La Neta Neta

El mal del siglo

Cartel de Forza italia, el partido de Berlusconi, para las elecciones al Parlamento europeo, en Roma, en 1994.
Cartel de Forza italia, el partido de Berlusconi, para las elecciones al Parlamento europeo, en Roma, en 1994.Franco Origlia / Getty Images

A ratos parece que nos hayamos vuelto locos. Parece como si fuéramos más racistas, xenófobos, sectarios, extremistas, intolerantes y, en general, más estúpidos que hace algún tiempo. Lo parece, pero no. Dudo que las sociedades europeas hayan cambiado mucho.

¿Hacemos un poco de memoria? Las jerarquías nazis (las de verdad, las de los campos de exterminio) permanecieron incrustadas en la Administración alemana hasta bien entrados los años setenta del siglo pasado. Los trabajadores magrebíes que inmigraban a Francia, durante los “30 años gloriosos” que siguieron a la guerra, llevaban los datos personales tatuados en un brazo y dormían en barracones inmundos. Los emigrantes españoles en Francia, Alemania o Suiza soportaron humillaciones y marginación. Las legalizaciones del divorcio o el aborto son relativamente recientes, especialmente en España, y conllevaron un intenso malestar en determinados sectores. Las turbulencias y los enfrentamientos siempre han estado ahí.

Transfuguismo, mociones de censura, insultos. El bucle vicioso de la política española no tiene fin

Lo que ha cambiado de forma evidente es la política. Hoy puede resultar inverosímil, pero hasta hace bastante poco los políticos asumían como misión fundamental (además de alcanzar el poder y de llenarse el bolsillo a ser posible) la preservación de la paz social y se dedicaban, en general con escaso acierto, a resolver problemas. No hablo de la famosa transición española, sino del ejercicio del poder en el conjunto del continente. Las dificultades eran considerables: la descolonización, la crisis económica de los años setenta, la Guerra Fría hasta 1989, la creación de la Unión Europea. Las diferencias ideológicas eran en realidad mucho más amplias y feroces que las de hoy. Nada resultaba fácil.

La gran novedad del siglo XXI respecto a las cosas de anteayer es la política incendiaria. La política como fábrica de conflictos. El primer político de la era contemporánea, Silvio Berlusconi, hizo cosas que hasta entonces se consideraban indecentes (como la integración en el gobierno de los residuos fascistas) y recurrió al embuste con una fruición hasta entonces reservada a las dictaduras comunistas o militares, pero, con su tono de feriante achispado en un concurso de Miss Viterbo, apenas se notó que estaba destruyendo el precario entramado institucional italiano. Hoy Berlusconi casi suscita una sonrisa. Cualquier politiquillo pedestre de nuestros días miente con más entusiasmo que el viejo Cavaliere y, sobre todo, destila más odio. Los problemas, que siempre están ahí, ya no son algo que de una forma u otra, un día u otro, habrá que solucionar: ahora hay que agravarlos y convertirlos en tragedias existenciales, igual que hay que convertir en enemigo mortal a quien piensa distinto, porque se ha descubierto (oh, gran novedad patentada hace exactamente un siglo) que el miedo y el odio proporcionan votos. Hablo de votos por costumbre. Como se está poniendo de moda no reconocer los resultados electorales adversos y, simultáneamente, se propaga la idea de que una victoria electoral da derecho a absolutamente todo, la mismísima base de la democracia representativa sufre una erosión de mal pronóstico.

Las sociedades son frágiles. El incontenible flujo de información (verdadera o falsa) estimula nuestras tendencias paranoides. Convendrían políticos que apagaran fuegos. Cada vez más, sin embargo, quien debería ejercer de bombero ejerce de pirómano. ¿Tan atractivo es el poder como para justificar tanto destrozo?

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