Joaquín Sabina dijo el otro día que ya no era tan de izquierdas como antes. Son cosas que pasan. Sólo los más fanáticos creen (engañándose a sí mismos) que pueden ser fieles toda la vida a una ideología concreta e inmutable. Porque las ideologías, como cualquier invención humana, mudan y se adaptan. No son ciencias exactas, por más que Karl Marx y Friedrich Engels hablaran de “socialismo científico”.
Prueba de ello fue la revolución soviética, que en teoría suponía aplicar a la realidad rusa las teorías marxistas. Lenin y compañía tenían muy claro que la cosa no iba a funcionar en un país tan pobre como el que dejaron tras de sí los zares si no iba acompañada de al menos una revolución “de verdad” en la sociedad alemana, el escenario en el que Marx pensó desde que empezó a pergeñar el Manifiesto comunista. Allí donde dijo que “los obreros no tienen patria”. Nadie discutía la vocación internacionalista de la revolución. De hecho, aún se canta a veces una canción titulada La Internacional. Luego llegó Stalin a la cumbre del poder soviético y decidió que le convenía más otra cosa, el llamado “socialismo en un solo país”, y consolidó la dictadura burocrática y cruel de sobras conocida. Trotski, que seguía dando la murga con el internacionalismo, tuvo que exiliarse y acabó con un pico hincado en la cabeza. En adelante, pocos discutieron el incoherente nacionalismo comunista de Stalin. Ahora asistimos a otra pirueta ideológica. En este caso afecta al neoliberalismo, una doctrina tan política como económica.
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El neoliberalismo fue codificado en la Universidad de Chicago a partir de los años sesenta del siglo XX y se aplicó por primera vez en una dictadura, la de Augusto Pinochet en Chile. Poco después empezó a universalizarse gracias a su adopción por parte de Margaret Thatcher en el Reino Unido y de Ronald Reagan en Estados Unidos. Los principios neoliberales eran bastante claros: privatizaciones, moneda sólida, reducción del gasto público y de los impuestos a los más ricos, libre comercio y, atención, una fe absoluta en la globalización.
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Puede argumentarse que la globalización ha tenido consecuencias no deseadas por sus apóstoles: una alienación aún más severa que la provocada por la segunda revolución industrial, un gravísimo daño a la naturaleza y una aceleración de las migraciones masivas. Los partidos conservadores clásicos se enfrentan en este momento a la tentación en la que cayó Stalin. Siguen apegados a la doctrina neoliberal, en oposición al keynesianismo socialdemócrata, pero no les gustan algunas de sus consecuencias. Lo que llamamos ultraderecha ha optado por la solución de Stalin: el neoliberalismo en un solo país. Lo cual implica cierre de las fronteras y control del comercio y, ya puestos, el sometimiento de contrapoderes incómodos como la justicia y la prensa independientes. Donald Trump hizo lo que pudo. Viktor Orbán, en Hungría, va bastante adelantado. Hay otros ejemplos menos ortodoxos, desde la Rusia de Vladímir Putin hasta la Turquía de Recep Tayyip Erdogan.
A esta degeneración del neoliberalismo ya le han puesto un nombre convenientemente contradictorio: democracia iliberal.
Quizá fuera inevitable que el comunismo degenerara en el estalinismo y en los delirios maoístas. Quizá sea inevitable que el neoliberalismo, en su decadencia, degenere en algo muy raro.
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