El momento de regresar a Botsuana


No es solo safari, vida salvaje o diamantes lo que define a Botsuana. No. Si hubiera que concentrar su esencia en otra palabra menos exótica, la elegida sería “vacío”. Y si fuera un número, con seguridad, el cuatro. Cuatro habitantes por kilómetro cuadrado. Tal es la densidad de población de este país democrático y tranquilo del África Meridional, sin salida al mar, con dos tercios de su territorio dentro del trópico. En España, para situarnos mental y cartográficamente, somos 94; en Alemania, 233. Hay así en Botsuana más espacio deshabitado que en muchas Españas vacías: en sus 581.730 kilómetros cuadrados de superficie (casi el tamaño de la península Ibérica) habitan 2,4 millones de personas, mientras que la de España y Portugal la compartimos a duras penas 58 millones.

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Un 4×4 detenido frente a un león en la Moremi Game Reserve. PAUL SOUDERS getty images

Palabras (y cifras) que encierran otra: soledad. Lo que en turismo significa lujo y exclusividad, un poderoso atractivo, mucho más ahora que el coronavirus ha trastocado los gustos viajeros y las prevenciones sanitarias ante las masas. “Esto no es venir a una isla de moda de vacaciones, esto es escapar de las multitudes, quitarse la mascarilla, respirar a lomos de una barca por ríos inmensos, contemplar a solas el infinito en un paisaje…”, define Walter Sánchez, propietario del lodge Water Lily, en la ciudad de Kasane. Bien cierto. En este país uno puede permanecer aislado, en cualquier esquina, y ahí se desplegará un mundo nuevo: paisajes y cielos únicos, agua a raudales según temporada, sonidos y zumbidos de insectos que nunca paran, animales salvajes que cruzan cuando menos se espera… Vida mutante e inesperada, más allá de la humana, urbanita, occidental y aparentemente reglada o desarrollada de la que la gran mayoría de los turistas del mundo procedemos.

“La vida salvaje, como aquí en ningún sitio. Es un privilegio inmenso tener el delta del Okavango y el Kalahari, aquí juntos, tan cercanos”, opina Héc­tor Medina, un canario de 48 años, ingeniero en Geomática, que reside en Maun, puerta del delta al igual que Kasane, ciudad a pies del río Zambeze, entre Zambia y Zimbabue y camino a las cataratas Victoria. “También destaco la gente, los botsuanos son pacíficos, alegres, abiertos; este es un país seguro”, comenta. “Y, sobre todo, el que sea tan poca población. Hace nada atravesé el Kalahari de sur a norte y estuve tres días sin cruzarme con un ser humano”, cuenta.

Pero tal solitud es relativa si ampliamos el círcu­lo a seres vivos o incluso a mamíferos. Porque en esta tierra hay más animales salvajes que personas (130.000 de ellos, elefantes). Incluso no salvajes, aquí se cuentan más cabezas de ganado, dos por cada humano, dado que la explotación y exportación de carne es un negocio considerable, el segundo del país tras el de los diamantes, con los que son top mundial.

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Vista aérea del delta del Okavango. K. CHENG getty images

Tres cuartas partes de este despoblado son puro desierto mítico: el Kalahari, una cuenca de arena donde habitaban, y teóricamente habitan, los indígenas más indígenas, los bosquimanos (término considerado ofensivo por ellos, que se autodenominan khoisan y que han tenido que defender sus derechos por sus tierras ancestrales con ahínco frente al Gobierno). Y es justo allí, en la nada aparente, adonde va a desembocar un río bien tozudo, el Okavango, que desde el norte prefiere desparramarse por tierras resecas a hacerlo, pongamos, en las aguas libres del océano Atlántico, creando, de paso, el delta interior homónimo más grande del mundo, con 17.000 kilómetros cuadrados. Este, considerado la joya de la corona nacional, su mayor atractivo turístico, lo es también de la vida salvaje mundial, santuario y patrimonio de la Unesco desde 2014.

Ese desbordamiento fluvial, aparentemente caprichoso, convierte este territorio en fuente inagotable de sorpresas. Las lluvias descargan y el agua chorrea, busca venas, crea lagunas idílicas, horada canales de salida; se extiende juguetona, y la humedad se ramifica, la vida explosiona… Botsuana es un mundo marcado por esos litros de más o de menos que caen justo más allá de sus fronteras, en Angola o Namibia. Y la intensidad del desagüe marca cada estación, define el calendario en el delta (y, por extensión, en todo el país y en sus cuatro vecinos, Sudáfrica, Namibia, Zambia y Zimbabue), repleto de sucesos rítmicos, grandes o minúsculos que afectan a la flora y la fauna, fundamentales para la vida: migraciones, floraciones, nacimientos, etcétera.

