El miedo y la inquietud aguardan en la antesala rusa a la guerra de Ucrania

El miedo y la inquietud aguardan en la antesala rusa a la guerra de Ucrania

Shebékino, en la región rusa de Bélgorod, es la antesala a las puertas del infierno, los últimos cinco kilómetros que separan la guerra de la paz, el lugar donde la esperanza ha muerto. Su calle principal es, irónicamente, la avenida Járkov, una enorme recta donde es constante el trasiego de camiones y ambulancias militares de un ejército que durante meses había asediado la ciudad homónima ucrania, situada justo al otro lado de la frontera. Ahora, sin embargo, aquellas líneas han sido empujadas de vuelta a su territorio tras el golpe recibido por el contraataque de Kiev. Al mismo tiempo, los rostros de los habitantes de aquel pueblo evidencian un dolor sincero. Denuncian impotentes la vida que no volverá a ser con sus vecinos. Lo hacen entre dientes, hay patrullas militares cerca.

“Es terrible para todos, para todos. Habíamos vivido pacíficamente desde la guerra [la II Guerra Mundial]. La guerra nos enseñó qué significa la guerra. Rompió muchas vidas y parecía que no volvería a haber ninguna más. Y aquí está”, dice con lágrimas en los ojos y voz suave una mujer mayor.

La anciana paseaba sola junto a la calle Alexánder Matrósov, un chaval soviético que hoy compartiría su edad de no haber muerto en combate en 1943 con 19 años. “Todos tenemos miedo. Oigo las bombas y sufro por mis nietos. De alguna forma nosotros ya hemos vivido nuestras vidas, podría decir que no he vivido mal, pero es terrible por ellos”, nos dice antes de imitar a los pequeños. “Les miro y lo pasan mal. ¡No, no, mamá! ¡Todo está bien, todo está bien!… pero yo veo que sufren”, dice desconsolada la anciana en una tranquila mañana donde no se oyen las explosiones procedentes de un horizonte de colinas.

“Todos tenemos gente cercana al otro lado. Los matrimonios nos han mezclado a todos. De aquí a allá salieron compañeros de colegio, parejas”, subraya la mujer, entristecida por esta tragedia. “Estoy muy a favor de la paz, ¿qué otra cosa necesitamos compartir?”, añade antes de despedirse.

Cerca se encuentra el mercadillo central. Por aquel camino pasan transportes militares continuamente. Un camión que trae tropas de la frontera muestra varios impactos en su parte frontal, y también se ve de vuelta algunas marshrutkas (furgonetas) médicas verdes con la cruz roja pintada sobre ellas. En dirección contraria marchan hacia el frente otros camiones en mejor estado y varios todoterrenos Lada cubiertos totalmente de barro. Todos ellos con los símbolos más reconocibles de esta guerra, la Z y la V blancas. En ningún momento se ven vehículos de combate, el único blindaje que cruza por allí es el de la piel, el más barato de las guerras.

La gente desconfía del extraño. Un hombre tuerce el gesto y sigue su camino al preguntarle por la situación allí. Otra mujer comprueba la acreditación y se marcha con rabia: “¡Ya ves qué tranquilidad!”.

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En un lateral del mercado fuman dos hombres de unos cuarenta años. “Ya han evacuado en algunas zonas”, dice uno de ellos en una conversación tensa. Su desconfianza se vence tras pedir al periodista que le muestre su acreditación. “Entiéndelo, esto es peligroso”, afirma. Ambos miran de reojo que no aparezca ninguna patrulla. “Si te acercas a un soldado, puede pensar cualquier cosa, buscan saboteadores”, advierte su amigo.

Un día antes se habían producido bombardeos en la zona fronteriza. “Todo el mundo está preocupado de que empiece el lío. Ayer se oyeron explosiones muy fuertes. No sé qué pasó, quizás las SBU [Fuerzas Armadas de Ucrania]”, cuenta a este periódico.

“No entiendo la política de nuestro presidente. Sinceramente, no la entiendo. Entrar en Ucrania lo decidió él solo”, lamenta, una vez más relajado. Ambos quieren mantener el anonimato. “Es una situación difícil. Es incomprensible. Todo el mundo vivía como siempre, de casa al trabajo, y del trabajo a casa, y de pronto… bam, bam, bam”, agrega al mismo tiempo que se suma a saludarles un tercer vecino. El conocido reniega con la cabeza cabizbajo cuando su amigo le pregunta si quiere opinar sobre su vida en estos momentos.

“Todo el mundo tiene familiares en Ucrania, yo en Odesa, pero la comunicación se ha perdido”, dice el más hablador. “Aquí nos hemos quedado solo los viejos, los que no tenemos dónde ir y algunos refugiados de Ucrania”, apunta, a lo que su amigo hace una broma: “¿Dónde está mi ametralladora?”. “Cuando empiecen a bombardear, veremos”, reflexiona el primero sobre su futuro.

