El nuevo canon literario afroamericano

Ralph Ellison, el autor de El hombre invisible, decía, en una de las cartas publicadas en diciembre por Random House, que soñaba con confrontar su literatura con la de los escritores más grandes, “descubrir quién y qué soy, qué es la vida y qué es el arte”. Le hubiera gustado “escribir simplemente como estadounidense o, mejor aún, como ciudadano del mundo, pero eso es imposible ahora mismo porque sería flotar en el aire de las abstracciones, mientras que el único fuego que ilumina esas abstracciones nace precisamente de ser negro y en toda la ‘experiencia sentida’ que implica ser un negro americano”. Y si podía hacerlo en diez tonos, por qué hacerlo en sólo cinco, defendía con un símil musical ante su amigo Richard Wright (Hijo nativo), huyendo del cliché del negro asumido por el blanco biempensante.

Ese mismo compromiso ético con la excelencia literaria y con la comunidad lo asumirían James Baldwin, Maya Angelou, Terry McMillan y Toni Morrison, entre otros. Y, décadas después, lo siguen manteniendo los escritores nacidos después del asesinato de Martin Luther King, en 1968. Colson Whitehead (1969) ha ganado dos veces el Pulitzer: en 2017, por El ferrocarril subterráneo, haciendo literariamente real la línea férrea imaginada por los esclavos que huían del sur, y este año, por Los chicos de la Nickel. Whitehead ha frecuentado el thriller y los relatos de zombis, pero ninguno es tan aterrador como su novelización de las torturas y muertes de una escuela real de niños abandonados y el debate volteriano entre el mal y la candidez. ¿Cómo es posible que la escuela del terror hubiera permanecido abierta en Florida hasta hace ocho años?

Ta-Nehisi Coates (1975), autor del celebrado ensayo Entre el mundo y yo, admirador de E. L. Doctorow y guionista del cómic Capitán América, retoma las alegorías de Whitehead en su primera novela, The Water Dancer, con un personaje de una plantación de Virginia previa a la guerra civil estadounidense que tiene el poder de conducir personas a inverosímiles distancias. Bajo las aguas de su prosa subyace la necesidad de mantener la memoria y la imposibilidad de olvidar la herida, aún lacerante. El escritor ha relevado a James Baldwin con sus influyentes artículos, en los que es tan capaz de sermonear a Kanye West por su aparición junto a Trump como de poner al día la crítica de la “doble conciencia” (ese mirarse a través de los ojos de los demás) del pionero W. E. B. Du Bois, cuyo libro Las almas del pueblo negro rescata ahora Capitán Swing.

Baldwin, en una célebre carta a su sobrino, aconsejó: “Procura recordar, te ruego, que lo que ellos creen, y también lo que ellos hacen y te hacen padecer, no es prueba de tu inferioridad sino de su inhumanidad y de su miedo”. Ta-Nehisi Coates hace ver a su hijo Samori en Entre el mundo y yo que “el gigantesco Estado policial, la detención arbitraria de gente negra y la tortura a los sospechosos” nace de “los miedos generados en ellos mismos que han llevado a la gente que se cree blanca a huir de las ciudades y refugiarse en su sueño”.

El nuevo canon literario afroamericano

Un sueño americano cuya hiel probó la nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie (1977), autora de Americanah, durante su estancia en Estados Unidos. “El racismo es una enfermedad mental, tendría que denominarse síndrome de trastorno racial”, escribió. O la estadounidense de raíces ghanesas Yaa Gyasi (1989), que reconstruye en Volver a casa siete generaciones, desde que fueron esclavizados en África en el siglo XVIII hasta la discriminación actual. Jesmyn Ward (1977) también la destripa con violencia y crudeza en La canción de los vivos y los muertos, la otra cara del Mientras agonizo, de Faulkner, pero esta vez con la denuncia racial de fondo.

Roxane Gay (1974) ha dinamitado con descaro políticamente incorrecto en Mala feminista las convenciones del feminismo de la mujer blanca heterosexual o la cultura de la violación. La televisiva Janet Mock (1983), guionista y directora de la serie Pose, ha contado su lucha por los derechos LGTB en Redefining Realness y Surpassing Certainty. Por su parte, N. K. Jemisin (1972) despliega mundos multiculturales en sus novelas de ciencia-ficción, un género que solían dominar los hombres. Tomi Adeyemi (1993) canalizó su rabia por los disparos de la policía contra negros desarmados en la novela juvenil Hijos de sangre y hueso.

Los conflictos humanos de las obras citadas son los mismos que en cualquier otra gran literatura, lo que cambia radicalmente es la experiencia de ser negro, vivida por cada escritor a su manera, en un país en el que, a pesar de los notables avances, aún el 43% de los adultos blancos dice que “se ve discriminación racial donde realmente no existe”. El sondeo de PEW revela que el apoyo de los blancos al movimiento Black Lives Matter ha descendido del 60% en junio al 47% en septiembre.