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Jirafas en el parque nacional de Chobe. EDWIN REMSBERG getty images

Qué ver según el calendario

Sobre tales mutaciones estacionales van dando pistas por doquier los guías locales, los carteles colgados en los hoteles, los mapas. Ahora sucede esto y esto, repiten al viajero. Así, en enero, temporada de lluvia, las puestas de sol son espectaculares, eclosionan los huevos de los cocodrilos, es fácil ver vida salvaje. En febrero o marzo abundan los pájaros, las ranas, las mariposas, centenares de cebras se desplazan, las marulas (árbol endémico) dan fruto para regocijo de los elefantes, el agua transmuta los paisajes de la noche a la mañana en performances maravillosas… En abril y mayo comienza el tiempo seco, florecen los árboles, sube la temperatura, empiezan a migrar los pájaros. En junio llega el invierno. De julio a octubre, las manadas de las distintas especies crecen y se congregan en las charcas, es fácil ver leopardos, leones… Noviembre, temporada calurosa, de nuevo las lluvias, precios moderados y mucho por contemplar. Y para diciembre todas las aves migratorias habrán retornado. Ciclos. No hay temporada igual a otra, no hay temporada baja. El Okavango no sabe de réplicas. Cada año se reinventa. Por sus características, no hay lugar que le haga sombra.

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Un indígena khoisan en el lago Makgadikgadi (Botsuana). MARTIN HARVEY getty images

Y no es todo. “Este país tiene tres atracciones que trascienden su geografía”, escribe Chris McIntyre, aventurero y autor de uno de los mejores libros guía sobre Botsuana, Safari Guide (editorial Bradt). “Primero, la vida salvaje; segundo, esa sensación, la verdadera razón por la que la gente viene hasta aquí, de encontrarte dentro de un interminable y prístino desierto, casi desprovisto de huella humana; y la tercera, y muchas veces olvidada, su rica historia”. Y una cuarta, habría que añadir: esta tierra desprende algo que tiene que ver con nuestros orígenes. La noticia, con la irrupción de la pandemia, pasó algo inadvertida. “El ADN materno de nómadas africanos muestra que los humanos actuales vivieron hace 200.000 años en el lago Makgadikgadi [existió en lo que hoy es el desierto del Kalahari], que fue el mayor de África”. Así, esta sería nuestra cuna, decía la revista Nature: “… los ancestros de los humanos actuales, los Homo sapiens con una fisonomía como la actual, provienen de un humedal paradisiaco situado en el norte de Botsuana. Se basan en el análisis de la mayor base de datos de ADN mitocondrial de los khoisan, tribus africanas que siguen manteniendo un estilo de vida nómada basado en la caza y la recolección”.

Queda claro así que para definir Botsuana se necesitan mil sustantivos, como mokoros —una embarcación tradicional construida artesanalmente con madera—, salinas, pinturas rupestres, o incluso nombres propios como Mokgweetsi Eric Keabetswe Masisi, que es como se llama su presidente, el quinto de una democracia presidencialista que comenzó con la independencia allá por 1966 y con una historia de película, muy seguida en novelas y rodada como tal (A United Kingdom, basada en el libro Colour Bar de Susan Williams). Y, por supuesto, The Big Five, es decir, elefantes, rinocerontes, leones, leopardos y búfalos (tan raros de contemplar juntos ya en este siglo XXI por culpa de la deforestación, el deterioro de las zonas naturales, la caza furtiva y el cambio climático). O también antílopes acuáticos, flamencos, cebras, jirafas, impalas… Y aquí se podrían añadir denominaciones de decenas de plantas, de aves (más de 400 solo en el delta), de insectos.

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Turistas montados en ‘mokoros’ (canoas) exploran el delta del Okavango. David Wall ALAMY

En el terreno, frente a tal magnitud, una siente una atracción casi animal por ir más y más allá entre los senderos, entre los árboles, en la sabana, que te empuja a regresar, esperar, mirar más y más. Si hubiera que elegir un paisaje, habría que quedarse con el de la Moremi Game Reserve, el corazón central y salvaje del delta, contemplado desde una avioneta. Algo que se puede y debe hacer para llegar a algunos de los lodges de lujo allí existentes, adonde solo se puede acceder vía aérea. Los dibujos geométricos creados por los meandros allá abajo en la tierra son cual lenguaje artístico único, uno que cuenta historias sobre los seres que por allí habitan, migran, se alimentan; sobre la vegetación que muta en cada estación, sobre las rutas preferidas y las huellas de las manadas de elefantes camino a las charcas. Si necesitáramos un sonido, sería su barrito cuando caminan, pesados, migrantes eternos hacia zonas de agua, o el trino de esos pájaros en la selva que avisan de que hay depredadores, ojo, cerca. O quizá esa suerte de grito o ahogo de las hienas cuando se acercan a los campamentos y su sola cercanía provoca escalofríos. Si fuera un olor, gana el de la tierra o muy seca o muy mojada o muy arenosa, pero también el del polvo mascado que se cuela por las ventanas de los coches de safari o el perfume de los lirios de agua en el río Zambeze o en alguna otra zona acuática a bordo de un mokoro. Y de tratarse de un color, sería obligatoriamente policromado, esos retazos arena, tierra y verdes, ese tono pegajoso, cegador y monótono de la sabana que se extiende cientos de kilómetros, como si no hubiera más allá mundo alguno.