A cientos de metros de allí se encuentra el hospital, territorio prohibido en cuyo exterior hay varios vehículos militares aparcados. “Están trayendo los heridos allí”, señala el vecino. Son días de terror en Shebékino. Las autoridades negaron esa misma jornada los rumores de que las fuerzas armadas ucranias hubiesen irrumpido en su territorio, y pocas horas después enviaron a todos los niños a estudiar a sus casas hasta nueva orden.

Una burbuja a decenas de kilómetros de Járkov

La guerra se disipa a medida que la marshrutka se aleja de la frontera camino a Bélgorod, la capital regional. Allí también es visible el movimiento de tropas, pero sus habitantes aseguran que en la ciudad reina la misma calma que había antes del 24 de febrero. Como en la Divina Comedia, parece que en la antesala del infierno es donde aguardan los indecisos e indiferentes.

“Vivimos igual que antes, no ha cambiado nada especialmente y nadie nos ha atacado”, afirma Alina, una estudiante de Medicina de 20 años protegida de la lluvia por un paraguas junto a una compañera. La joven, oriunda de Bélgorod, “antes iba a menudo a Ucrania” y critica a Putin, pero considera que “hay que estar de parte” de su país.

“Rusia, Ucrania y Bielorrusia son las tres hermanas, tres países amigos a quienes hemos ayudado, como a otras repúblicas, con mucho dinero, incluso tras dejar la URSS y ser Tercer Mundo, hablando duramente”, afirma. “No devolvieron este apoyo y creo que deberían defender a Rusia”, opina la joven, quien dice que en Ucrania “hay nazis y gente normal que quiere vivir tranquilamente” y que su país ha “actuado correctamente” al “borrar al primer grupo”.

Un grupo de casi un centenar de soldados con la Z blanquinegra en la manga baja la calle hacia un céntrico cuartel. Allí cuelga un póster gigante con el rostro de Putin de hace una década, imágenes de soldados armados y un lema: “El mundo ruso puede y tiene que unir a aquellos para quienes es valiosa la cultura rusa. La mejor profesión, proteger la patria”.

El cuartel se encuentra a pocos metros del mercadillo central. Allí han brotado un puñado de puestos que venden ropa militar a los soldados. Botas, calcetines y otras prendas de abrigo vuelan ante la proximidad del invierno en el frente. “Se acerca el frío”, admite una vendedora antes de desafiar al periodista occidental: “¡Y los europeos también la van a necesitar, se van a congelar!”

Al lado hay un KFC y el nuevo McDonald’s ruso, el ‘Sabroso y punto’. Los soldados de permiso los abarrotan con sus uniformes de camuflaje. Dos combatientes asiáticos entran en el restaurante del pollo frito, cada uno de ellos con un brazo escayolado bajo las mangas. Son los únicos en despedirse de los camareros. Afuera, otro militar camina a duras penas apoyado en sendas muletas. Solo arrancamos una frase de un voluntario que lleva una insignia negra, azul y roja de la autoproclamada República Popular de Donetsk. “Todo normal”, afirma antes de darse la vuelta.

“No tengo miedo. No les dejarán pasar [a los ucranios]. Creo en nuestras fuerzas, nuestro ejército es mucho más fuerte”, dice Gueorgui, otro estudiante. Un hombre de cincuenta años, Vladímir Mijaílovich, lamenta por su parte que ahora “hay pocos productos”. “Antes iba a Járkov por negocios. Es una buena ciudad, sus habitantes son gente normal. No había nada malo”, recalca apesadumbrado.

Una mujer pasaba con un carrito de bebé ante el Museo de la batalla de Kursk de Bélgorod (Rusia) el pasado martes.

Una de las principales atracciones de la ciudad es el museo de la batalla de Kursk. Sus visitantes pasean por él ajenos a la guerra que se libra unos kilómetros más al sur. Afuera, los viandantes tampoco escuchan los ecos de los combates. “En general todo está tranquilo, todo en orden. Nosotros trabajamos, los chicos estudian y van a la escuela”, cuenta Andréi, de unos sesenta años, quien también iba antes a menudo con su familia a Járkov, “una hermosa ciudad”.

Junto al museo se encuentra el memorial por los fallecidos en la guerra de Afganistán (1979-1989) y otras batallas. Una larga lista de nombres cubre sus tablas, que abarcan hasta los combates de Georgia de 2008. Ni Siria, ni Donbás ni la campaña actual.

Los soldados de hoy intentan evadirse durante sus permisos. En los parques de la ciudad, un enorme militar con un sombrero de ala ancha habla durante horas con sus seres queridos. Mientras, varias parejas caminan en silencio y cabizbajas cogidas del brazo. Y por la noche, camino a la estación, un oficial con dos estrellas pasea a su perrito bajo la lluvia. A diferencia de la ida a Bélgorod, en el tren de vuelta a Moscú (los vuelos se suspendieron por la guerra), ni un solo pasajero viste de uniforme.

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