El Pato Donald ante las elecciones presidenciales en Chile

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Medio siglo ha pasado desde aquel noviembre de 1971 cuando se publicó en Chile Para leer al Pato Donald, un libro que escribí junto al sociólogo belga Armand Mattelart. Jamás anticipamos que nuestro ensayo, traducido a decenas de idiomas, llegaría a convertirse en uno de los libros más vendidos a nivel internacional, siendo abrazado por eminentes escritores como Umberto Eco y John Berger. Había nacido, más bien, con un fin práctico: participar en el experimento chileno de construir el socialismo utilizando, por primera vez en la historia, métodos electorales y pacíficos.

Esto significaba que el Gobierno de Salvador Allende, que había alcanzado la presidencia en septiembre de 1970, tendría que ganar la batalla por la conciencia de los votantes en una situación de considerable desigualdad, ya que la mayoría de los medios de comunicación se encontraban en manos de los enemigos de la revolución.

En esta lucha por definir la identidad de Chile, contábamos, eso sí, con la editora más importante del país. Rebautizada como Quimantú (sol del saber, en mapuche), se publicaron millones de libros a precios irrisorios, además de revistas de toda índole, incluyendo historietas infantiles y adultas, que debían competir en un mercado saturado de productos extranjeros. Entender cómo funcionaban esos cómics para competir con alternativas parecía una tarea urgente, y Armand y yo nos propusimos analizar las historietas más populares en Chile —y en el mundo—, las que generaba la inmensa corporación fundada por Walt Disney. Si elegíamos un personaje emblemático —el Pato Donald— y revelábamos los mensajes secretos que se escondían detrás de su fachada inocente y supuestamente apolítica, sería una manera de desnudar la ideología dominante en Chile, las formas imperiales invisibles con que se concebían el trabajo, el sexo, la familia, el éxito, la relación entre país pobres y prósperos.

Para leer al Pato Donald —pergeñado en 10 días febriles— causó furor y furia al publicarse, imprimiéndose una segunda entrega masiva, con una tercera que no pudo distribuirse porque sobrevino el golpe militar de 1973. Esa última edición fue echada a la bahía de Valparaíso. También quemaron a nuestro palmípedo. Cuarenta años después de que los nazis hubieran incinerado tantos volúmenes “degenerados”, las fogatas se repitieron. Días luego del golpe, en una casa donde estaba escondido, vi por televisión a un grupo de soldados lanzar sobre las llamas centenares de libros, entre los cuales se encontraba el nuestro. Dos años más tarde, la aduana estadounidense incautaría, a instancias de Disney, miles de ejemplares de la edición en inglés, acusándonos de reproducir material visual sin autorización de sus propietarios.

¿Qué vigencia tiene ese juvenil libro, forjado apresuradamente en medio de una revolución que tenía sus horas contadas?

Si bien nuestro panfleto adolece de limitaciones propias de la época en que nació, creo que tiene algo que ofrecer en un momento en que inmensos movimientos sociales cuestionan el modelo neoliberal que ha generado tanta desigualdad e injusticia. Ante la nueva necesidad de refundar la sociedad, lo que más rescato hoy de Para leer al Pato Donald es su desfachatez, su sentido del humor, la energía díscola que nos aportaba un pueblo en marcha, cualidades que se observan ahora mismo en Chile, donde, coincidiendo extrañamente con el cincuentenario de nuestro libro, se está por celebrar la primera vuelta de las elecciones presidenciales.

Es casi seguro que uno de los candidatos que pasará a la segunda ronda de las elecciones en Chile sea el pinochetista José Antonio Kast, admirador de Donald Trump y Jair Bolsonaro, que personifica las ideas tradicionales sobre trabajo, familia, conservadurismo, sexo, competencia a mansalva y miedo al cambio que criticábamos en nuestro libro. No sé si Kast, que tenía siete años en el golpe de 1973, vio la quema del pato indefenso por televisión. Es probable que su padre, un oficial nazi que buscó refugio en Chile después de la caída del Tercer Reich, celebrara esas piras inquisitoriales que le recordaban los buenos tiempos de Hitler. Lo seguro es que a Kast no le gustaría nuestro libro.

En cambio, Gabriel Boric, el otro candidato con posibilidades de ser presidente, representa a un Chile que busca liberarse del pasado y obtener justicia para el futuro, encarnando las fuerzas que, con sus protestas —en efecto, desfachatadas e insolentes—, crearon las condiciones para que se esté escribiendo una nueva Constitución plenamente democrática, una tentativa audaz de leer a Chile con ojos insurrectos. Boric y sus seguidores se atreven a pensar, sentir y gozar la realidad de una manera alegre y rebelde que me recuerda el espíritu que animaba a los allendistas de medio siglo atrás. Y noto, con satisfacción, que Boric —nacido 15 años después de que nuestro libro fuera suprimido con tanta violencia— llegó a leerlo en su adolescencia, cuando era uno de los líderes estudiantiles que se sublevaron contra las inequidades del período posdictatorial.

Parafraseando a Pierre Corneille en Le Menteur, quizás pueda afirmarse dentro de poco que Para leer al Pato Donald, quemado, ahogado, incautado, mil veces dado por muerto, goza de buena salud.

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