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El Museo Metropolitan revisa su historia

Gente saliendo del Metropolitan Museo de Nueva York el pasado 6 de septiembre.NOAM GALAI /

Apaguen las luces, entonen el “cumpleaños feliz”, enciendan las velas y, cuando el niño ya ha llenado de aire sus pulmones y se dispone a soplar, retiren súbitamente la tarta y vuelvan a encender las luces. Eso es, básicamente, lo que le pasó al museo Metropolitan de Nueva York cuando, a finales de marzo, se disponía a celebrar por todo lo alto su 150º aniversario, y un odioso ser microscópico con el prosaico nombre de SARS-CoV-2 irrumpió para llevarse por delante toda la magia. “Digamos que fue abrupto, muy dramático para todos nosotros”, recuerda Andrea Bayer, directora adjunta de colecciones del Metropolitan y comisaria de Making the Met (“Hacer el Metropolitan”), la exposición estrella del aniversario. “Estábamos a cinco días de completar la instalación de todas las piezas. La exposición implica a los 17 departamentos curatoriales del museo, a los cinco departamentos de conservación, todos estábamos allí trabajando y, de repente, llegó la orden de cerrar. Tuvimos que retirar todo lo que se había instalado. Literalmente, hubo escalofríos en estas salas”.

Lo que vino después es conocido. Nueva York se convirtió en el epicentro global de una terrible pandemia. La vida cultural de la ciudad, o la vida de la ciudad a secas, quedó dramáticamente interrumpida. Y 2020 quedará marcado en la historia del Metropolitan, pero el texto que acompañará al año en las cronologías será muy diferente al previsto.

Apenas había dejado de abrir más de tres días seguidos en toda su historia, y ahora el museo ha permanecido cerrado más de cinco meses. Prevén pérdidas de ingresos de cerca de 150 millones de dólares este año. Uno de cada cinco trabajadores del museo ha sido despedido. El Met Bauer, apéndice de la institución para alojar su colección de arte moderno, inaugurado en 2016 en el edificio del arquitecto de la Bauhaus en la avenida Madison que albergaba antes el museo Whitney, ya no volverá a abrir sus puertas. “Hemos tenido que encoger la institución en un 20% mientras nos preparamos para un próximo par de años muy duros”, resume el director del museo, Max Hollein, en una entrevista con EL PAÍS.

Pero ahora, aplanada por el momento la curva de contagios en la ciudad, el sentimiento en el museo es de ilusión. La que produce en estos días cualquier atisbo de normalidad. La emoción del reencuentro del arte con su público, que se produjo cuando el pasado 28 de agosto, con el aforo reducido al 25%, el museo abrió de nuevo sus puertas de la Quinta Avenida. Así, la exposición Making the Met, pensada como un recorrido por 10 momentos clave en el desarrollo y la evolución del Metropolitan, se convierte en una oportuna reflexión sobre cómo un museo con vocación enciclopédica debe relacionarse con su pasado y con su presente, y cuál debe ser su papel futuro, en la ciudad, el país y el mundo.

“Hemos escogido 10 momentos que creímos que fueron absolutamente significativos para la institución, y que cambiaron al museo en una dirección importante. Y ahora sentimos que estamos en el undécimo”, explica Bayer. “No solo el coronavirus y la crisis económica, también la llamada urgente de justicia social que se ha producido en Estados Unidos este verano, todo ello ha dado forma a la manera en que nos sentimos respecto a la historia anterior del museo. Diría que somos más conscientes que nunca del papel, para bien y para menos bien, que el museo ha desempeñado en la sociedad”.

Durante los meses en que permaneció cerrado el Metropolitan, recorrió el país un clamor por la justicia social encarnada en las protestas bajo el lema de Black Lives Matter. Una llamada a confrontar las esencias racistas del país, que se extiende también a una institución cuya historia, como reconoció el propio director, “está conectada con una lógica de lo que se define como supremacía blanca”. Entrando en esa conversación, el museo hizo pública una lista de 13 compromisos con la diversidad y el antirracismo, que afectan a la contratación y formación de trabajadores, la composición del patronato y también a la colección misma.

