Que Donald Trump era el líder del desorden tuvimos tiempo de masticarlo. Persiguió a sus rivales. Amenazó a la prensa. Eludió al fisco. Se alió con Vladímir Putin. Subvirtió el orden económico liberal. Quemó y robó documentos oficiales. Negó la victoria ajena. Instó a una insurrección en el Capitolio que costó cinco muertos y decenas de heridos, muchos de ellos policías. Los encargados del orden público.
Que todo eso se haya trasfundido a buena parte del Partido Republicano, epítome de la derecha que siempre se autocalificó como el partido del orden es más inquietante: cuando gana se siente autorizada a todo —por encima del método democrático—; cuando pierde, también, para recuperar el mando.
El virus es profundo. Proviene de confundir alquiler (la Presidencia es un inquilinato) con propiedad sobre todos los poderes. Por eso uno de los cabecillas de la revuelta ultra-ultra (¡más que Trump!) que ha tenido una semana en vilo a la Cámara de Representantes declaró que su “propósito” era “devolver la Casa del Pueblo a sus legítimos propietarios”. Debió pedir el copyright a Marta Ferrusola (de Pujol), que sufrió la victoria de Pasqual Maragall, “como si hubieran entrado a robarnos en casa”. Así que el lema es: o propiedad eterna del poder, o desorden.
La mini-minoría más reaccionaria que ha mantenido al vacío la institución de la soberanía popular apenas alcanza los 30 representantes afiliados al Freedom Caucus, sobre 435. Lo decisivo es que han impuesto al candidato oficial de su partido, Kevin McCarthy, una serie de condiciones que suponen un nuevo golpe de timón a la democracia americana.
Y él se ha resignado. Se ve que es un tipo de principios, pues culpó a Trump del asalto al Capitolio (6 de enero de 2021), y al poco se retractó para obtener su favor. Ese parece ser el tempo de la ya tercera autoridad política del país: una semanita de coherencia y una eternidad en el infierno, como rehén de esos compas tan intransigentes que desafiaron días y días las admoniciones del expresidente de volver al orden partidista y optaron por la división y el desorden.
La degradación democrática de esas condiciones es nítida: ahora basta un voto (de 435) para lanzar la moción de censura al speaker de la institución; los ultras logran sobrerrepresentación en una comisión clave, la de procedimientos (para aprobar leyes); se disuelve la de investigación del asalto al Capitolio; se dificulta al presidente de la Cámara la financiación a candidatos moderados; se impone la reducción de gastos aprobados para abordar otros urgentes… Los propietarios imponen el desorden.
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