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Una bandada de flamencos sobrevuelan Makgadikgadi. M. HARVEY getty images

Estés donde estés, acabas abducido por lo que se ve y lo que no consigues ver en la distancia. En la selva, en la sabana, en la carretera… Tomas la carretera de Gaborone —la capital— hacia Ghanzi o Maun, por ejemplo, y solo tendrás el horizonte por destino durante gran parte de sus casi mil kilómetros atravesando el Kalahari. Si pones los pies en las llanuras de los salares de Makgadikgadi, quedarás cegado por sus espejismos de sal en la mayor parte de sus 16.000 kilómetros cuadrados; un paisaje desolado que resucita en cuanto los ríos Nata y Boteti, afluente del Okavango, tienen a bien anegarlo. El más famoso explorador europeo, David Livingstone, las recorrió y salió airoso de aquí en el siglo XIX. Y sin GPS. Pero este es altamente recomendable hoy, como lo es tomarse en serio las indicaciones a la hora de conducir por un país donde cualquier animal puede sorprenderte en cualquier ruta.

Botsuana, con casi la mitad de su territorio protegido en modo national park, game reserve o wildlife reserve, ofrece la ilusión de que no todo está perdido en la Tierra, de que aún podemos convivir y compartir escenario con la naturaleza pura. Uno se retrotrae hacia lo que debió ser el África salvaje, virgen, en un tiempo bien antiguo. Ecosistemas y seres vivos que en muchos casos solo aquí se han conseguido proteger gracias, entre otras razones, a la apuesta pública siempre por un turismo limitado, más sostenible.

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Un hipopótamo en un lago de Botsuana. BARONESS DANUTÉ getty images

Los animales y la pandemia

En Botsuana han sentido profundamente el año y medio de pausa pandémica, en la economía, el turismo, en la vida cotidiana y la salvaje. “Para los animales fue grandioso, un respiro, coches cero. Incluso para nosotros: contemplar las cataratas Victoria, a media hora de aquí, y tenerlas para ti solo, sin medio millar de chinos haciendo fotos…, un privilegio dentro de lo malo”, recuerda y bromea Sánchez desde Kasane, en el parque nacional de Chobe, donde se congrega el grueso del turismo —dos millones de visitantes en 2019—. Los animales debieron notar que algo pasaba e incluso empezaron a cambiar sus rutas.

“Respecto al Okavango, la novedad son las fuertes lluvias de este año, lo que ha hecho que los animales incluso quedaran retenidos en algunas zonas. Además, la falta de contacto con humanos cambió sus rutinas, se apartaron mucho, porque los lodges permanecieron semicerrados”, relata Edurne Martínez-García, de la empresa de safaris Africa Pride, en Maun. Asegura que han vivido este último periodo “con gran dificultad”. “Se detuvo todo, había que tener un permiso especial para moverse y esto duró incluso con incidencia muy baja; en un momento dado cundió el miedo a la variante delta, la sudafricana, la india… Se tomaron muchas precauciones”.

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Una cebra en el parque nacional de Chobe. AUBREY STOLL getty images

“Los animales se acercaron más y más a los núcleos de población y en Kasane vimos de todo, hasta cocodrilos paseando por las calles. Año y medio estuvimos sin trabajar en turismo, hoteles, restaurantes, bares; todo cerró”, cuenta Sánchez. “Hubo ayudas, sí, pero insuficientes; los empleados regresaron a sus aldeas…, y según la ciudad quedaba vacía, los animales la tomaban”, se ríe. Medina, por su parte, nunca podrá olvidar al búfalo que llegó y creó el pánico en la estación de guaguas de Maun. O a los elefantes acercándose más y más hacia lugares poblados en busca de las cosechas.

