El escenario, insuperable: Nueva York, Manhattan, sus juzgados de lo penal. El momento, perfecto, a pocos meses para que empiecen las primarias republicanas y 18 para la elección presidencial. El personaje, único, por su personalidad narcisista, su trayectoria como magnate inmobiliario, estrella televisiva y presidente republicano, capaz de superar dos procedimientos de impeachment o destitución parlamentaria, pero derrotado en 2020 tras un mandato caótico y tóxico que culminó con el asalto al Capitolio. Las condiciones, perfectas: el país, dividido y polarizado; los republicanos, secuestrados por la extrema derecha; los demócratas, unificados por el poder presidencial, pero tensionados por el despertar de una nueva izquierda alrededor de las minorías y las identidades.
Su viaje el lunes desde Mar-a-Lago a Nueva York, el desfile desde la Torre Trump y finalmente su comparecencia ante el juez componen su circense entrada en campaña, cuidadosamente organizada para atraer la atención y la máxima cobertura mediática, incendiar la polémica partidista y radicalizar la disputa electoral como nadie más sabe hacerlo en Estados Unidos. Jamás anteriormente un presidente había sido detenido y puesto a disposición de la justicia. Tampoco Donald Trump, a pesar de que lleva 50 años litigando en los tribunales y saliendo bien librado cada vez que la justicia se ha interesado por sus responsabilidades. Siempre ha sido su ejército de abogados el que ha resuelto sus innumerables líos y pleitos de todo tipo, desde los inmobiliarios hasta los casos de acoso sexual de los que ha sido protagonista. Bill Barr, que fue su fiscal general y le exoneró de cualquier responsabilidad en la interferencia rusa en la campaña electoral, jamás confió en su capacidad para responder adecuadamente ante un interrogatorio judicial y parlamentario.
Empieza un largo y tortuoso proceso, que coincidirá con la temporada electoral y se complicará con tres investigaciones penales por interferencia en el recuento electoral, el asalto al Capitolio y la apropiación de documentos clasificados como secretos que se llevó de la Casa Blanca. Nada, ni siquiera una condena por alguna de las cuatro acusaciones, puede impedirle que pugne por la presidencia en noviembre de 2024 si consigue la nominación republicana tras ganar las primarias, como ya sucedió en 2015. Con Trump de nuevo en la presidencia, no regresaría tan solo a la Casa Blanca el caos que ya hemos conocido, sus cinco mentiras diarias, su Administración nepotista y corrupta y sus erráticas decisiones internacionales. También terminaría de hundirse la imagen y la fiabilidad de Estados Unidos y de su democracia en el mundo. Y quedarían modificados los poderes presidenciales, situados en la práctica por encima de la ley y de la Constitución, exentos de cualquier control judicial y parlamentario.
Ni siquiera en caso de una nueva derrota, como la sufrida en 2020 frente a Joe Biden, quedaría resuelta la crisis constitucional latente en la larga marcha trumpista, vistos sus antecedentes como candidato y como presidente, maestro en la doble vara de medir, que pedía el encarcelamiento de Hillary Clinton por un asunto fabricado y atribuye sus casos judiciales a una caza de brujas política. En una de sus más crueles fanfarronadas, Trump aseguró que podría disparar contra la gente en la Quinta Avenida sin perder ningún voto.
Con su detención, a pesar de su brevedad, Donald Trump no ha hecho tan solo historia, sino que ha querido convertir su entrada en campaña en el mayor espectáculo del mundo, como si él solo fuera el entero circo Ringling Brothers and Barnum & Bailey que protagonizó la película del mismo nombre hace 70 años.
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