El mayor propósito de año nuevo para alguien como yo, que dedica una columna a asuntos del gusto (el bueno y el malo), debería ser cultivar la paciencia y la generosidad. Paciencia para ver los programas y las series hasta el final y generosidad para omitir las apostillas despectivas que son la sal de estos textos, pues la prosa agradece los mordiscos y se pone tensa con las caricias. Hay algo sádico en la naturaleza de este oficio que no se puede reprimir del todo, porque en parte lo justifica: las columnas que llevan metralla se leen mucho más que las que llevan azúcar.
Mi inspiración para este deseo de año nuevo —que, como todos, quedará incumplido— es Penny Lane. No la canción, sino la documentalista homónima, que ha firmado en HBO Max una obra magistral titulada Escuchando a Kenny G.
Con la etiqueta de música de ascensor, Kenny G resume todos los pecados del mal gusto: plano, banal, hortera y cursi. Es la pesadilla de un melómano y un insulto para la policía del jazz. El buen tono exige despacharlo con una burla. Sin embargo, vendió discos por millones, y son millones las personas que lo disfrutan y le aplauden a rabiar en los conciertos. Al intelectual, al melómano y al columnista soberbio como yo se nos escapa algo que Penny Lane intenta descifrar: ¿por qué Kenny G conecta con su tiempo de una forma que ningún músico genial consigue?
Acercarse sin prejuicios a un fenómeno tan caricaturizado requiere una mirada firme y valiente, la que sirve a la verdadera curiosidad intelectual. Seguramente Kenny G sea basura sonora, pero entender por qué triunfa es entender algo profundo e importante de la realidad. Esa debería ser la divisa de cualquiera que se dedique a comentar lo que ve y lo que oye. Intentaré seguirla, pero no prometo nada.
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