El escándalo empezó a principios de este mes. Una investigación auspiciada por la Fundación Béjart a raíz de varias quejas de alumnos de la célebre escuela Rudra-Béjart de Lausana (Suiza), supervisada por la fundación, derivó en la suspensión de las clases hasta el próximo curso y el despido fulminante de sus dos directores, Michel Gascard y Valérie Lacaze, acusados de abusos de poder y nepotismo. Pero el caso no terminó ahí, pues la polémica estallada en las aulas hizo que se desataran también denuncias por parte de los bailarines del ballet Béjart contra Gil Roman, director artístico de la compañía desde 2007, por abusos sexuales y de poder. Esta segunda parte de la investigación aún no ha concluido y, de momento, Roman se mantiene en su puesto, pero el caso ha vuelto a poner en evidencia el cambio de paradigma que parece estar atravesando el sector en paralelo a movimientos sociales como el Me Too: comportamientos antes tolerados tienen cada vez menos cabida en el mundo de las artes.
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El caso Béjart no es el único que se ha conocido en los últimos años en el sector. En 2018 se vieron en el ojo del huracán dos figuras todopoderosas del ballet y la danza contemporánea, Peter Martins, director del New York City Ballet, y el belga Jan Fabre, fundador de la prestigiosa compañía Troubleyn. Ambos fueron acusados de abusos de poder, acoso sexual y humillaciones. Más trágico y reciente es el caso de Liam Scarlett, el coreógrafo más joven y prometedor del Royal Ballet londinense, que se suicidó —aparentemente— el pasado abril, tras la cancelación de todos sus ballets programados en venideras temporadas en Inglaterra, Australia y Dinamarca, después de que trascendieran graves acusaciones que le señalaban por acoso sexual a alumnos de la famosa escuela de esta institución.
Y no tan lejos, en España, también en abril, algunos estudiantes del Conservatorio Profesional de Danza, adscrito al Institut del Teatre de Barcelona, organizaron una huelga para denunciar el trato denigrante, insultante y ofensivo que decían recibir por parte de algunos profesores, siguiendo la estela de un escándalo mayor que por las mismas razones había estallado antes, en febrero, en la Escuela de Teatro de ese mismo centro. La denuncia entonces se dirigía contra el director escénico Joan Ollé, profesor de esa casa, pero terminó con la dimisión de la junta directiva del Institut del Teatre en pleno.
“Una vez que todo esto se hizo mediático, se convirtió en un tsunami y de repente nos quedamos sin directiva las cuatro escuelas que forman parte del Institut”, rememora Alexis Eupierre, director del Conservatorio Superior de Danza del Institut. “Ha habido un poco de lío y confusión, mucha gente no sabe que en el Institut somos cuatro escuelas, pero ahora estamos más tranquilos, esto se ha calmado. Acabamos de hacer las audiciones para nuevos alumnos y hemos tenido el mismo número de aspirantes de siempre”.
Para Eupierre, que esto esté ocurriendo no es nuevo. Lo verdaderamente noticioso es que se haga público y tenga repercusión social. “Creo que tiene que ver con un cambio de paradigma social a raíz de movimientos como el Me Too o el Black Lives Matter. Todos estos problemas han estado allí siempre y se veían como algo normal, pero hoy día la manera de relacionarse con el profesor han cambiado y me parece bien, creo que es importante que se produzcan cambios”.
Asun Noales, directora de la compañía OtraDanza y también docente en el Conservatorio de Alicante, fue alumna del Institut en los años noventa y coincide en que casos como estos ya pasaban pero no se visibilizaban, aunque confiesa que a ella nunca le ocurrieron. “Cuando yo estudiaba la jerarquía era muy evidente. La relación del alumnado hacia los docentes solía ser de admiración. Eran bastante habituales los casos de relaciones sentimentales entre algún alumno y su profesor. También había problemas alimenticios en niñas obsesionadas por un cuerpo a veces valorado desde el exceso por parte de algún maestro”.
Estereotipos
Cierto es que, desde fuera, la percepción que se tiene del mundo del ballet y la danza suele ser estereotipada. No contribuye que el cine, la televisión con sus concursos de danza que fabrican estrellas en dos semanas y las series ávidas de audiencias insistan en vender una imagen obsoleta de docentes y alumnos, que encaja bien en la elaboración de sus dramas de sacrificio profesional pero no tanto en la realidad.
El profesor castrador y perverso es un estereotipo muy común y queda demostrado que existe, pero no como mayoría. “Considero que son casos puntuales, muy anecdóticos, pero que se deben conocer”, admite Noales. “Que tomen esa relevancia es normal porque un buen docente no es noticia”.
Delicadas y crueles, exitoso título de Netflix desarrollado en una ficticia escuela de ballet norteamericana, avala ideas malsanas poniendo en los estudiantes convicciones erróneas y peligrosas sobre la profesión, que terminan siendo creídas por la audiencia. “El maestro de ballet es el cerebro y tú solamente eres el cuerpo”, se le oye decir a una alumna en relación a un estricto y severo profesor.
Eva López Crevillén, exbailarina de la CND, docente de clásico y directora del Conservatorio Superior de Danza María de Ávila de Madrid, asegura que “antes los alumnos idolatraban a ciertos maestros, a los que veían como su gurú, y sentían que si ya no recibían sus clases no triunfarían como bailarines”. “Pero esa no es mi visión de la docencia hoy”, añade, “y en el conservatorio intentamos que tengan contacto con muchos maestros, todos diferentes”.
De toda esta polémica, a Crevillén le interesa destacar que para ella el rigor no implica maltrato. “No creo que sea malo que un profesor sea estricto y severo, siempre y cuando la exigencia no se confunda con la intención de herir a los alumnos o hacerlos sentir fatal. Ser estricto y riguroso es importante para la excelencia, pero las dos partes deben compartir la misma idea, saber dónde están los límites de lo que es estricto y riguroso”.
Además del acoso sexual, los gritos, insultos y maltratos, hay otras problemáticas no menos graves pero más sutiles presentes en las escuelas y que se agudizan en la vida profesional. La discriminación de género es una de ellas. Asun Noales lleva 30 años de vida profesional y ha trabajado como bailarina para cinco coreógrafas y 30 coreógrafos. “En la danza siempre hubo trato de favor hacia los hombres. Son menos y se les cuida mucho. En las audiciones podías ver a mujeres que bailaban genial y sin embargo el contrato se lo llevaban hombres quizá con menos preparación, pero al ser pocos se les valoraba como imprescindibles aunque bailaran peor”, asevera.
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