Las leyes Jim Crow fueron abolidas de iure en 1964, pero la abogada defensora de los derechos humanos Michelle Alexander, en su libro El color de la justicia (Capitán Swing), sostiene que la segregación se mantiene gracias a la actuación de la policía y las dificultades impuestas a que los afroamericanos salgan de sus barrios dibujados con líneas rojas: “No hemos acabado con las castas raciales, simplemente las hemos rediseñado para aparentar que son legales”. Isabel Wilkerson, en su reciente ensayo Caste: The Origins of Our Discontents, se hace una pregunta plausible en todas las zonas del mundo: ¿qué lleva a los trabajadores blancos y a los negros asimilados a votar en contra de sus intereses? La autora recupera el concepto de casta, más allá de la clase social o el género, que ya Martin Luther King esgrimió durante su estancia en la India.

Las editoriales españolas recuperan nombres como W.E.B. Du Bois, Audre Lorde, Toni Morrison o Maya Angelou

El movimiento ha sido analizado por Keeanga-Yamahtta Taylor en Un destello de libertad: de #blacklivesmatter a la liberación negra, Traficantes de Sueños, 2017), pero tiene sus críticos. Las panteras negras ya no pueden salvarnos (Libros corrientes, 2020) recoge la polémica suscitada por Cedric Johnson cuando acusó al BLM de ser “el ala izquierda del neoliberalismo, en el sentido de que su única métrica de justicia social es la oposición a la disparidad en la distribución de bienes y males en la sociedad, un ideal que naturaliza los resultados de las fuerzas del mercado capitalista siempre y cuando sean equitativos en términos raciales (y otros términos identitarios)”.

Racism in America (Harvard, 2020), rescata un artículo de Toni Morrison en el que denunció el canon norteamericano. Si el poder de la literatura es imaginar lo que no es el yo, familiarizar lo extraño y mistificar lo familiar, ¿cómo les han imaginado a ellos los escritores y la crítica humanista blanca? ¿Cuál es el impacto de las nociones de jerarquía racial, exclusión racial y vulnerabilidad y disponibilidad racial en los no negros que mantuvieron, resistieron, exploraron o alteraron esas nociones? Baldwin añadiría que la misión que distingue al escritor de otras profesiones es decir lo que no que no queremos reconocer de nuestra sociedad y de nosotros mismos.

Los autores afroamericanos piden una nueva definición de racismo, según los postulados de los antropólogos, para los que la raza es una construcción ideológica y “el racismo se sustenta en prácticas sociales establecidas que se reproducen en las relaciones de poder que atraviesan nuestros cuerpos, emociones, relaciones, saberes, formas de vida y que generan privilegios materiales y simbólicos a unos y opresión para otros”. Una cuestión que no se limita a Estados Unidos (léase a la francesa Elsa Dorlin, autora de La matriz de la raza y Autodefensa) y que en España los escritores guineanos y de la segunda generación de inmigrantes africanos sienten como propia, organizados en espacios como Wanafrica, United Minds, Afroféminas o la Biblioteca Afroamericana Madrid que dirige Mireia Sentís, mientras las editoriales españolas editan literatura afro de todas las zonas. Además de los citados, se han publicado este año los poemas de Audre Lorde (Visor); X (Blackie Books), de Percival Everett; La fuente de la autoestima (Lumen), de Toni Morrison; Casi me olvido de ti (Alianza), de Terry McMillan; Lo que sembramos (Seix Barral), de Regina Porter; Mujer al borde del tiempo (Consonni), de Marge Piercy, y la poesía completa de Maya Angelou (Valparaíso), entre otros títulos.

Los chicos de la Nickel 

Autor: Colson Whitehead.

Traducción: Luis Murillo.

Editorial: Literatura Random House, 2020.

Formato: tapa blanda (219 páginas, 19,90 euros) y e-book (9,99 euros).

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Esta vez el fuego

Edición: Jesmyn Ward.

Traducción: María Enguix.

Editorial: Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2020

Formato: tapa blanda (248 páginas, 18 euros).

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Las almas del pueblo negro

Autor: W. E. B. Du Bois.

Traducción: Héctor Arnau.

Editorial: Capitán Swing, 2020.

Formato: tapa blanda (248 páginas, 18,50 euros).

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Las panteras ya no pueden salvarnos

Autor: Cedric Johnson.

Réplicas: Kim Moody, Jay Arena, Mia White y Touré F. Reed.

Traducción: Saoia Sáez y Carlos García.

Editorial: Libros Corrientes, 2020.

Formato: tapa blanda (210 páginas, 16 euros).

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Caste: The Origins of Our Discontents

Autora: Isabel Wilkerson.

Editorial: Random House, 2020 (en inglés).

Formato: tapa dura (496 páginas, 24,26 euros).

La canción de los vivos y los muertos

Autora: Jesmyn Ward.

Traducción: Federico González.

Editorial: Sexto Piso, 2018.

Formato: tapa blanda (260 páginas, 19,90 euros).

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Volver a casa

Autora: Yaa Gyasi.

Traducción: Maia Figueroa.

Editorial: Salamandra, 2017.

Formato: tapa blanda (379 páginas, 21 euros), bolsillo (9,95 euros) y e-book (10,99 euros).

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