En medio de ese debate, Making the Met ofrece una plataforma para asomarse al pasado y pensar en el futuro. Bayer y su equipo escogieron más de mil objetos, que luego fueron reducidos a 251, y los ordenaron no en función de la fecha en la que fueron creados, sino de la fecha en la que fueron adquiridos por el museo. Algo que permite trazar, sala a sala, a través de sorprendentes yuxtaposiciones, una historia del museo, de la sociedad estadounidense y del acto mismo de coleccionar y documentar.

Ya la sala central que articula la visita, con un óleo de Van Gogh, un bronce de Rodin, un mármol de Noguchi, una Marylin de Richard Avedon y un fetiche congoleño de la cultura yombé, aporta la medida de la profundidad y la riqueza de la colección de un museo creado, en medio del optimismo tras la Guerra de Secesión, a imagen y semejanza de los europeos, a los que pronto superó.

“La sociedad neoyorquina blanca y protestante”

En las primeras adquisiciones pesó más la aspiración que el rigor. Los fundadores – empresarios procedentes, como se encarga de indicar la cartela, de “la sociedad neoyorquina blanca y protestante”– empezaron la colección con un sarcófago romano, seguido de una colección de pinturas de grandes maestros, antigüedades chipriotas, escultura maya, pintura estadounidense y armaduras japonesas. Un ajuar que reflejaba el amplio espectro de intereses de los coleccionistas neoyorquinos, y en el que escaseaban las obras maestras y abundaban las falsas atribuciones.

A principios del siglo XX se incentivó la vocación didáctica del Metropolitan y su ambición de trascender al público elitista, adquiriendo colecciones de objetos funcionales, incluidos instrumentos musicales y prendas de vestir. Con los años 20 llegaron las grandes excavaciones arqueológicas, y el hoy controvertido principio del partage, por el que los museos se repartían los artefactos excavados con el país anfitrión.

En los textos que acompañan el recorrido –el 10% de los cuales fueron modificados durante el verano a la luz de las protestas por la justicia racial, según la comisaria– el equipo del museo no tiene reparos en enfrentarse a lo que, desde un juicio anacrónico, serían sus vergüenzas. Incluida la trayectoria de algunos de sus grandes benefactores históricos, como la familia Havemeyer, cuyas decisivas donaciones de maestros impresionistas, que ocupan una de las salas de la muestra, no impiden que en un texto se destaque la explotación de esclavos, las penosas condiciones laborales y las prácticas monopolísticas sobre las que los Havemeyer levantaron su imperio azucarero.

Abordar las ausencias

Los textos de la exposición también lamentan que el museo se relacionara con el arte moderno “de manera cautelosa y errática”, y se resistiera a abrazar vanguardias como el cubismo o el surrealismo, hasta el punto de que rechazó la donación de la colección de Gertrude Vanderbilt Whitney, que acabaría dando lugar a la creación del museo Whitney. Resulta fácil señalar huecos en una colección con ambición de universalidad, pero hay algunos, como el de la explosión de creación afroamericana durante los años 20 que se conoció como Renacimiento de Harlem, que el museo considera “especialmente sorprendente y lamentable”, dada su “proximidad física” a las calles donde se produjo.

“Es una exposición tanto de las cosas maravillosas que tenemos como de las que no tenemos. De alguna manera, esperamos que la última sección muestre cómo tratamos de abordar esas ausencias”, explica la comisaria. En esa última sala, titulada Ensanchando las perspectivas, una gran pieza del artista ghanés El Anatsui, un impresionante tapiz realizado con miles de tapones de aluminio encontrados, es un ejemplo del tránsito reciente del eurocentrismo a un verdadero universalismo.

Making the Met es, en suma, una reflexión sobre el coleccionismo. Y para una institución que atesora más de un millón y medio de piezas, el desafío hoy es cómo mostrarlas, interpretarlas y ponerlas en relación con el momento histórico y el público de la ciudad y del mundo. Al final, sostiene Bayer, lo que hace la exposición es poner en valor las piezas en sí mismas, y cómo su significado e importancia puede fluctuar con el contexto. “Cuando caminas por la exposición, sientes la increíble variedad y amplitud de los trabajos”, explica. “No importa quién seas o qué intereses traigas contigo al edificio, estás a punto de encontrar cosas que van a resonar en ti. La colección en sí misma, ese es el gran logro”.


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