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El ‘malismo’ y los niños de la lata


Cuando era más joven, hubo momentos en que creía que no iba a cambiar de ideas a lo largo de mi vida. Ahora, ya más maduro, la verdad es que sigo pensando lo mismo. Me he radicalizado en algunas cosas y soy más comprensivo con otras. Pero en lo fundamental, mis convicciones siguen siendo las mismas. No obstante, al compartir un proyecto de carácter social y solidario conjunto, con personas dispares ideológica y culturalmente, he llegado a empatizar con gente que antes, en otras circunstancias, hubiera rechazado de plano.

Cuando llegué a Senegal por primera vez, en 2013, me encontré con un verdadero ejército de niños que invadía todos los espacios públicos: desarrapados, sucios, con claros signos de malnutrición, blandiendo una lata o un bote de plástico para mendigar comida y dinero. Según los datos existentes, entre 100.000 y 200.000 niños de entre apenas cuatro y 18 años se encuentran en esta situación. Sus padres los entregan a un religioso para que les enseñe el Corán y una vez bajo su autoridad, son obligados a practicar la mendicidad en la gran ciudad a la que son trasladados, apartados de su madre y de cualquier elemental cuidado. Parte de los beneficios de esa práctica debería de revertir en mitigar el hambre en esas zonas rurales en forma de azúcar y arroz. Se acumulan en la daara, la escuela coránica donde malviven sin agua corriente ni luz, durmiendo en el suelo y sufriendo castigos físicos y psicológicos.

Tres meses más tarde, con un pequeño borrador realizado con algunos profesionales senegaleses de la educación y la salud, volví a mi Terrassa natal, donde compartí con amigos y familiares lo que había conocido sobre la situación de absoluto desamparo en el que se encontraban estos niños. Entre todos creamos entonces la asociación Niños de la Lata y el proyecto El reino de los niños, un hogar en el que atendemos, después de más de cuatro años y en la medida de nuestras posibilidades, sus necesidades más básicas. Aunque con la mejor de las intenciones, son muchas las insuficiencias.

En esta labor, como es fácil imaginar, se genera una relación que se aproxima al amor filial, por mucha distancia que profesionalmente intentaras marcar. Desde que trabajo con ellos, considero que un experto que no desarrolle un mínimo sentimiento de empatía parecido no está capacitado para realizar una labor como esta; ni psicológica ni profesionalmente. Las satisfacciones personales están, por lo tanto, garantizadas con el reconocimiento que recibes en sus miradas y sus sonrisas.

Pero quiero hablar también de otro gozo añadido y con el que yo no contaba.

Una vez puesto en marcha el proyecto, obtuvimos adhesiones de personas y entidades que se sumaron de una u otra manera, ya sea asesorando con sus conocimientos, dando difusión a nuestras campañas, con su aportación económica y en algunos casos, incluso, viniendo a terreno.

Un experto que no desarrolle un mínimo sentimiento de empatía, no está capacitado para realizar una labor como esta; ni psicológica ni profesionalmente

Con todas, desconocidas hasta el momento, he creado unos lazos al tener unos mismos objetivos y, sobre todo, unos mismos anhelos y niveles de sensibilidad bastante coincidentes. He desarrollado un nivel de empatía con personas que, en principio, por diferencias ideológicas y culturales en un muy amplio sentido, nunca pensé que pudiera desarrollar en mi vida. Me llena de satisfacción haber podido tener la oportunidad de conocer tanta gente con tan nobles intenciones y acciones. Unos con un hermoso y desarrollado bagaje ideológico, otros con un definido y firme sentimiento de bondad hacia los demás y otros, tal vez, buscando una oportunidad de conocer, experimentar ese etéreo, indefinible e inexplicable concepto, con tantas definiciones tan vagas, al que llaman amor. Seguramente, en todos, había y hay ingredientes de todos estos elementos.

A mí me produce desconcierto escuchar en algunos discursos políticos e ideológicos la palabra buenismo para definir al conjunto de personas buenas que intentan llevar a cabo acciones concretas para llegar a una lógica y deseada praxis entre lo que sentimos y pensamos.

La palabra es definida por la Real Academia como: “Actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia”. Y acota: “Usado más en sentido despectivo”. Ante esta definición no puedo más que unirme a las certeras palabras del escritor Fernando Ontañón: “‘Tolerancia excesiva’, sin duda, merecería una entrada aparte en el diccionario, una explicación académica, tal vez filosófica. Yo creía que uno podía ser o no ser tolerante, pero pasarse de tolerante me parece inconcebible. ¿Acaso es eso posible?”

O preguntarme cómo hace el periodista Santiago Ortiz Lerín: “… Pero ¿existe algún término que defina posiciones contrarias al buenismo? Un antónimo de esta palabra sería la ‘actitud de quien ante los conflictos exagera su gravedad, se exaspera con malevolencia o actúa con excesiva intolerancia’”.

Ante la utilización del término en tantos discursos esgrimidos por lo más reaccionario y cavernícola, con la connivencia en muchas ocasiones de personas buenas y muy respetables que la han asumido normalizándola como concentrado insulto a las buenas personas, tal vez sea el momento de que la Academia se ponga manos a la obra y dirima sus diferentes acepciones incluyendo una extensa explicación del estilo de personas que utilizan este término como arma llena de odio y podamos, tal vez, utilizar el apócope malo: “Que se opone a la lógica o a la moral” y meterlos a todos bajo el término “malismo”.

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