La pandemia ha sumergido al fútbol en un extraño universo, pero también ha confirmado sus misteriosos designios. En el verano de 2019, cuando la curva inflacionista del mercado se disparaba verticalmente, el Barça adquirió a Griezmann por 120 millones, la misma cifra que depositó el Atlético de Madrid por el fichaje del joven João Félix. Un futbolista estaba más que contrastado, el otro figuraba entre los mejores proyectos europeos. El mercado está en los huesos y, por razones distintas, ninguno de los dos ha alcanzado las cotas previstas. ¿Qué se diría ahora del traspaso de Llorente al Atlético por 30 millones?
Si al fútbol le gusta esconder de vez en cuando sus cartas, guardó la de Llorente en lo más profundo del mazo. En el momento de su fichaje extrañó la cuantiosa apuesta del Atlético por un jugador que había pasado de puntillas por el Real Madrid, el club que le educó durante años, antes de su breve y convincente paso por el Alavés. O el circuito mercantil del fútbol se había vuelto loco, o el Atlético había visto cosas en Llorente que no habían emergido en el Madrid.
Nunca fue un jugador cualquiera. Adscrito a la formidable saga Llorente-Grosso, con sonoras terminales en la historia del deporte español, Llorente soportó el doble peso de su ilustre procedencia y de las expectativas que despertó en las jóvenes categorías del Real Madrid. Era además un proyecto clasificado: o medio centro o nada.
La versión oficial era sencilla: centrocampista dinámico, de corte defensivo, probable candidato a la sucesión de Casemiro. Si un club conocía al dedillo sus características, no era otro que el Real Madrid, que persistió en el perfil de Llorente. En España, no se escuchó una sola voz contraria a esa idea.
Relegado a un tercer plano en la temporada 2018-19, las dudas sobre Llorente fueron tan gruesas como el dinero que el Atlético pagó por su fichaje. Es posible que alguien en el Atlético advirtiera condiciones en Llorente que habían pasado inadvertidas hasta entonces, pero nadie lo comentó. Simeone le colocó en la posición donde todo el mundo suponía que debía jugar. No funcionó.
Llorente no se instaló como titular, ni como un suplente automático. Declinaron tanto sus minutos que se pensó en el fracaso. Aquellos 30 millones se interpretaron como un despilfarro. Llorente, que es un futbolista disciplinado, de una profesionalidad intachable, no acudió a la prensa para quejarse. Tampoco se le preguntó por su propia percepción como futbolista. Se dio por seguro que pensaba lo mismo que lo demás: había nacido para jugar de medio centro y nadie iba a cambiar de idea.
De la terrible pandemia ha emergido un jugador imprevisto que le resulta muy barato al Atlético de Madrid. Incluso en esta época de estrecheces, 30 millones son un regalo por un futbolista que cambió el signo de su carrera hace un año, aquel memorable 10 de marzo en Anfield, donde se disputó el último partido a puerta abierta de la Copa de Europa.
El asedio del Liverpool no presagiaba nada bueno para el Atlético en la prórroga, momento que Simeone aprovechó para ordenar el ingreso de Llorente en el partido. “Aquí entra un jugador para sostener un fortín en mal estado”, fue el comentario general. Media hora después, el delantero Llorente condujo al Atlético a la victoria. Con 25 años, cambió de un plumazo todas las opiniones sobre su naturaleza como jugador.
El mundo estaba equivocado con Llorente. No fue flor de un día en Anfield. Al contrario, el medio centro de contención —rara vez se le ha visto desde entonces en esa ubicación— es una bicoca como delantero arrollador y fuente inagotable de energía para el Atlético y cabe suponer que para la selección.
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