abrazos, no balazos”, que el primero ha adoptado como línea de acción frente a la delincuencia organizada en el país –particularmente violenta y sanguinaria–, parece alcanzar su límite.
Este no estaría tanto impuesto por la crudeza y multiplicidad de sucesos de violencia que se acumulan en México y que se puede apreciar a diario en los noticiarios. Hechos que abruman a una sociedad acorralada entre los disparos y desmanes de delincuentes, y la sonrisa socarrona de un mandatario que afirma que lo expuesto no es tan grave y lo desestima como mera manipulación de sus adversarios políticos, los conservadores, a los que encuentra en todo el espectro de actividades y tendencias ideológicas: caben por igual periodistas, académicos, religiosos, activistas de derechos humanos, organizaciones civiles, etcétera.
El límite de la estrategia parece estar determinado por la presión estadounidense: en medio de las sonrisas diplomáticas de la cumbre mencionada, la Administración de Biden enfatizó su interés por que el Gobierno mexicano tome acciones para evitar el flujo de fentanilo desde México. Y la respuesta mexicana, aunque las autoridades actuales se asumen diferentes, recuerda mucho a aquellas de Gobiernos pasados, de realizar alguna detención notoria para apaciguar a los vecinos del norte.
El 15 de julio fue detenido Rafael Caro Quintero, un traficante de drogas sinaloense que ocupó un lugar notorio en la historia contemporánea de esta actividad: se le atribuye el asesinato de Enrique Camarena Salazar, agente de la DEA, y del piloto mexicano Alfredo Zavala, en Guadalajara, Jalisco, en 1985. Sus socios e implicados en la misma muerte, los sinaloenses Miguel Ángel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca Carrillo.
Tras 28 años recluido en prisiones federales, había sido liberado en 2013 por disposición de un juez federal. Pocos días después, otro juzgador emitió en su contra una nueva orden de aprehensión. Pero Caro Quintero se desvaneció de los ojos de las instituciones de seguridad, para convertirse de nuevo en prófugo de la justicia. Aquí no hubo siquiera la necesidad de un escandaloso escape de una prisión de máxima seguridad: salió por propio pie y por la puerta grande del penal, por designio de autoridades que, después, se abocaron –se supone– casi de inmediato a su recaptura. Las autoridades estadounidenses antidrogas con seguridad se sintieron agraviadas: mantener a Caro Quintero tras las rejas era prácticamente un asunto personal, para salvaguardar el mensaje de que ningún capo del tráfico puede tocar a un agente de ese país y permanecer impune. En 2020, establecieron una recompensa de 20 millones de dólares por su arresto o información que condujera a él.
La detención fue realizada por elementos de la Secretaría de Marina, una institución que se ha distinguido por su alta capacidad para realizar operativos fulgurantes y arrestar a delincuentes de la mayor relevancia dentro del país. Su celo es encomiable. No es en ella donde radica la inobjetable paradoja de acciones que parecen obedecer a los criterios políticos de administración del tema. Después de todo, no es que Caro Quintero se hubiera escondido nueve años en lo más recóndito de África: fue capturado en el estado donde nació, en Sinaloa, en el municipio de Choix.
Previsiblemente, la campaña oficial será la usual: que Caro Quintero había recuperado su poder, sus recursos, que era el no va más del tráfico en México. En la relación bilateral, seguro el arresto valdrá elogios, sonrisas y margen de respiro. En lo interno, mucho se ha dicho en versiones mediáticas de la supuesta alianza entre Caro Quintero y el CJNG para enfrentar a la organización que tiene sus raíces en aquella en la que el primero tenía un papel de liderazgo, en los ochenta. Pero esa organización está fracturada y evidencia serias disputas entre Ismael Zambada García El Mayo y los hijos de Joaquín Guzmán Loera. Entre ellos, Ovidio, quien fue detenido en Culiacán en 2019, en un operativo del Ejército que fue abortado, según declaró el propio López Obrador, por una instrucción de su parte, para evitar mayor derramamiento de sangre en una ciudad que sufrió múltiples acciones del grupo delictivo para lograr la liberación. El mismo personaje que encabeza la facción a la que pertenecían más de una docena de delincuentes que fueron arrestados esta misma semana al sur de la Ciudad de México tras fuerte balacera con la policía capitalina, con una importante cantidad de rifles de asalto y con personas a las que tenían secuestradas. No hay información clara y contundente que muestre la participación de Caro Quintero en los hechos más cercanos de violencia asociada al tráfico de drogas en el México actual.
La estrategia de detención de grandes líderes como acción focal ha sido poco efectiva a lo largo del tiempo. ¿Altera esta detención el panorama mexicano? Soy escéptico. No hay evidencia de mayor sensibilidad y empatía ante el reclamo ciudadano de recuperar la tranquilidad con acciones integrales y no de marquesina. ¿Es este el parteaguas a partir del cual se verán macroprocesos judiciales para desmantelar redes criminales –incluyendo a quienes las protegen y comparten sus ganancias desde los ámbitos de poder público y privado, entre ellas, las que “no vieron” a Caro Quintero durante nueve años estando prófugo–, con aseguramiento de recursos patrimoniales y financieros? Hasta no ver, no creer.
Carlos Antonio Flores Pérez es doctor en Ciencias Políticas e investigador del CIESAS
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