No es una convivencia fácil la vida salvaje y la nómada con la de los asentamientos agropecuarios. “El ganado del presidente”, llaman algunos a los elefantes de forma sarcástica, porque dicen que los cuida más que a los granjeros. Siempre existió tal enfrentamiento. Más de 130.000 ejemplares, la mayor concentración del mundo, habitan en este momento, según el último censo, entre Namibia, Botsuana, Zambia y Zimbabue. Medina, residente en el país desde 2019, anda enfrascado en un proyecto de una organización que usa drones para cartografiar los pasillos por los que transitan los paquidermos (ecoexistproject.org). “La tierra por aquí no tiene propietarios. Basta pedir al catastro una parcela para hacer algo, y hay quien instala su granja en una ruta de paso, esto servirá para evitarlo”, cuenta. Quieren crear un equipo de respuesta rápida para ayudar a evitar accidentes y conflictos con agricultores y ganaderos, impedir daños mayores en esa guerra entre unos y otros, que algunos creen que es uno de los grandes problemas para la protección de la vida salvaje. “Un granjero puede disparar libremente si el animal ataca sus cosechas”, cuenta. Y sucede mucho. Así que este método no invasivo intenta ayudar: “Mandamos los drones, ellos los perciben como si fueran zumbidos de abejas, no se espantan, pero sí se marchan en otra dirección”.

Ha costado dejar a un lado la pandemia, pero la vida se ha empezado ya a normalizar, aseguran todos, desde hace varios meses. De momento, se ha recuperado ya más de un 30% del sector turístico, y la clave, según Sánchez, está en la celeridad con que se amplíe la oferta aérea. Los primeros en regresar fueron los alemanes y franceses. “Muchos contaban que estaban hartos de confinamientos, elegían lugares abiertos, con mucha naturaleza. Y en eso aquí tenemos mucho que aportar”, dice Sánchez. “Durante este tiempo se mantuvieron precios muy bajos para atraer a visitantes de países vecinos, con eso conseguimos cubrir gastos. Pero este parón también ha servido para reinventarnos: las dos tendencias de safari que existen en este momento van de un lado a otro de la escala económica, hacerlos en bicicleta de montaña o en helicóptero”, afirman en Africa Pride.

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Pinturas rupestres en Tsodilo Hill. getty images

La caza, un retorno polémico

Este tiempo de cierre ha traído, además, sorpresas al país que tienen que ver con su atractivo para los visitantes. O no. La más importante: la caza, controlada con licencias, está otra vez permitida desde su prohibición allá por 2014. En septiembre acabó la temporada, 287 elefantes se ofrecieron para ser abatidos, junto a otros ejemplares de diversas especies. Unos opinan que tal posibilidad ha venido para quedarse, porque el presidente actual no es anticaza como el anterior, y porque es necesario para controlar las poblaciones de determinadas especies y una fuente de ingresos nada despreciable. Otros, sin embargo, creen que sí, que quizá el objetivo sea controlar la caza furtiva en un lugar donde abunda el contrabando de marfil, de cuerno de rinoceronte, el crimen organizado, pero para Edurne Martínez-García y otros es una mala idea que se asocie Botsuana con la caza. “No es tal imagen la que se debe dar del país”, dice.

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El puente de Kazungula. M. BHUIYAN getty images

Caza aparte, la estrategia turística hoy pasa por diversificar su oferta solo de safaris. Si no lo hacen, en un lugar tan frágil y valioso como este, el resultado puede ser desastroso: deterioro de lo que se demanda en exceso y olvido e infradesarrollo para aquellos rincones que nadie visita. A Botsuana, el delta le da sustento y muchas alegrías, pero también limita sus posibilidades. Así que ahora se han puesto en marcha iniciativas para promocionar el valor que tienen los descubrimientos de Makgadikgadi como cuna de la humanidad, las pinturas rupestres de Tsodilo Hills —también patrimonio de la Unesco— o para dar a conocer, con beneficio para ellos mismos, el modo de vida tradicional y los conocimientos para rutas por el desierto de los khoisan. Y está ya en vías un parque científico, el Maun Science Park, tampoco exento de polémica, financiado en parte por la Unión Europea, que pretende abrir una universidad para cientos de estudiantes. Y lo más importante: Botsuana, como gran cruce de caminos panafricano que es entre cinco países, está sometido a gran trasiego de transporte de minerales y mercancías que debían cruzar en ferri por el Zambeze. Desde mayo, el puente de Kazungula, un hito, está inaugurado. Un antes y un después para la zona.

Guía práctica

Vuelos desde Madrid a las ciudades de Maun o Kasane con distintas compañías (Emirates, Ethiopian, Swiss, Qatar, Turkish Airlines), siempre vía Gaborone y Johanesburgo, desde 890 euros. Consultar requisitos covid en cada aerolínea
Hotel en Kasane: Chobe Bush Camp
 Agencia de viajes y safaris en Maun (con contacto directo en español): Africa Pride
Safaris por el delta del Okavango y el Chobe: Elephant Trails Safari Co.
Oficina de turismo de Botsuana

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