He seguido con fascinación morbosa —y también con vergüenza ajena, si he de ser sincero— el proceso por el cual Elon Musk, un multimillonario que tiene la madurez emocional de un adolescente desadaptado, ha acabado por comprar Twitter después de muchos ires y venires, y en cuestión de semanas ha destrozado su juguete nuevo y nos ha recordado a los demás dos cosas principalmente: primero, por qué desconfiábamos de Elon Musk; segundo, por qué sería deseable que desconfiáramos de Twitter. Por los días de la adquisición, un seguidor de Trump se metió a la fuerza en casa de Nancy Pelosi, líder de los demócratas en la Cámara de Representantes, y, al no encontrarla a ella, atacó a golpes de martillo a su marido; Musk reaccionó recogiendo en su cuenta de Twitter una teoría de la conspiración homófoba y paranoide que había sido escupida por un medio sensacionalista de los que menos vergüenza tienen. Ése fue su estreno: el director de orquesta dándole un golpecito al diapasón. Y luego ha venido el concierto.
Desde entonces, Musk ha despedido sin consideración ni decencia a miles de empleados (incluyendo a muchos moderadores de contenido), ha eliminado las políticas que restringen la desinformación sobre la covid, ha propuesto una amnistía general para las cuentas que habían sido suspendidas bajo la administración anterior —las afiliadas al Estado Islámico, por ejemplo, o las de supremacistas blancos— y ha llevado a cabo una encuesta frívola para decidir si se le permitía a Trump volver a la plataforma. La movida fue un lavado de manos de una cobardía espectacular, pero también de una hipocresía rampante, y para mí concentró mágicamente todo lo que está mal con Twitter: el populismo, la demagogia barata, la sumisión de cualquier valor a la tiranía de la opinión mayoritaria. Y uno tiene que reírse cuando Musk aduce que compró Twitter para salvaguardar su papel como “digital town square”, la plaza del pueblo del mundo digital. Me perdonarán ustedes si el asunto entero se me parece más a un circo romano, con el pulgar de Musk señalando hacia arriba o hacia abajo, según sus caprichos, ante el rugido de la turba.
Y la turba se ha sentido vindicada, representada, rehabilitada. En Estados Unidos, varios grupos que se dedican a estudiar el discurso de odio en las redes sociales lo confirman diariamente: desde la llegada de Musk al poder tuitero y sus primeras decisiones, los insultos racistas se han triplicado, los homofóbicos han pasado de 2.500 a casi 4.000 por día y los antisemitas han aumentado más del 60%. Dicen los investigadores que nunca habían visto un aumento tan drástico del discurso de odio. Leo en The New York Times la opinión de Imran Ahmed, director general de una de esas organizaciones: “Elon Musk ha enviado la batiseñal a todo tipo de racistas, misóginos y homófobos”, dice. “Y ellos han reaccionado en consecuencia”. Varios amigos que conozco se han sorprendido sin disimulo de que Twitter pudiera empeorar todavía, de que todavía quedara espacio para la degradación de las conversaciones y el envenenamiento del ambiente. Y a mí me ha llamado la atención la desfachatez de villano de Batman con que Musk ha defendido sus catastróficas decisiones: “Soy”, ha dicho antes y ha vuelto a decir por estos días, “un absolutista de la libertad de expresión”.
El problema, por supuesto, es que Musk no parece saber muy bien qué es eso. Su comprensión de la libertad de expresión está, para decirlo con cariño, a medio hornear; hay que verlo hablar del tema en una conversación de TED donde el entrevistador le pregunta por qué ha hecho una oferta para comprar Twitter, y Musk responde con risas nerviosas, luego con un frívolo “no lo sé”, luego con comentarios presuntamente humorísticos sobre el oso de peluche que también se llamaba Ted, y finalmente con un sartal de lugares comunes: lo de la plaza del pueblo, por ejemplo, o la convicción de que “es importante que haya una arena incluyente para la libertad de expresión”. Es casi conmovedor oírle la voz temblorosa cuando dice que Twitter “es importante, como, para la función de la democracia, y para la función de Estados Unidos como país libre”; y luego, mientras uno se pregunta si no estará confundiendo función con funcionamiento, demuestra que el miedo a la trivialidad no es lo suyo: lo que quiere, dice, es “ayudar a la libertad en el mundo”. En otra parte había declarado que su intención es “ayudar a la humanidad, a quien amo”. La declaración no suena menos torpe en inglés.
Musk es un hombre exitoso, por lo menos según la definición de éxito más aceptada por nuestras sociedades: tiene mucha fama y mucho dinero. Para más señas, ha conseguido el dinero y la fama con una de las actividades que estas mismas sociedades admiran sin reticencias, con algo cercano a la idolatría o al fetiche: fabricando tecnología, palabra que en su caso se refiere casi siempre a juguetes enormes. Pero, como tantos otros de los nuevos billonarios, inventados o creados en el mundo tecnológico, su comprensión de esas criaturas extrañas que son los seres humanos es escasa o más bien débil, y las infinitas zonas grises, contradicciones y ambigüedades de su comportamiento parecen escapársele. La libertad de expresión —los debates que al respecto tenemos, la intención con la que la protegemos, las consecuencias que queremos lograr con esa protección— es parte de esas zonas de comprensión difícil. Podríamos debatir mucho sobre la conveniencia de censurar las expresiones de odio que se emiten en la red, pero Musk no parece darse cuenta de que eso es una cosa y otra, muy distinta, es preguntarnos sobre la conveniencia de un sistema diseñado deliberadamente para monetizar el odio, la polarización y la violencia retórica. Y esto es un ejemplo entre varios.
En las últimas semanas, cerca de un millón de tuiteros han abandonado el barco de Musk. La llegada del magnate fue el pretexto perfecto para muchos que llevaban meses, o incluso años, queriendo salir de la red como otros salen de una adicción grave, y yo he leído a quienes se cansaron de que sus colegas y sus amigos se volvieran gente tóxica —más agresiva, más hipersensible, más paranoica, más narcisista— por obra y arte de la manipulación algorítmica, y también a quienes se maravillan de la cantidad de tiempo nuevo que tienen, o de la recuperación de la serenidad, ahora que cualquier nimiedad no se convierte en una pelea con sangre. Otros me explican y alcanzo a entender que para ellos es un dilema difícil: salir de Twitter y perder lo acumulado —seguidores, reputación, contactos— o seguir viviendo en el capricho más peligroso de un plutócrata cuya brújula moral necesita calibrarse.
Lo que parece claro es que Musk, que no se siente incómodo retuiteando groseras teorías de la conspiración ni lanzando insultos infantiles contra Bill Gates, tiene en sus manos un poder descomunal sobre las vidas de los que están en su plaza de pueblo (que más parece el patio de su casa, manejado a su antojo y según su personalidad inconstante y voluble) y aun sobre las de los que no estamos allí ni hemos querido nunca acercarnos. Todavía recuerdo los primeros años de Twitter, cuando el valiente mundo nuevo de las redes tenía el prestigio de la Primavera Árabe y parecía el lugar donde la conversación sería, por fin y para siempre, realmente democrática. Quién lo iba a decir: Elon Musk se hizo con Twitter, y ahora hasta las redes sociales son parte de la nostalgia.
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